lunes, 25 de marzo de 2024

Páramo





Páramo

Un día cualquiera la intemperie llama a tu puerta. Y no hay lugar al que huir, no hay refugio en el páramo. La tristeza de lo que se siente irrecuperable. Solo queda acoger esa sombra, ese inhóspito horizonte y sus encrucijadas oscuras; aceptarlo todo, pues aún es vivible el presente, el tiempo que nos es dado y su puñado de certezas, todavía palpita la vida más cercana, su abrazo. Feliz latencia de seguir siendo.


Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz

domingo, 17 de marzo de 2024

Allí





Allí


En el espacio latente

que se abre tras la espiración atenta,

en esa grieta consciente,

podría reposar durante eones;

allí en el éter sumergido,

lapso azul en que te sabes eterno,

acunado, vivo, amado

bajo el feliz fulgor de las estrellas. 



Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz

martes, 12 de marzo de 2024

EROS






EROS


El pequeño dios tensó el arco:

alegre con sus ojos vendados

esperó con paciencia,

cambió de posición, varió el ángulo;

pero sus dedos no titubearon.

 

Aquellos dos corazones animaban dos cuerpos

que danzaban,

para alejarse brevemente y volverse

a encontrar.

 

En un instante eterno la flecha arrancó,

voraz, implacable.

Hendió los pechos de ambos en el mismo lance.

Sus miradas se encontraron entonces:

eran fuego y zozobra,

ansia, sed,

vértigo y condena.

 

jueves, 20 de julio de 2023

Nostalgia


 

Nostalgia


Todavía hoy me alcanza,

al mirar hacia el portal,

hacia las extrañas ventanas

de la antaño casa de mis abuelos.

Me traspasa la tristeza y el placer,

una febril nostalgia en la memoria

de un algo feliz pero irrecuperable.

 

¿Dónde quedaron mis pasos

de niño de inquietos ojos

incapaces de abarcar aquel palacio

de rincones mil, tesoros, mil secretos?

Casi todo era alegría, luz y calor,

en ese rumor de banquete, algarabía y baile,

en ese refugio ancho donde la vida se vivía.

 

¿Será como algunos sueñan,

que todo acontece a la vez?

¿Será pues que como dijo el griego

el tiempo es imagen móvil de lo eterno?

Pasado, presente y futuro son ahora.

 

Entonces tras las oscuras ventanas

aquel niño juega en esos suelos,

erigiendo castillos en el vacío infinito,

el aire aún vibra, nada se ha perdido,

todo sigue allí, nadie ha muerto;

perpetuo, añorado hogar de mis abuelos.

lunes, 6 de marzo de 2023

Hijos

 



Hijos

 

Me pregunté si valía la pena,

si este periplo compensa.

No hallé luz en la razón,

balanza de sumas y restas:

renuncia, sinsabor, condena,

desaliento, cansancio, desvelo…

Con el corazón lo medité,

donde yacen las respuestas.

 

Que esta aventura no trata

de oro, de plata, de rentas.

Que se escribe en otro lenguaje.

Pues si hay en esto valor

será el del amor salvaje,

amor puro, destilado, indomable,

primordial, rotundo, abrasador,

primigenio, fiero, afilado,

fuerza tenaz, formidable,

doloroso y sin condiciones,

que te empujaría a ese salto imposible

por salvarlos a ellos, tus hijos.

Y no hay más, no hay más razones.

 

Puedes dar lo mejor que tienes.

¿El esfuerzo lo merece?

Ser así lo mejor que eres.

 

lunes, 7 de febrero de 2022

Un día feliz

 


Un día feliz


“Entonces te miro, y el mundo está bien conmigo.  Solo una mirada, y sé que va a ser, un día maravilloso”.

Bill Withers (Lovely Day)

Un día feliz

Va camino del trabajo siguiendo distraídamente los pasos de una pareja de octogenarios. Estos se acercan a una encrucijada de calles. Justo al llegar al cruce, la pareja se intercambia varios gruñidos ininteligibles, dando a entender que ninguno va a dar su brazo a torcer y acto seguido se dirige cada uno por un camino diferente para confluir de seguro minutos después en el mismo punto. Ella pasa casi a diario por aquí y sabe que ambas rutas van a parar al mismo lugar, sin apenas diferencia en el tiempo que cuesta transitarlas. Una tristeza difícil de localizar la invade al contemplar la escena: la necedad en el humano la suele acompañar un rato en estos trances, riéndose para sus adentros de su ya exigua esperanza.

Poco después entra en la oficina, donde trabaja de secretaria comercial para una gran compañía eléctrica. La escena de los ancianos va disipándose ya, entre las cuatro paredes de esta bajera reconvertida. Dos mesas con sus monitores y material de oficina, unos cuantos estantes detrás para amontonar papeleo y varias sillas enfrente que hacen las veces de sala de espera. La estancia está excesivamente iluminada, al menos para ella; una luz que parece rebotar en las paredes escasamente adornadas con pósteres publicitarios, una luz que resalta todavía más su también excesiva palidez.

Hola, saluda su única compañera levantando brevemente los ojos por encima de la pantalla del ordenador. Llegó hace varios meses, cuando ella ya rebasaba los dos años en esta oficina. Piensa que se maquilla bien, que sabe sacarse partido, luce el pelo cuidado y brillante, y resulta siempre muy agradable en el trato.

Hola, ¿qué tal?, contesta (¿Cómo logra sonreír tanto?, su vida no parece mejor que la mía…). Tras muchos cafés a la hora del descanso cree que es buena persona. Desde que su compañera le cogió confianza, le dice alguna vez que es tan blanca que aunque se muriera en ese momento duda seriamente que el color de su piel cambiase en algo. No le molesta. Se ríe a gusto con ella, y no suele reírse con frecuencia. Además, siempre le han comentado lo de su palidez. En el colegio, a pesar de no sentirse muy guapa, interpretó a Blancanieves en dos ocasiones.

Ya entran los primeros clientes. A veces no hay mucho que hacer, pero generalmente están bastante ocupadas. Es un trabajo de cara al público, sobre todo de cara a sus quejas y problemas. Son una especie de primera barrera de contención, un trabajo rutinario y prácticamente a diario bastante crispante. Además, claro está, mal pagado.

Hola. ¿Qué desea? Es un jubilado. Lleva calada una gorra de marinero y sus ojos son dos cortes finos en la piel. No sonríe en ningún momento. Ella apenas le ha mirado pero sabe de antemano que va a darle problemas. Que no entiende la factura, dice (Dios mío… Cinco años de carrera, un máster y dos idiomas para esto). Se la lee despacio e intenta aclarar sus dudas. Todo parece correcto, le dice. Contesta él que no está de acuerdo, que antes entendía las facturas. ¡Ahora las enrevesan para engañarnos!, sentencia. Todo se ha vuelto más complicado, concede ella; y añade que no puede hacer nada más, que si lo desea presente una queja. ¿Para qué?, espeta el abuelo (Tiene razón; ¿para qué?). Lo ve dirigirse a la salida mascullando algo y apretando las mandíbulas. Ya en la calle mira a los lados y por último hacia el cielo.

Con bastante frecuencia, sobre todo en el trabajo, siente ganas de llorar, de gritar, de estallar desde dentro de alguna forma. Entonces, esquiva más de lo habitual las miradas de los clientes o se esconde tras el monitor. Se le pasa enseguida, aunque últimamente cree que va a peor. Ahora le toca el turno a un hombre de mediana edad: parado de larga duración con ayudas sociales y familia numerosa. Es muy grande, apenas cabe en la silla, como un adulto sentado en un pupitre escolar, se remueve inquieto, y bajo sus ojos dos bolsas grises parecen suplicar algo en silencio. No le puede salvar. Él lo sabe; ella lo sabe. Pero aun así se harán daño. Sus ojos comienzan a incendiarse cuando le dice que faltan algunos papeles entre la documentación que aporta.

¿Qué es lo que falta? ¡He sido cliente vuestro por más de treinta años!, exclama ya con un fuego en la mirada que retiene apenas la rabia y la furia (Es verdad. Le comprendo. ¿Pero qué es lo que esperan de mí?). Ella le dice que no es cosa suya, que le gustaría ayudarle. El hombre le mira unos segundos fijamente. El fuego se ha extinguido bajo un desaliento triste. Hace unos instantes ella cree que hubiera podido matarla, explotar de alguna manera y arrasar con todo. Pero ahora no; levanta su corpulento cuerpo y se dirige afuera sin decir adiós. Lo observa a través del cristal, inerme, parado unos segundos entre los pasos de la gente.

Parece que es buen momento para un café, sugiere su compañera.

El local está vacío, pero no durará así mucho tiempo. No tienen un momento fijo; se adaptan al ritmo del trabajo. Algunas mañanas no pueden descansar o con suerte lo hacen por turnos. Se alegra de que hoy pueda hacerlo junto a su compañera. La considera una persona fácil; se deja llevar por una alegría sencilla, aparentemente sin esfuerzo, y en algunas ocasiones se divierte con sus ocurrencias e incluso logra alcanzarle parte de su luz, aunque sea fugazmente. Ella vive sola y únicamente conserva algunas amistades de la universidad, así que estos cafés con su colega de trabajo ocupan buena parte de su vida social. No diría que son amigas, pero opina que podrían serlo. Duda que su compañera opusiera resistencia a que se vieran más a menudo.

Mira al exterior del bar, junto a la puerta: se amontonan varios fumadores al lado de sus cafés. En el interior, a pesar de ser media mañana, algunos hombres apuran vasos de vino que brilla después en el fondo de sus ojos húmedos, ojos que miran brevemente hacia los lados, bajo castigados cuerpos encorvados sobre la barra. Sentada sola en una mesa para cuatro, una mujer obesa devora un pastel de nata que rebosa por los lados (¡Qué asco de vidas! ¡Qué desprecio a la salud! Desagradecidos…). Su compañera parece adivinar lo que está pensando. Sonríe levemente pero no dice nada.

¡Cómo se suicidan algunos en vida! ¿eh?, con lo frágil que es la salud, comenta ella con un aire de espontaneidad fingida. Su colega sonríe y parece cavilar unos segundos.

Sí, pero hay otras formas menos visibles. Quiero decir que también algunos pensamientos te van matando. Tal vez más lentamente pero de igual manera. Qué quieres que te diga, yo procuro juzgar poco, aunque la verdad es que muchas veces fracaso y mi cabeza comienza a parlotear sola antes de que me dé cuenta. No sé; en el fondo sabemos tan poco de la vida… (¿Pero qué dice? ¿Comparar los pensamientos con envenenarse a uno mismo?). Ella siente la contundencia de la honestidad lúcida de su compañera, y le duele, le escuece algo por dentro. De alguna manera, sabe que es muy probable que tenga razón y siente rechazo hacia ella por primera vez.

Están de vuelta en la oficina. Solo cinco minutos después entra una mujer joven con una carpeta bajo el brazo. Afortunadamente se dirige hacia el puesto de su colega (No la he mirado a los ojos siquiera. Mi piel de muerta ha hecho el resto). Todavía se agitan en ella los posos de la conversación en el café. Casi seguidamente entra un chico de unos treinta años (No puede ser… está casi igual que en el instituto). No parece reconocerla, pero tras saludar, sentarse frente a ella y abrir una pequeña mochila verde, la mira a los ojos, y entonces sí, sonríe tímidamente.

¡Cuánto tiempo! Te llamas… Andrea. Andrea, sí. Coincidíamos en varias clases de ciencias, ¿te acuerdas? (Cómo no acordarme. Una de las asignaturas la suspendí porque no dejaba de observarlo. Desde una fila atrás, casi en diagonal, me atrapaba su perfil atento, la incógnita de alguien tan pálido, tan tímido como yo).

Tú eres Germán, ¿verdad?, asiente ella (Algo que no pesa en el pecho. Parece alegría).

Eso es; buena memoria. ¡Qué tiempos!, suspira él. Solo quería entregar estos papeles. Creo que está todo en regla (Solo querías eso… ¿Para eso has aparecido de repente?). Así que trabajas aquí, prosigue Germán.

Ya ves… ¿y tú? ¿Qué haces?, pregunta Andrea mientras alarga la mano para recoger su documentación (Nuestra piel se roza un instante; tibio, suave, vivo, una vibración que no conozco).

Todavía estudiando… acabando la tesis en Sociología. Al final probé con otra cosa. La física y las matemáticas no eran lo mío.

Ya…, dice ella (¿Qué más puedo decir?).

Él le sostiene la mirada unos segundos (Ojos azul oscuro. Casi no los recordaba… Aquel azul tan profundo).

Bueno…, dice él mientras se levanta. He de irme. Me ha hecho ilusión verte (¿Ya te vas?).

Justo en el quicio de la puerta se gira y vuelve a aproximarse al puesto de Andrea (Un torrente de mariposas asciende por mí desde algún rincón inconfesable).

¿Qui qui quieres que nos veamos algún día?, pregunta Germán en voz muy baja, ligeramente reclinado hacia adelante (Algo estalla. Se libera. Pero es agradable. Algún día… Vernos…).

Claro, responde Andrea (Me quema la cara) detectando de soslayo la mirada traviesa de su compañera que vuelve a agazaparse tras el monitor.

Se intercambian los teléfonos y quedan en llamarse un día de estos.  

Parece el comienzo de algo…, canturrea su colega sin mirarla, nada más irse Germán (Un comienzo, un comienzo, de algo…).

La jornada laboral ha terminado. Camina hacia casa. Comerá algo y tal vez pase la tarde en la biblioteca municipal de su barrio. Adora las bibliotecas; todo reposa en esos lugares, el frío siempre queda fuera y nada la agrede ni la juzga. En el trayecto la sostiene una rara ingravidez (Tal vez esté enferma), pero no se encuentra mal (El cansancio… ha desaparecido, cielo azul, muy azul, pájaros y voces, ruidos de ciudad, nada me molesta, todo está bien, fluye, las cosas parecen ser como tienen que ser, de alguna manera todo ocupa su lugar, llamaré a Germán en un par de días). 

Esa tarde, se cruza con una pareja en la biblioteca. Andrea va de regreso a sus lecturas y ellos parecen dirigirse a la salida. Caminan muy lentamente agarrados de la mano. Supone que habrán rebasado ampliamente los setenta años. Él cubre su cabeza con una boina, bajo la que asoman mechones de cabello corto y cano. Su atuendo es en tonos oscuros de grises y azulados. Mira tranquilamente a su alrededor, y a su lado una mujer, más delgada, de cuya mano no parece tirar, tan solo acompañarla en un natural balanceo. Ella por su lado viste en los mismos colores, media melena entrecana y recogida atrás, sobre una cara surcada de arrugas que no han conseguido apagar sus ojos claros y levemente melancólicos, pero no del todo tristes.

Se van alejando y entonces su mirada se posa en los pies de la pareja. Caminan acompasados: izquierda, derecha, mismo pie, idéntico gesto. Suben varias escaleras ya enfilando el tramo final hacia la calle, siempre juntos de la mano, y su andar pierde por un momento la sincronía. Una emoción difusa la invade entonces y contiene el aliento, pero tras el último escalón y casi ya perdiéndolos de vista, sus pasos se igualan otra vez, unidas sus manos todo el tiempo.

Andrea suspira de gozo…


David Sánchez-Valverde Montero (Casi extintos. Casi eternos)

Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz

 

 

viernes, 28 de enero de 2022

De naufragios y sirenas...

 




De naufragios y sirenas…


“¿Tienes paciencia de aguardar a que tu fango se decante y el agua sea clara?

¿Puedes permanecer inmóvil hasta que la acción justa aflore por sí misma?”.

Lao Tse (Tao Te Ching)

De naufragios y sirenas…

 

Una bocanada de aire más salada de lo habitual me arrancó del sueño. Una fina capa gris tiznaba mi piel, que solo mostraba su color humano siguiendo los surcos del sudor. Me incorporé en el catre como un resorte, observando en derredor y abriendo el resto de los sentidos al lúgubre escenario: la bodega del barco se mecía, parecía respirar a través de sus casi negras paredes. Mis enrojecidos ojos, acostumbrados a un sueño oscuro y espeso, reconocieron la húmeda estancia, una pequeña mesa de madera a mi lado, una silla metálica oxidada en los bordes del respaldo, la cortina raída que bailaba con el creciente viento de ahí afuera. Aguzando un poco más el oído, dejando que sobre el lienzo del aire el sonido marcara su relieve, comencé a distinguir primero un leve siseo, que a los pocos segundos mutó a un fragor líquido, habitual, reconocible para mí. Entonces, me lancé como un grito hacia el lugar aproximado en el que mi oído lo ubicaba, hacia algún punto en la proa. A los pocos pasos, el contacto de mis pies con unos dos centímetros de agua me recorrió con una fría, casi eléctrica sacudida, hasta la nuca. Ahí estaba, justo a mi derecha, apenas iluminada por una oscilante vela, la sangrante herida que laceraba el casco.

Lo había conseguido otra vez. Apenas había dormido, pero amaneció ese día y me sentía bien. Un inusitado bienestar me traspasaba. Era consciente de que había logrado sellar la última vía de agua en mi maltrecho barco. Ahora, el navío dejaba, casi silente, a no ser por los continuos y suaves crujidos de la madera al acomodarse, que el océano lo acunara. Sabía que solo era cuestión de tiempo que el mar asestara otro golpe, que abriese una nueva herida en la vieja embarcación. Habría que apresurarse nuevamente entonces, correr frenéticamente como siempre de un lado a otro, rastreando el origen del agua, proa, popa, babor, estribor, intentar incansablemente bloquear de nuevo el torrente que amenazara con mandar el pequeño barco a pique.

Subí entonces la escalinata que conducía a cubierta, que al igual que un espinazo doliente crujió bajo cada uno de mis pasos. Era el mío un pequeño velero; vela mayor y foque. Apenas podría albergar a dos o tres almas. Nada más apartar la mohosa cortina que a modo de escotilla separaba la bodega del exterior, el sol hirió mis ojos sin piedad, impidiéndome ver al principio al formidable ser, que caprichosamente se dejaba balancear sentado en un costado a popa. Me aproximé despacio, entre maravillado y curioso, aunque con un poso también de miedo y repulsión, al observar aquella brillante cola de pez, de un turquesa metálico que reverberaba de todos los colores al incidirle la luz del astro rey. Súbitamente, la criatura se giró e hizo ademán de huir hacia el agua, pero una súplica a lomos de la palabra ¡espera! en mi boca, la hizo desistir.

No lo podía creer. No lograba recordar cuánto tiempo llevaba en el mar, pero en toda mi larga travesía estaba seguro de que jamás había visto ser semejante: bóvedas celestes de ensueño, infinitas, seres marinos de toda condición, aguas iridiscentes, mágicas, la espalda del océano dormido y en contra, sus furibundas tormentas, los zarpazos de la bestia azul; pero nunca una sirena. La observé, parecía sonreír sin hacerlo, con una mezcla de calma y traviesa lascivia. Sus ojos, que me escudriñaban un instante para apartarse al siguiente y volver a mirarme: de un azul tan azul que no era de este mundo. Sentí entonces que perdía el aliento, que el tiempo se había desintegrado, que toda una vida valía ese instante. Hubiera quedado así, trastornado por el hechizo durante días, pero la mujer-pez dijo:

Pareces cansado…

Todavía embelesado por la belleza de la criatura, dejándome caer por su media melena dorada al sol saturada por preciosos tirabuzones, cavilé unos segundos qué contestar, pues el cansancio que lastraba mis pensamientos era para mí parte de mi esencia, el peso de mi cotidiana sombra, el producto del trabajo diario, de mi titánica lucha contra y por la vida.

Supongo que lo estoy, acerté a decir. No creía que existierais…

Ladeó levemente la cabeza: Siempre hemos estado aquí… ¿Cuánto tiempo llevas en el mar?

Partí hace ya mucho tiempo… he perdido la cuenta de los días, contesté. Buscando nuevas oportunidades, tal vez algunas respuestas. Al poco, me extravié en una tormenta y desde entonces no he avistado tierra ni embarcación de ninguna clase.

¿Contra qué luchas?, preguntó la sirena.

Contra el océano y sus arrebatos de cólera, para sobrevivir y para…

¿Contra el océano?, me interrumpió ella. Surgió entonces en la criatura una carcajada irresistible, contagiosa, tan bella como su alegre boca, que no cesó en un rato, mientras yo la observaba con una media sonrisa, incapaz de sentirme ofendido, atrapado en la fresca alegría de la sirena. Era una risa honesta, espontánea, sin dobleces, surgida de un sincero asombro ante lo que había oído. Tras recomponerse un poco pero aún no pudiendo reprimir el gesto risueño, preguntó:

¿Qué crees que pasaría si no lucharas?

Si no luchara…, comencé para ganar unos segundos y ordenar mi mente… Apoyé mi mano izquierda en el mástil. No recordaba la última vez que había hablado con alguien que no fuera yo mismo, y me costaba esfuerzo mantener la lógica dialéctica, el mágico instante en que dos mentes, dos mundos, intercambian ideas. Si no luchara, continué, moriría sin duda. El barco acabaría sus días en el fondo y yo no duraría demasiado en este desierto de agua.

Ella pareció ensimismada unos minutos. Las gotas de mar comenzaban a secarse sobre su piel de mujer. Reparé entonces en sus pequeños senos, en los que asombrosamente no me había fijado hasta el momento. Y es que toda ella no portaba atuendo alguno, y pudo ser que por mostrarse así desde su aparición, no me hubiera atrapado ningún área velada, escondida, presa de una expectativa, de un deseo.

Quizás morirías, dijo la sirena. Todos lo haremos. Pero eso no parece lo más importante. Permaneces aquí, en la superficie del mundo sin comprender nada, malviviendo en un navío herido, luchando contra las mismas fuerzas que te han creado, esperando que algo cambie. Para vivir se necesita valor… Pobre humano, solo ansías sobrevivir.

Sobrevivir…, articulé.

Ahora, debo irme.

Pero, ¿volveré a verte?

Eso depende de ti, dijo la mujer-pez. Y seguidamente se zambulló sin hacer ruido. Me asomé a las aguas con la vana esperanza de que la sirena volviese a aparecer, pero no lo hizo, y quedé así, contemplando la lámina inclemente del ponto que ahora nos separaba.

Tras la marcha de la sirena, tras el breve encuentro con sus palabras, me sentí huérfano, más perdido, más náufrago de mí mismo de lo habitual, con el eco de lo dicho por la mujer-pez rebotando en mi interior, abotargado, vencido, casi enfermo, vapuleado por aquellas nuevas ideas que sacudían mi mundo, mis escasas seguridades y asideros a la cordura. Y fue al aproximarme a esa frontera, a ese abismo del propio yo donde todo comienza a desdibujarse, derritiéndose, mutando de perspectiva, que se hizo visible el absurdo de todo afán, el negativo de nuestro paso por la existencia, el aparente sinsentido de los días, el perenne desgarro que alumbra en el ser humano consciente la búsqueda de sentido, seguridad y trascendencia en un vórtice en perpetua fluctuación, en un universo brutal y despiadado. Supe algo entonces, casi indefinible, hecho a la vez de miedo y calma, de vértigo y silencio; miré mis manos, sucias, gastadas, el poderoso instrumento de la voluntad. Cubrí mi rostro con ellas y lloré, durante largo tiempo, por mi condena y mi triunfo.

Aquella noche, tras una cena frugal de pescado crudo y agua de lluvia, dejé caer mi triste y famélico cuerpo en el catre, consciente de una decisión irrevocable a la que habían conducido la secuencia de acontecimientos, inexorable, aterradora. El camastro chirriaba al vaivén de las olas, con cada uno de mis movimientos, la bodega parecía alejarse para luego regresar muy cerca de los ojos; una sensación próxima a la náusea ocupó mi garganta. Sabía de antemano que no dormiría. Únicamente debía aguardar la embestida del animal que ya comenzaba a agitarse fuera, el leviatán furioso que despertaba bajo un cielo gris, casi añil, preñado, a punto de abrirse sobre el piélago, y encima del cual parecía imposible que aguardara la luz, la esperanza, un mañana…

El barco comenzó a balancearse, a crujir de dolor como siempre hacía cuando el océano braceaba en su sueño de eones. Esta vez no me movería del catre: solo esperar. La pregunta de la sirena reverberaba en mi mente: ¿Qué crees que pasaría si no lucharas? La interrogación se distorsionaba, se retorcía, recorría el navío como un viento demenciado. Ahora la cuestión no la formulaba una bella criatura marina; emanaba del mar, del profundo abismo, del cielo cerrado, de las fauces de un gigantesco Kraken que se disponía a asestar el golpe de gracia al enloquecido bajel.

El navío dejó repentinamente de moverse: una quietud, un silencio nunca antes sentido, ni siquiera en los días de calma total. Percibía yo ahora en toda su amplitud el discurso interno de mis pensamientos, la pugna entre mis deseos, mis emociones y pulsiones, el desgarro. Pero no hube de esperar gran cosa; pues tras un ligero escore en el barco un enorme impacto destrozó el casco a estribor, abriendo una brecha formidable por la que rugía un río de pesadilla, anegándolo todo en segundos, bajo una atmósfera irreal en la que todo se agolpaba, mis pensamientos, mi terror, el regusto de agua salada, los sonidos atronadores de una naturaleza salvaje que no conocía el miedo ni el perdón. Aún tuve tiempo de consolarme, pensando que no hubiera podido hacer nada por el navío aunque me hubiese dejado la piel.

Tras un tiempo imposible de precisar, supongo que mi cuerpo quedaría suspendido bajo el agua, inane, mientras los restos del naufragio dormirían ya en el fondo, desperdigados sobre el suelo de un océano hostil…

 

… El tapiz de lo audible acogió otra vez el sonido, y entonces volví a oír, a escuchar de nuevo. Un susurro a lo lejos, en el cuerpo de la sirena desnuda; pez y mujer que me llamaba, casi tocándome. Perdido como estaba la esperé; ella entonces se hizo visible y su mano entrelazó mis dedos, tirando de mí hacia la superficie de un océano en calma. No quise soltarla, pero no tenía fuerzas para retenerla; y ella ya se alejaba sobre el agua, fundiendo y abrazando su cuerpo en el horizonte de un amanecer en llamas.

Con el arrullo de las olas, con apenas esfuerzo, alcancé una orilla: era una playa extraña, un rincón del universo que parecía ajeno al mundo, pero el contacto con la fina arena hacía vibrar íntimos, remotos recuerdos. Volví mis ojos hacia el insondable piélago que jugaba con el infinito, indiferente a mi mirada. Mutaba de color el cielo, vistiendo y desnudando a su antojo los canales del cosmos, y la densa vegetación que abrazaba la arena parecía reflejar una promesa, dormidos secretos, esperanzas, sueños, desvaríos, miedo; mientras el Ser que allí anidaba exhalaba su aliento eterno, de agitar de ramas y hojas, crujir de madera, animales ocultos, grutas y torrentes que horadan caminos subterráneos y todo lo conectan, regresando al agua, al mismo azul que casi me mata y que ahora abría su mano para posarme en tierra. Miré hacia mis pies: un desvencijado cayado, que parecía haber sido también entregado por el mar, reposaba a mi lado. Lo cogí, se adaptó bien en mi mano. Observé el muro verde, vivo y vibrante frente a mí; inspiré, conseguí sonreír, y me aventuré en la selva.  


David Sánchez-Valverde Montero (Casi extintos. Casi eternos) 

 

 

 

 

 

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