sábado, 23 de octubre de 2021

El túnel ámbar


 

El túnel ámbar

“¿Alguien ha supuesto que es venturoso nacer? Me apresuro a informarle de que es tan afortunado como morir, y sé lo que me digo”.

Walt Whitman (Canto de mí mismo)


El túnel ámbar

 

Me dispongo a dejar estas líneas en papel, pues constituyen un legado que dudo que mis hijos resguarden. Tal vez lo transmitan (más bien lo comenten) en alguna ocasión informal, una reunión entre amigos o familiares, mayormente como motivo de broma o curiosidad, probablemente como el conjunto de desvaríos de un viejo. No me creen, nunca lo han hecho; pero no los culpo: este es un mundo sin dioses atestado de ciegos y sordos. Además, estoy casi seguro de que cada experiencia vital es casi intransferible; un esfuerzo generoso de empatía puede acercarnos el pulso de lo acontecido a otros, pero poco más.

Lo primero que siempre se dibuja en mi mente es una sensación poderosa: el calor en la mano de mi anterior esposa y compañera; lo poco que latía con fuerza en aquel escenario aséptico. Mis tres hijos de aquel tiempo iban y venían, mirándome siempre con mezcla de impotencia y pena, compartiendo torpemente conmigo al igual que la mayoría de las visitas, frases aprendidas, lugares comunes, rellenos forzados para espantar al siempre retornado silencio. Pero mi mujer no necesitaba nada de esto. Había aprendido a estar, solo a estar y ser a mi lado, desde hacía tanto que no sabría yo precisarlo. Me hablaba a ratos, sí, pero sus silencios decían mucho más: levantaban del suelo herido del presente polvo de recuerdos, de amor destilado por los años, soslayaban siquiera un poco la tiranía del tiempo en aquella blanca habitación de hospital, en la que todo se había detenido y condensado.

Yo era un viejo esperando en un muelle: la mortecina luz de la barca de Caronte no se adivinaba todavía entre la neblina, pero ya intuía que no se demoraría mucho más. Esta vez la parca paseaba inquieta a mi lado, no ya como algo anónimo que acontece a los otros, sino en forma presente, cercana, inaplazable. Sabía que no quedaba mucho, pues ya no me restaba nada por hacer, y sobre todo, el miedo casi constante que como una sustancia viscosa se adhería a mí desde hacía meses, se había casi desvanecido, siendo desplazado por una infantil curiosidad por lo que pudiera acontecer tras la muerte, cuando cayera el telón. Quizás hubiera respuestas o tal vez ninguna en absoluto; para el caso era lo mismo, si uno lo meditaba lo suficiente.

Recuerdo que en los últimos momentos, cuando todavía atesoraba una mínima lucidez pero ya empezaba a faltarme el aliento, nos encontrábamos solos mi mujer y yo:

¿Necesitas algo, corazón?, preguntó generosa al igual que si estuviéramos a solas en una playa infinita. La miré como a través de una fina tela gris que no me impedía observar las arrugas que lastraban su rostro; las mismas que no habían vencido ni a su voz ni a su mirada, los recónditos fulgores de la mujer que latía bajo la vejez. Ella también sabía que mi partida estaba cerca, pero la aceptación era una de sus virtudes, y no me abandonaría hasta el final.

Si puedes, no me sueltes ahora…, creo que alcancé a susurrar. Entonces, sus ojos se saturaron de lágrimas que intentó en vano contener, y mientras mi mirada descendía por su cara siguiendo el surco líquido del dolor, el espacio se fundió a negro con suavidad.

No sabría precisar el tiempo, a lo más mi experiencia temporal subjetiva, pues las referencias, la sucesión lógica, los espacios familiares y cotidianos, se desintegraron. Desde luego, no se trató de un tránsito largo, un puñado de minutos como mucho. Lo que considero que era mi consciencia, despertó nuevamente, avanzando con lentitud por lo que parecía un corredor de paredes anaranjadas, casi translúcidas, que despedían reflejos ambarinos al incidirles una luz remota y leve que parecía emanar del final del túnel. Mi primer movimiento fue comprobar la presencia de mi cuerpo, pero no hallé ni siquiera unos frágiles dedos con los que tocarme la cara, solo el espacio vacío donde deberían ubicarse. Mientras, el impulso leve pero incontenible continuó arrastrándome. Intenté abarcar más espacio en mi campo de visión, pero era muy limitado, apenas lo que discurría frente a mí y pequeños ángulos de movimiento visual en derredor y siempre hacia adelante, resultándome imposible mirar atrás. Supongo que ahí quedaría la oscuridad de mi mundo ya extinto. Poco a poco, embargado por ese sutil misterio hecho movimiento, en lo que supuse era el final de esta especie de galería, la luz se fue expandiendo hasta abrazarlo todo, anulando casi por completo el ámbar de las paredes, fundiendo el espacio a blanco esta vez.

Y entonces… voces superpuestas, ininteligibles para mí, otra luz pero esta diferente, cegadora, nuevos contornos, sombras, el roce, contacto nuevamente pues había piel, había cuerpo, y sentía frío, mucho frío… Y esto lo recuerdo bien: un gemido animal, un escalofrío, y el inequívoco despertar del llanto de un recién nacido.

Todo esto que relato ahora con cierta soltura rebasados largamente los sesenta años, empezó a filtrarse en mis recuerdos en plena adolescencia. Le he dado muchas vueltas, pero la razón no puede alcanzar las estrellas, y mis intentos por configurar una explicación lógica, aceptable y posible, son arriesgados y frágiles: tras un accidente en bicicleta cuando tendría yo alrededor de dieciséis años, creo que se rompió algo más que mi clavícula y mi muñeca. En mi lance de juventud, con ese aura inmortal, esa atracción por el riesgo, me fue imposible dar una curva pronunciada, y antes que en el asfalto, me dio tiempo a decantarme por caer en un campo sembrado. Creo que no llegué a perder el conocimiento, y tras unos segundos me incorporé, algo roto y magullado, levemente conmocionado, pero vivo. Las lesiones físicas cicatrizaron pronto, pero algo comenzó a esbozarse en mi memoria, en el relato de uno mismo que todos llevamos dentro. Primero se fue depositando en forma de sueños deslavazados, después como inesperadas sincronías y ocasionales revelaciones que se abrían paso ya de manera más sólida, imponiéndose con rotundidad, vívidamente, dispuestas a enraizarse en mi interior.

En fin, creo haber llevado una buena vida. Mi compañera no ha llegado a cansarse demasiado de mí, y mis dos hijos parecen quererme. Estoy seguro (todo lo que un humano puede estarlo) de que regresaré al ámbar. He intentado comunicar esta confianza a mi mujer, la cual dice creerme, aunque pienso que nunca ha precisado de mis iluminaciones para poder vivir. Mis hijos viven en un mundo que se me escapa, rodeados de gestos crispados, imágenes continuas y reclamos sin descanso. Sospecho que no me creen, aunque he procurado legarles esta serenidad, este aliento de calma con la que aplacar el miedo y la angustia, mi casi certeza de que los límites son fluidos, que el sentido se nos esconde, pero está ahí, muy cerca, que tal vez sea juego y sueño, aunque el mundo siempre esté en llamas.

De vez en cuando, siempre en fin de semana, mi hijo mayor se pasa a vernos. Recuerdo un día que me miraba con gravedad. Habíamos comido y un sutil sopor adormecía nuestros cuerpos. Sus ojos me escrutaban a través de la cortina luminosa que el sol filtraba por la ventana en una hora crepuscular. El tiempo se entretenía haciendo levitar las partículas de polvo en el casi ingrávido haz de luz: uno de esos instantes fantásticos en los que se intuye que se es eterno. Creo que él adivinaba que yo estaba pensando en el ámbar; sospeché que al menos en algunos raros momentos mi hijo dudaba.

Papá... muy a menudo tengo miedo… Se echó a llorar de forma incontenible justo al soltar la última sílaba, y su dolor me golpeó de lleno casi seguidamente, con una sacudida de malestar que se parecía a la culpa; que era culpa. Entonces, pensé en mi hija: ella era más alegre, más impermeable, más inconsciente; más feliz. Arrojados al mundo y al tiempo sin recordar casi nada: tan poco tiempo para aprender a vivir, para aprender a morir. Miraba él hacia abajo avergonzado, seguía sollozando pero ahora casi en silencio, pues solo quedaban ya en su alma algunos posos de dolor.

Debo parecer un idiota. Suspiró largamente. Es que cada vez con más frecuencia una angustia intensa me paraliza. El absurdo y la ansiedad me desbordan.

Empujé con el codo una pequeña vasija de arcilla hecha por mi esposa, en la que atesoraba mis canicas de la infancia. Rodó por el suelo mientras su contenido esférico tintineaba sobre el parquet, perdiéndose entre los pies de mi hijo y más allá, bajo las sombras de la mesa.

¿Me echas una mano? No ando bien de la vista últimamente.

El dolor pareció ausentarse por un momento de su cara mientras se arrodillaba junto a mí. Las viejas canicas iban restallando de vuelta en el pequeño cuenco. Así, tras unos segundos de atención y posturas algo forzadas volvimos a nuestros asientos. Él inspiró y soltó el aire sin hacer ruido. Le observé con calma ahora yo.

El sentido…, comencé. El sentido es aprender a estar para algún día saber ser, solo ser, y recoger las canicas con atención cuando estas se caigan, todas las veces que lo hagan, una y otra vez, pues intuyo que en buena parte no dependen en absoluto de nosotros. ¿Quieres que las vuelva a tirar?

No hace falta papá… Por fin sonreía. ¿Puedes contarme otra vez la historia del túnel?

Su madre apareció en el salón y se sentó a mi lado. Sus dedos entrelazados con los míos me trajeron de nuevo a la mente aquel hospital, junto a esa otra mujer, en contacto con el mismo calor.

El ámbar…, susurré. Yo era un viejo esperando en un muelle…



David Sánchez-Valverde Montero (Del libro de relatos "Casi extintos. Casi eternos". Ed. Amaniel 2019)

 

 

 

 

 

 

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