miércoles, 15 de julio de 2020

A ras de piel




A ras de piel

 

Una sabia mujer me dijo:

La emoción es el punto

donde mente y cuerpo se tocan.

 

Así que, pienso yo,

por eso será que cuando una sonrisa

se abre paso aquí adentro,

esta piel mía respira profundo

y un tenue gozo se abre al momento.

 

Y así también por ende,

cuando una lágrima me rasga el rostro,

mi pecho se hace pequeño

y un hondo suspiro me cierra los ojos.


David Sánchez-Valverde Montero

Imagen: Iñaki Mendivi Armendáriz


viernes, 10 de julio de 2020

Mare nostrum


Mare nostrum

 

“La vida de la galera déla Dios a quien la quiera.” (Antonio de Guevara, 1480-1545)


    Pequeñas gotas de lluvia me despiertan. Seguidamente todo regresa: el hedor de los cuerpos, el agua sucia que va y viene a nuestros pies, las llagas en la piel bajo las argollas de hierro que nos encadenan. No recuerdo en qué soñaba, pero estaba en un lugar que no era este. ¡Aaaaaaah…!, otra vez aquí. Al menos las náuseas de los primeros días se han ido, aunque hayan sido superadas por otros tormentos. Miro hacia el cielo. Las velas están desplegadas, bajo la belleza de un techo estrellado que parece reírse de nosotros. Delante, algo por encima en el extremo a popa, se adivinan algunas luces en la carroza, una especie de caseta para el timonel y los oficiales. Tras estos largos meses he ido conociendo algo de la jerga del mar, aunque sea por las órdenes que atraviesan el aire sobre nuestras cabezas y empujan a la marinería de un lado para otro. Por lo demás, solo pasos aislados hacen crujir la madera a estas horas. Si cesa de llover y no se me cala esta manta, tal vez consiga dormir un poco más, aquí mismo sobre la piel del barco, en el mismo lugar donde bogo, como la bazofia que nos dan y hago todo lo que vivir exige.

¡Cuatro años a galeras!, sentenciaron las leyes.

El frutero que me acusó estaba tan borracho que pudo haber señalado a su santa madre. Los soldados a sus flancos le hacían preguntas y él se limitaba a asentir con mirada bovina:

            ¿Este es el hombre que le ha robado?

            ¿Afirma que además le atacó con saña golpeándolo con una estaca de madera?

Maldito seboso muerto de hambre… Doy fe de que yo pasaba una mala racha, que ni una moneda dormía en mis bolsillos y que algunas noches acabaron mal, pero no he robado a nadie; lo juro por Dios. En fin, escaseaban brazos para la Corona y yo estaba, como tantas otras veces, en el lugar equivocado. Cuatro años… No sabía bien lo que aquello significaba. En verdad, no creo que nadie pueda saberlo hasta que algo así le alcanza. Y de esta manera, tras poco tiempo en una celda inmunda, dio comienzo la verdadera condena. Yo, que no sé ni nadar, que todo lo que sabía de mar eran cuatro frases mal hechas.

Ahora sí; está amaneciendo. Todo adquiere el mismo color que las ropas que nos entregaron. Antaño una especie de pijamas, casaca y pantalón rojos; ahora desvaídas telas anaranjadas, hechas jirones, cuando no arrojadas al mar convertidas ya en trapos apestosos e inútiles. Los hombres van desperezándose, se oyen bostezos y gruñidos, almas que se agarran con desesperación al sueño que las rehúye. Los pesados pasos del cómitre ya se sienten en el espinazo del barco. Camina con parsimonia sobre la crujía, un pasillo elevado que divide la galera en dos entre ambas bandas de remeros. Su crueldad por suerte tampoco ha despertado todavía. Se detiene a mi altura por unos instantes; el látigo duerme aún en su cintura.

Es difícil de decir, pues vivo aquí encadenado, pero cuando no toca remar observo a mi alrededor, o poso los ojos sobre el poderoso mar, juego con algunos recuerdos, pocos, los que resulten menos dolorosos. Por eso creo que sumaremos unos ciento cincuenta remeros, a cuatro por remo y unos veinte remos por banda. La mayoría somos galeotes, chusma como yo, desgraciados condenados por la justicia. Entre nosotros también hay un buen número de esclavos, la mayoría musulmanes capturados. Y aparte los buenas boyas, aunque serán pocos: voluntarios que bogan por una paga; algunos son antiguos galeotes que ya han cumplido condena pero no saben adónde ir ni hacer otra cosa. Al menos no viven tan mal como el resto de los remeros; sin cadenas, mejor alimentados y con algo de libertad en sus pasos. Pueden de cuando en cuando dar una vuelta por tierra firme, retozar con alguna mujer de los puertos o al menos probar la suerte a los dados en los ratos muertos en alta mar. El resto de almas, por lo que alcanzo a adivinar, son una pequeña guarnición de infantería, además claro está, de la tripulación del barco, los hombres de mar que gobiernan bajo el capitán este trocito de infierno flotante.

Hubiera jurado que hoy sería un día claro, pero tras los tímidos albores de este amanecer, un banco de niebla azulada nos ha salido al paso. Doy vuelta a la cabeza todo lo que mi posición permite, y veo que apenas si se distingue la luz del fanal de popa de la galera que nos precede en la escuadra. En breve nos darán algo de comer: el diario bizcocho, esa galleta dura de pan cocido dos veces, y con suerte una escudilla de habas. Por ahora no remamos, el viento tensa las velas y apenas se adivina lo que mora más allá de la borda. Nos engulle una nube extraña, un silencioso vapor solo traspasado por voces sin rostro y alguna tos aislada; crujidos ocultos en la madera y el susurro del agua. Todo sigue, continúa, pero a la vez está parado; una eternidad neblinosa en la que parece respirar el mar. Nosotros, entumecidos, condenados de piel sucia y triste, nos miramos unos a los otros con los ojos cansados y un interrogante en los labios. 

Y entonces en un suspiro; no, más bien en un lamento, el espolón de otro barco nos sale a estribor. El impacto es colosal. Lacera nuestra galera como mantequilla caliente. Solo dos bancos por delante los hombres son arrollados y desaparecen ante mí. Gritos, alaridos, órdenes inútiles que se traga el mar. El agua ya me alcanza la cintura, congela mis miembros aterrados pero el choque ha roto las cadenas, mientras mi mirada enloquecida asiste a la debacle como si al tiempo le costase avanzar. Sangro por muchas partes, astillas, trozos de metal, rojo en el agua, manos desesperadas que se aferran a mí antes de hundirse, poco antes de que yo también sea engullido hacia el fondo.

 

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     Cae ante mis ojos entonces un telón negro; un aletargamiento que llena mi cabeza y después ocupa todo mi cuerpo. Siento que ya no soy dueño de mis actos. Tras el pavor de los primeros momentos, de los lamentos desesperados, nada llega a mis oídos: quizás un rumor, un eco apagado, mientras desciendo lentamente, casi sin peso, al fin libre de cadenas pero con la vida escapándoseme entre los dientes. Recuerdo ahora a mi abuelo, que a la vez fue mi padre y mi madre como pudo, pues mi padre cayó en batalla y mi madre al traerme al mundo. En mi memoria aparece siempre viejo, rudo pero a veces cercano, cuando me narraba sus historias de oficial en una galera de Su Majestad. Siempre sospeché que aquel anciano decrépito no habría llegado a tan alto rango, pero qué más daba, cuando recordaba en voz alta aquellos años, sus aventuras y penalidades, el miedo y el valor, la crueldad despiadada, quizá casi todo fantasías o delirios de la edad, pero ante mis ojos ávidos de aquel mundo posible que se adivinaba más allá de los lindes de nuestra aldea, todo eso me llevaba lejos, muy lejos… y acunaba mi corazón infantil como lo hubiera hecho una madre.  

Y en ese instante abro los ojos y ya casi me doy por muerto, pero unos labios acaban de soltar mi boca tras regalarme un hálito de vida. En verdad os digo que lo que veo no puede ser, no podría ser en este mundo; así que será el cielo, algún tipo de paraíso, azulado y líquido, inmenso y sin límites. Delante de mí, a escasos dos metros, una mujer de pelo rojo con minúsculos rizos de fuego, sonríe tras haberme besado. Viste una fina túnica blanca que oscila con suavidad, y deja ver por momentos relucientes bordados en oro. Una sonrisa se abre paso dentro de mí cuando recuerdo de nuevo los cuentos del viejo que me crio: sus luces evanescentes bajo el agua en la noche profunda, las estrellas fugaces en la bóveda del cielo, ojos relucientes que se asomaban en la superficie del mar y desaparecían como una alucinación, compañeros dados por muertos y después rescatados como por milagro que hablaban de extrañas mujeres y otros mundos allí abajo. Mi abuelo las llamaba… ¡sí! ¡Nereidas!, y juraba que no le hubiese importado morir en una batalla o tras un pavoroso naufragio y ser rescatado por ellas, descansar por siempre en aquel misterio aunque no volviese a pisar tierra.

Sumido por unos momentos en las quimeras de mi abuelo, me asalta de repente la falta de aire. Comienzo a agitarme inquieto y a mirar sobre mi cabeza: allí a lo lejos se adivina un techo débilmente iluminado. Pienso que no podré alcanzar la superficie, estoy casi seguro de ello, pero al bajar la mirada, mi boca es atrapada de nuevo y mi cuerpo henchido de aire. Seguidamente otra mujer se separa de mí lentamente y se deja ir al lado de la mujer pelirroja, La que acaba de ofrendarme otro retal de vida levita en el agua completamente desnuda, con el único atuendo de lo que parece ser alguna suerte de concha o coral adornando sus cabellos oscuros. ¿Qué fantasía es esta? Por mi izquierda surge ahora una tercera mujer. Porta un tridente en la diestra y se acerca a lomos de… ¡una gigantesca tortuga! Lentamente se sitúan ambas bajo mis piernas y la mujer que guía al monstruo, alargando su mano tira de uno de mis tobillos hasta sentarme tras ella sobre el animal. Se gira y me besa antes de que pueda siquiera ver su rostro. Un beso más prolongado que los dos anteriores: siento que algo insufla poderosamente este cuerpo mío de náufrago moribundo. Libera mis labios y ahora sí, la veo. Sus ojos primero, estanques verdes de iridiscencias doradas; su sonrisa blanca, irresistible; la melena rubia que me acaricia la cara al darse media vuelta y animar a su cabalgadura para que empiece a moverse. La tortuga vadea perezosa, y lentamente comenzamos a avanzar. Atravesamos las capas turbias que nos rodean y más allá de las cuales nada podía ver yo, pero ahora el agua es casi transparente, y descendemos montados en la bestia marina a más velocidad. Rodeo con cautela la cintura de la mujer que me guía. Palpo su piel bajo la sedosa túnica verde, sobre un cinturón plateado que corona sus caderas. Sus deliciosos pies desnudos rozan mis rodillas, y me sostiene algo benéfico, leve y luminoso; supongo que podría ser eso que llaman felicidad.

Apenas puedo creer lo que mis ojos descubren. Siluetas de edificios empiezan a dibujarse hasta hacerse claras y sólidas. Sí, edificios y calles, plazas y muros de piedra. Acometemos el vuelo entre un majestuoso pasillo porticado, una miríada de peces estallan entre las gigantescas columnas. Todo parece vacío, dormido aquí en las profundidades del Mediterráneo, como si nos contemplasen los siglos, tal vez milenios, un tiempo que alguna vez fue ahora sumergido en silencio. La tortuga sale a lo que parece un anfiteatro; sus gradas desnudas nos observan increíblemente intactas, y después nuestra estela recorre una avenida en la que algunos extraños monumentos y estatuas yacen partidos junto a sus pedestales: soberbias carrozas, tal vez héroes o reyes que portan tremendos escudos y cascos antiguos, espadas y lanzas que se entrecruzan y miran hacia las alturas, sostenidas por brazos fuertes aunque ya algunos mutilados, desgajados de sus torsos poderosos, arrojados al suelo sobre otros restos devorados por la arena, indescifrables para mí. El animal coge altura y sobrevolamos ahora una intrincada maraña de callejas que dormitan en penumbra; algunos techos parecen haber colapsado, y otras casas son ya solo un recuerdo, solitarias paredes azuladas. Casi he olvidado que debo respirar, ya comienza a faltarme el aire. Justo en este momento ella se gira, y sostiene mi sonrisa lánguida con la suya. Su mirada es el reflejo de una melancólica despedida. Me besa. Una fatiga profunda llena mi cuerpo; y todo se oscurece.

 

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    Voces desconocidas llegan hasta mí. Parecen atravesar capas de tierra desde profundidades tenebrosas. Siento cómo me izan en el aire y depositan mis huesos con no demasiada dulzura en un suelo duro. Algo se mueve, traquetea; viajo de seguro en un carro. El sol hiere mis ojos y apenas puedo mover estos miembros entumecidos. Me dejo hacer; y al poco, ya notando yo la sangre algo más viva, detienen el carro y dos hombres me ayudan a descender, echándome antes encima una manta de tejido basto. Mis pies titubean pero consigo caminar apoyándome un poco en los hombros de lo que parecen gente de mar, pescadores de algún pueblo cuyo nombre desconozco. Delante de nuestros pasos nos guía un tercer hombre más mayor, y tras él atravesamos el umbral de una taberna mal iluminada. Me golpea un olor a aguas estancadas. Mis ojos tardan unos momentos en revelarme los detalles con claridad. El tabernero, un hombre en la barra y tres hombres más ocupando una mesa del fondo nos miran un instante y vuelven a lo suyo. Las paredes grises son abrazadas por extensas redes de pesca como único ornamento, y al cabo de la barra se intuye un resplandor más intenso en lo que supongo será la cocina. Casi de improviso, me dejan caer en un taburete; los dos hombres que me han sostenido se sientan a ambos lados y el más viejo se dirige con un gesto al tabernero, ocupando después el lugar de la mesa justo enfrente de mí. Estoy tan débil que hablar se me antoja imposible; pero cuando veo posarse ante mis ojos incrédulos un plato de garbanzos humeantes y un vaso de vino, siento deseos de abrazar a estos ángeles rudos que me rodean. Ellos ríen y se miran divertidos. Devoro sin sutilezas lo que me han ofrecido. Todo me sabe a néctar. Empiezo a sentirme mejor y enderezo la espalda en el asiento. Paseo la mirada por las caras ajadas que me escrutan, procurando no fijar en ellas los ojos en demasía. El más viejo habla al fin:

            No vivimos muchas aventuras por estos lares. Anda, cuéntanos tu odisea de náufrago.

Les relato lo vivido. Al menos todo lo que alcanzo a recordar desde que partimos, y dado que no interrumpen mi narración y aguardan sin excesiva pasión pero con aparente interés, deshilacho todos los detalles que encuentro en mi memoria. Tras dejar caer la última palabra, el viejo lobo de mar posa sus ojos entre las manos nudosas. Los otros dos le dedican una mirada fugaz y regresan a sus vasos de vino. El marino me mira:

            Varios hombres más han sido rescatados en las playas de aldeas vecinas. También han aparecido algunos cuerpos hinchados. Nos han llegado noticias de una escuadra de galeras cristiana que tuvo un encuentro inesperado con otra escuadra turca. Parece que hubo una buena escaramuza y después ambas se distanciaron en la niebla. Dices que no sabes nadar, galeote, pero bien pudiste quedar aferrado a algún trozo de madera.

Echo una mirada furtiva a las cicatrices de mis tobillos. Le miro. Él mantiene el pulso con paciencia, casi diría que sonríe un poco.

            No, no creo que alcanzase así la costa, afirmo con aplomo.

El viejo estira el cuello y mira por encima de mí. Su voz resuena como un trueno.

            Compañeros…, dice. Parece que a los remeros de la Corona tienen a bien rescatarles ninfas cabalgando tortugas, ¿os lo podéis creer?

Todos los presentes estallan en una carcajada ronca. Hasta el tabernero ríe y niega con la cabeza. Poco después regresan a sus cosas. El que ha hablado ordena a los otros dos:

            Marchad a revisar los aparejos.

Uno de ellos emite un casi inaudible gruñido, pero ambos se levantan con ruido y atraviesan la entrada, recortándose sus siluetas en la luz por un instante. Nos quedamos solos. Él me observa en silencio un momento, ríe por lo bajo y me echa su enorme mano sobre el hombro.

            ¿Así que una Nereida portando un tridente, eh?, pregunta. Delicadas telas, bordados en oro, adornos exóticos, cuerpos desnudos y besos de salvación. ¿Todos esos prodigios y mucho más durmiendo allí abajo?

            Así es, contesto yo con tranquilidad.

La mirada del marino rueda sobre la mesa y queda anclada en algún lugar de su memoria. Un aroma salobre parece sostenernos.

A veces aparecen montadas sobre delfines, dice lentamente; y mirándome sonríe y susurra entre dientes: maldito truhan afortunado…

 

Fin 



David Sánchez-Valverde Montero

Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz

             

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