El túnel ámbar
“¿Alguien ha supuesto que es venturoso nacer? Me apresuro a informarle de que es tan afortunado como morir, y sé lo que me digo”.
Walt
Whitman (Canto de mí mismo)
El túnel ámbar
Me dispongo a dejar
estas líneas en papel, pues constituyen un legado que dudo que mis hijos
resguarden. Tal vez lo transmitan (más bien lo comenten) en alguna ocasión
informal, una reunión entre amigos o familiares, mayormente como motivo de
broma o curiosidad, probablemente como el conjunto de desvaríos de un viejo. No
me creen, nunca lo han hecho; pero no los culpo: este es un mundo sin dioses
atestado de ciegos y sordos. Además, estoy casi seguro de que cada experiencia
vital es casi intransferible; un esfuerzo generoso de empatía puede acercarnos
el pulso de lo acontecido a otros, pero poco más.
Lo primero que siempre
se dibuja en mi mente es una sensación poderosa: el calor en la mano de mi
anterior esposa y compañera; lo poco que latía con fuerza en aquel escenario
aséptico. Mis tres hijos de aquel tiempo iban y venían, mirándome siempre con
mezcla de impotencia y pena, compartiendo torpemente conmigo al igual que la
mayoría de las visitas, frases aprendidas, lugares comunes, rellenos forzados
para espantar al siempre retornado silencio. Pero mi mujer no necesitaba nada
de esto. Había aprendido a estar,
solo a estar y ser a mi lado, desde
hacía tanto que no sabría yo precisarlo. Me hablaba a ratos, sí, pero sus
silencios decían mucho más: levantaban del suelo herido del presente polvo de
recuerdos, de amor destilado por los años, soslayaban siquiera un poco la
tiranía del tiempo en aquella blanca habitación de hospital, en la que todo se había detenido y condensado.
Yo era un viejo
esperando en un muelle: la mortecina luz de la barca de Caronte no se adivinaba
todavía entre la neblina, pero ya intuía que no se demoraría mucho más. Esta
vez la parca paseaba inquieta a mi lado, no ya como algo anónimo que acontece a
los otros, sino en forma presente, cercana, inaplazable. Sabía que no quedaba mucho, pues ya no me restaba nada por hacer, y
sobre todo, el miedo casi constante que como una sustancia viscosa se adhería a
mí desde hacía meses, se había casi desvanecido, siendo desplazado por una
infantil curiosidad por lo que pudiera acontecer tras la muerte, cuando cayera
el telón. Quizás hubiera respuestas o tal vez ninguna en absoluto; para el caso
era lo mismo, si uno lo meditaba lo suficiente.
Recuerdo que en los
últimos momentos, cuando todavía atesoraba una mínima lucidez pero ya empezaba
a faltarme el aliento, nos encontrábamos solos mi mujer y yo:
¿Necesitas algo,
corazón?, preguntó generosa al igual que si estuviéramos a solas en una playa
infinita. La miré como a través de una fina tela gris que no me impedía
observar las arrugas que lastraban su rostro; las mismas que no habían vencido
ni a su voz ni a su mirada, los recónditos fulgores de la mujer que latía bajo
la vejez. Ella también sabía que mi
partida estaba cerca, pero la aceptación era una de sus virtudes, y no me
abandonaría hasta el final.
Si puedes, no me
sueltes ahora…, creo que alcancé a
susurrar. Entonces, sus ojos se saturaron de lágrimas que intentó en vano
contener, y mientras mi mirada descendía por su cara siguiendo el surco líquido
del dolor, el espacio se fundió a negro con suavidad.
No sabría precisar el
tiempo, a lo más mi experiencia temporal subjetiva, pues las referencias, la
sucesión lógica, los espacios familiares y cotidianos, se desintegraron. Desde
luego, no se trató de un tránsito largo, un puñado de minutos como mucho. Lo que
considero que era mi consciencia, despertó nuevamente, avanzando con lentitud
por lo que parecía un corredor de paredes anaranjadas, casi translúcidas, que
despedían reflejos ambarinos al incidirles una luz remota y leve que parecía
emanar del final del túnel. Mi primer movimiento fue comprobar la presencia de
mi cuerpo, pero no hallé ni siquiera unos frágiles dedos con los que tocarme la
cara, solo el espacio vacío donde deberían ubicarse. Mientras, el impulso leve
pero incontenible continuó arrastrándome. Intenté abarcar más espacio en mi
campo de visión, pero era muy limitado, apenas lo que discurría frente a mí y
pequeños ángulos de movimiento visual en derredor y siempre hacia adelante,
resultándome imposible mirar atrás. Supongo que ahí quedaría la oscuridad de mi
mundo ya extinto. Poco a poco, embargado por ese sutil misterio hecho
movimiento, en lo que supuse era el final de esta especie de galería, la luz se
fue expandiendo hasta abrazarlo todo, anulando casi por completo el ámbar de
las paredes, fundiendo el espacio a blanco esta vez.
Y entonces… voces
superpuestas, ininteligibles para mí, otra luz pero esta diferente, cegadora,
nuevos contornos, sombras, el roce, contacto nuevamente pues había piel, había
cuerpo, y sentía frío, mucho frío… Y esto lo recuerdo bien: un gemido animal,
un escalofrío, y el inequívoco despertar del llanto de un recién nacido.
Todo esto que relato
ahora con cierta soltura rebasados largamente los sesenta años, empezó a
filtrarse en mis recuerdos en plena adolescencia. Le he dado muchas vueltas,
pero la razón no puede alcanzar las estrellas, y mis intentos por configurar
una explicación lógica, aceptable y posible, son arriesgados y frágiles: tras
un accidente en bicicleta cuando tendría yo alrededor de dieciséis años, creo
que se rompió algo más que mi clavícula y mi muñeca. En mi lance de juventud,
con ese aura inmortal, esa atracción por el riesgo, me fue imposible dar una
curva pronunciada, y antes que en el asfalto, me dio tiempo a decantarme por
caer en un campo sembrado. Creo que no llegué a perder el conocimiento, y tras
unos segundos me incorporé, algo roto y magullado, levemente conmocionado, pero
vivo. Las lesiones físicas cicatrizaron pronto, pero algo comenzó a esbozarse
en mi memoria, en el relato de uno mismo que todos llevamos dentro. Primero se
fue depositando en forma de sueños deslavazados, después como inesperadas
sincronías y ocasionales revelaciones que se abrían paso ya de manera más
sólida, imponiéndose con rotundidad, vívidamente, dispuestas a enraizarse en mi
interior.
En fin, creo haber
llevado una buena vida. Mi compañera no ha llegado a cansarse demasiado de mí,
y mis dos hijos parecen quererme. Estoy seguro (todo lo que un humano puede
estarlo) de que regresaré al ámbar. He intentado comunicar esta confianza a mi
mujer, la cual dice creerme, aunque pienso que nunca ha precisado de mis
iluminaciones para poder vivir. Mis hijos viven en un mundo que se me escapa,
rodeados de gestos crispados, imágenes continuas y reclamos sin descanso.
Sospecho que no me creen, aunque he procurado legarles esta serenidad, este
aliento de calma con la que aplacar el miedo y la angustia, mi casi certeza de
que los límites son fluidos, que el sentido se nos esconde, pero está ahí, muy
cerca, que tal vez sea juego y sueño, aunque el mundo siempre esté en llamas.
De vez en cuando,
siempre en fin de semana, mi hijo mayor se pasa a vernos. Recuerdo un día que
me miraba con gravedad. Habíamos comido y un sutil sopor adormecía nuestros
cuerpos. Sus ojos me escrutaban a través de la cortina luminosa que el sol
filtraba por la ventana en una hora crepuscular. El tiempo se entretenía
haciendo levitar las partículas de polvo en el casi ingrávido haz de luz: uno
de esos instantes fantásticos en los que se intuye que se es eterno. Creo que él adivinaba que yo estaba pensando en el
ámbar; sospeché que al menos en algunos raros momentos mi hijo dudaba.
Papá... muy a menudo
tengo miedo… Se echó a llorar de forma incontenible justo al soltar la última
sílaba, y su dolor me golpeó de lleno casi seguidamente, con una sacudida de
malestar que se parecía a la culpa; que era
culpa. Entonces, pensé en mi hija: ella era más alegre, más impermeable,
más inconsciente; más feliz. Arrojados al mundo y al tiempo sin recordar casi
nada: tan poco tiempo para aprender a vivir, para aprender a morir. Miraba él
hacia abajo avergonzado, seguía sollozando pero ahora casi en silencio, pues
solo quedaban ya en su alma algunos posos de dolor.
Debo parecer un idiota. Suspiró largamente. Es que cada vez con más frecuencia una angustia intensa me
paraliza. El absurdo y la ansiedad me desbordan.
Empujé con el codo una
pequeña vasija de arcilla hecha por mi esposa, en la que atesoraba mis canicas
de la infancia. Rodó por el suelo mientras su contenido esférico tintineaba
sobre el parquet, perdiéndose entre
los pies de mi hijo y más allá, bajo las sombras de la mesa.
¿Me echas una mano? No
ando bien de la vista últimamente.
El dolor pareció
ausentarse por un momento de su cara mientras se arrodillaba junto a mí. Las viejas
canicas iban restallando de vuelta en el pequeño cuenco. Así, tras unos
segundos de atención y posturas algo forzadas volvimos a nuestros asientos. Él
inspiró y soltó el aire sin hacer ruido. Le observé con calma ahora yo.
El sentido…, comencé.
El sentido es aprender a estar para
algún día saber ser, solo ser, y recoger las canicas con atención
cuando estas se caigan, todas las veces que lo hagan, una y otra vez, pues
intuyo que en buena parte no dependen en absoluto de nosotros. ¿Quieres que las
vuelva a tirar?
No hace falta papá… Por fin sonreía. ¿Puedes contarme otra
vez la historia del túnel?
Su madre apareció en el
salón y se sentó a mi lado. Sus dedos entrelazados con los míos me trajeron de
nuevo a la mente aquel hospital, junto a esa otra mujer, en contacto con el
mismo calor.
El ámbar…, susurré. Yo
era un viejo esperando en un muelle…
David Sánchez-Valverde Montero (Del libro de relatos "Casi extintos. Casi eternos". Ed. Amaniel 2019)
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