jueves, 23 de septiembre de 2021

Nada escapa a las Furias

 


A Hesíodo y sus Titanes, a Homero, a Helena, Aquiles y Héctor; donde todo empezó…

 

Nada escapa a las Furias


     Supe que el final estaba cerca. Al menos para mí en este mundo. Pero confiaba en que el pueblo lograse huir antes de que los aqueos arrasaran la ciudad o que en un impulso de piedad concediesen a Troya una derrota honorable. Pero mi corazón vacilaba por momentos y se hundía aterrado bajo la coraza de bronce: la cólera de Aquiles, el hijo de Peleo, ya se habría desatado, y yo conocía bien las ambiciones de Agamenón como para esperar clemencia.

Me hallaba sentado al borde del lecho. Mi amada Andrómaca estaría amamantando al niño abajo en las cocinas. Decía que el ruido de las cráteras, los cucharones, las copas, los calderos… y la mezcla de olores de especias traídas desde más allá de Babilonia, tranquilizaban a nuestro hijo Astianacte. La vi reclinada sobre el niño, los escasos rayos de luz que se filtraban desde los patios inferiores haciendo de oro sus cabellos, la piel algo gris, el gesto cansado pero colmado de amor… Me miré entonces las manos. Las manos de un príncipe troyano: Héctor, el domador de caballos. Endurecidas tras diez años de lucha al otro lado de las murallas, desvaídas hebras de suciedad en la piel, tal vez sangre, propia o ajena. La noche anterior había caído rendido en el lecho, me sentí incapaz de sacarme la armadura, siquiera de lavarme, entre la fatiga y las tribulaciones. Apenas dormí: veía entre la bruma a una de las tres Moiras, Átropo, cortando el hilo de mi vida con su ponzoñosa tijera; Láquesis y Cloto la observaban severas. ¿Quién guio mi espada contra el pecho de Patroclo, el amado de Aquiles? ¿Hera, Atenea, el mismísimo Zeus portador de la égida? ¿Quién sostuvo mi mano en esa fatídica hora? No pude esquivar al Destino. Nadie puede.

Menelao es el Rey de Esparta, y jamás perdonará la afrenta de mi hermano Paris. Y aunque Afrodita nublara su juicio y al final lo hiciese, su hermano Agamenón ya nunca soltará su presa, la ocasión de someter a Troya y controlar los codiciados pasos a Oriente. Ya poco importaba; Aquiles, el de los pies ligeros, estaría entonces armándose y libando su furia, destilándola, concentrándola en el punto en que la mano cierra contra la espada. Me incorporé; no había tiempo para un baño, pero sí para derramar sobre mi cabeza un poco de agua tibia que en su huida acariciase mi pelo, los párpados, mis labios secos, para quedar luego en la batea devolviéndome el reflejo, un rostro movido, evanescente.

Me dirigí seguidamente al salón para comer algo junto a mis padres. Comprobé que Paris y Helena no habían bajado todavía de sus aposentos. Mi madre Hécuba, delgada, consumida por el dolor bajo unas finas telas celestes, se esforzaba en sonreír, en dar entrega de los últimos restos de esperanza que atesoraba; su cara, apenas iluminada por la luz dorada del collar que vistió en su boda. A su lado, presidiendo la mesa rectangular, Príamo, su esposo y mi padre, más viejo que ella, los ojos hundidos sobre la barba cana y espesa. Portaba su corona, en un fútil intento de sostener su majestad herida. Pensé que no nos moriríamos de sed; el río Escamandro se encargaría de ello y los pozos de la ciudad lo aseguraban. Pero ver a su gente pasando hambre mataba poco a poco a mi padre: familias enteras de un pueblo antaño orgulloso, arremolinándose en torno a los carromatos de racionamiento, los niños sucios, descalzos, ancianos abandonados y harapientos. Su mirada casi no podía soportarlo; a pesar de los sacrificios hechos por Apolo y de los incansables rezos a la Diosa del amor.

Apenas hablamos en la mesa ese día. El último día. Mi memoria me acercó entonces aquellos momentos, hace ya una década, en que Paris y la Reina de Esparta cruzaron la muralla por las Puertas Esceas. Marchaban resplandecientes sobre el caballo albo de mi hermano; Helena delante de él con las piernas a un lado, y la multitud se acercaba, fascinada por su belleza casi divina, ella, que sonreía tímida tras los sutiles tirabuzones de fuego que velaban un poco su rostro, dejándose mecer junto a su amor mientras ascendían a Palacio escoltados por la Guardia, siempre bajo una lluvia de pétalos que flotaba en el aire por momentos. Lo recuerdo bien, y no solo por el bello desfile, sino por la punzada de odio que sentí hacia Paris por haber arrastrado la guerra hasta nuestras puertas. Y Casandra, tampoco puedo olvidar a mi desdichada hermana, estremeciéndose, cayendo luego de rodillas a mi lado en el balcón, estirándose del cabello y huyendo hacia el jardín como si el mismo Cerbero la persiguiera.

Pero el odio hacia mi hermano no duró mucho en mi pecho. ¿Quién puede hurtar el designio y capricho de los dioses? ¿Quién puede escapar al Destino? Andrómaca me susurraba algunas mañanas, casi entre sueños, cansada y desesperada: Héctor, abandonemos la ciudad junto a nuestro pequeño. Sabía al igual que yo que no era posible; las Furias nos hubieran perseguido hasta el mismo Hades. Y nos habrían dado caza.

¡Héctor! ¡Héctor! El eco de la voz de Aquiles recorrió los callejones de la ciudad. Llegó hasta mí y me alcanzó. Sabía que el mirmidón apenas podía contener la furia en el pecho. En ese mismo instante estaría mirando hacia las almenas, con sus ojos claros bajo el yelmo crestado de azul, los mechones rubios asomando por detrás; tal vez en su soberbia sedienta y desesperada ni siquiera se habría calado la armadura, su espada oscilando al calor del mediodía. Entonces, mis padres me miraron aterrados pero no dijeron nada, no podían: sabían al igual que yo cuál era mi deber. Toda una vida preparándome para ese momento. Me levanté pues, y a medio camino de nuestra habitación me topé con mi esposa Andrómaca en la escalera; Astianacte, nuestro hijo, yacía dormido, ahíto en sus brazos. Pasé a su lado y me siguió con el niño. Estuvo junto a mí en el instante en que oré a Apolo, a mi lado mientras me ceñía bien la coraza de bronce, vestía las relucientes grebas y me calaba el yelmo con el penacho rojo de crin de caballo. No dijo nada; tampoco podía. Nos abrazamos, el vástago dormido entre nosotros, con pequeños besos descendió ella por mi cuello. No era capaz de mirarme a la cara siquiera. Nos separamos y quedó allí, inmóvil, con sus ojos derramados por el suelo entre una pena infinita.

En Palacio reinaba un silencio extraño, suspendido sobre una espera dolorosa e incómoda. Nadie me salió al paso ni intentó detenerme. La Guardia abría sus lanzas entrecruzadas cuando me veía llegar. Alcancé el exterior. Descendí rápido el tramo que me separaba de las murallas. Algún carro se apartaba y levantaba un polvo seco y amarillento, las voces de niños que correteaban en torno al pozo; y las gentes, mi pueblo acercándose tímidamente, saliendo de sus casas, de los estrechos callejones, para hacer un pasillo a mi alrededor de miradas temerosas, apenadas, pero también sostenidas por un orgullo de piedra. De repente encontré los ojos de mi hermana Casandra entre la multitud. Ella lo sabía; sabía tantas cosas, desde hacía tanto tiempo… Nos despedimos con la mirada.

¡Las puertas!, ordené a la Guardia. Salí por fin a la explanada de arena frente a las murallas de Troya. Ahí estaba el hijo de Tetis, Aquiles, respirando agitado, la boca entreabierta dejando desnudos unos dientes que solo anhelaban venganza, su cuerpo perfecto y armónico, en un equilibrio destinado solo a los semidioses. Su carro yacía caído de lado a su espalda; él mismo lo había guiado, tal había sido su ímpetu. Como yo adiviné, no portaba armadura, tan solo dos cintas de cuero cruzaban su pecho: mi lanza de fresno buscaría en ese lugar su piel. No necesité situar el sol a mi espalda, pues a mediodía caía derecho sobre nuestras cabezas y ni siquiera las sombras nos asistían. Me giré hacia las murallas: los Reyes de Troya, mis padres, me observaban solemnemente. A un lado Paris y Helena miraban hacia abajo; sus hombros parecían pesarles. Justo antes de encarar al griego mi mirada se entrelazó con la de Afrodita, a la que creí ver llorar al lado de mi padre. Ni siquiera los divinos pueden soslayar al Destino… Sentí entonces un miedo intenso, que hormigueó entre mis dedos empujándome casi a dejar caer el escudo. Pero en ese mismo instante escuché la voz de la Diosa del amor en un susurro: Héctor, mi más valiente príncipe, nunca claudica, contra los vientos arremete.

Sin más demora arrojé mi lanza contra Aquiles. Se inclinó hacia adelante y pareció buscarla con el rostro. El proyectil resbaló por su carrillera, marcando el yelmo y erizando unas chispas de fuego que murieron en el aire. Se escuchó un rumor entre las bien dispuestas filas de aqueos que asistían al combate. El griego tiró su yelmo al suelo con ira y en alas de un rugido insoportable se abalanzó sobre mí. Desenvainé y dispuse el escudo. Asestó varios golpes sin descanso sobre él; tan rápidos y terribles que no encontré fuerzas para soltar estocada alguna, pues todo mi ser se agolpaba en el brazo que soportaba el escudo, reteniendo penosamente la furia del héroe, como si intentase casi en vano aguantar cerradas las puertas del Érebo.

Eché la rodilla al suelo y creo que entonces Apolo vino en mi ayuda, pues tras una brisa fresca sentí el empuje renovado en la mano que sostenía la espada. Aprovechando el eco de su último golpe me escurrí hacia su costado y le alcancé de tajo bajo las costillas. El semidios también sangraba; y tal vez pudiese morir… Se miró Aquiles con un gesto de desprecio el corte sangrante que ya teñía su cadera, pero antes de lanzarse otra vez contra mí, suspiró pesadamente y sonrió satisfecho.

¡Al fin un oponente de valía!, vociferó mirando hacia los cielos.

Aún soportaron mis brazos incontables encuentros con su metal, y sudó y sangró también el héroe griego; pero las Moiras ya se encontraban inquietas y su mirada hacía tiempo que estaba en mí fijada. En mi hora postrera, cuando toda la muralla se estremeció y Aquiles venció el bronce bajo mi corazón, los dioses quisieron que pudiera ver en el fondo de los ojos del Pelida, el hilo de su sino, confundido con el mío desde siempre, atrapados ambos al final en un nudo inquebrantable. Aquiles me miró entonces, y su voz era calmada: Gracias troyano. Nos vemos en el Hades…

 

                                    ***********************************

 

Astianacte arroja cantos rodados al Aqueronte. Aquí el tiempo no significa nada, y el río no fluye, es el lomo de plata de un león dormido. Oigo un chasquido a mi espalda (¿Será al fin mi Andrómaca amada?): una figura alta y encapuchada, cubierta por un manto gris que solo deja ver las sandalias, se acerca con prisa sin dejar de mirar hacia los lados. No siento miedo; ¿qué puede ya pasarme? Se descubre entonces frente a mí: sé que es Apolo. Aquí abajo no parece un dios; no reluce, no emana poder y sus gestos son los de un hombre asustado.

Saludos, Héctor. Si Hades me descubre en sus dominios montará en cólera y deberé responder ante Zeus, dice rápidamente sin dejar de vigilar su espalda. El niño se ha girado un momento pero sigue feliz a lo suyo.

¿Qué deseáis, mi dios?, pregunto haciendo una reverencia. ¿He dejado algo desatendido en la tierra de los vivos?

No, querido Príncipe de Troya. Solo he venido hasta aquí para decirte que a lo largo de milenios un poeta cantará tus pasos, y tu nombre atravesará el tiempo con no menos ímpetu que el de Aquiles.

¿Es eso cierto?

Tan cierto como que el griego también morará aquí más bien pronto que tarde, contesta el dios.

No deseo gloria. Ya no. Tuve todo lo que anhelé.

Lo sé, Héctor, lo sé.

No puedo reprimir una sonrisa, mientras Apolo mira a su alrededor y se funde con las sombras.



Cuento incluido en Casi extintos. Casi eternos.

Fotografía de Iñaki Mendivi Armendáriz

 

 

 

 

Entradas