domingo, 9 de febrero de 2020

Muros de cristal


Muros de cristal

         El pequeño pez boquea en la penumbra. Intenta atrapar un oxígeno que de nada le sirve. Casi ha dejado de moverse, de serpentear hacia ningún lugar. Sus escamas naranjas se ven más oscuras aquí afuera, sobre las sombras del parquet, y sus sentidos se apagan bajo la amenaza de una creciente oscuridad.

***

Dos días atrás, se movía lentamente frente al gran muro: un pez naranja con finas iridiscencias doradas bajo las aletas pectorales. No se sentía el más bello de todos los peces que allí habitaban, pero sus escamas brillaban con un magnetismo indescifrable, bajo la luz eléctrica que caía de arriba y entre el verde de las plantas ingrávidas. Acababa de comer; el alimento había descendido después de quedar varado brevemente en el límite superior. Como siempre, la avidez incontenible reinó a su alrededor durante unos segundos: lo empujó a él también a devorar casi todo lo que encontraba al paso, chocando con sus compañeros, siendo desplazado por el empuje líquido de otros peces en la lucha; y después la calma, la quietud del ansia satisfecha. Entonces era un buen momento para pensar; cuando los demás se ovillaban plácidos con otros de su especie, rivalizaban por un trozo de territorio o rondaban a las hembras.

            La luminosidad todavía duraría un poco; tiempo más que suficiente para volver a recorrer su mundo cerrado, escudriñar sus ángulos rectos, soñar con lo que habría más allá de las preciosas burbujas que manaban desde uno de los lados, más allá de las paredes tras las cuales a veces aparecían formas movidas, enormes y aterradoras. Aun así, su mundo le resultaba bonito, cálido y apacible, las hojas de las plantas le permitían apartarse un poco, y bajo sus ojos, incontables piedrecitas de colores terrosos, salpicadas con algunas de tonos brillantes y translúcidos. Un siluro se detuvo frente a él un instante y continuó puliendo el muro con su tenacidad incansable. Por detrás, un abigarrado grupo de minúsculos peces removieron el agua a su paso dejando una estela de neón azul que lo desorientó por un momento. Entre las plantas apareció aquel pez de excelsas aletas, ondulantes y excesivas, que parecía embriagado por su propia belleza y se dejaba solazar por los caprichos del agua.

            ¿Qué habría más allá del torrente de burbujas; o en el lado opuesto, justo por encima de aquella luz naranja que se veía a veces? No podía atravesar las paredes. Esto lo sabía bien, pues lo había probado en varias ocasiones y en distintos puntos. Era del todo imposible, incluso tomando todo el impulso del que sus aletas eran capaces. La huella de un dolor entre los ojos le recordó lo que obtendría si volvía a intentarlo. Entonces, una silueta borrosa se acercó desde un lado y disipó sus pensamientos. Ocupaba gran parte de lo que se alcanzaba a ver detrás del muro, se movía pesadamente y en un momento llegó a tocar la pared. El pez naranja se impulsó instintivamente hacia atrás y desapareció entre las plantas. Seguidamente la oscuridad lo cubrió todo.

Era su momento, pensó el pez, ahora que sus compañeros eran poco más que sombras líquidas, ahora que tras el muro no parecía haber nada. En sus planes no entraba ya la posibilidad de escapar en los momentos en que caía el alimento. En ese lapso de tiempo, algo parecía abrirse en el límite superior para cerrarse después, pero a su alrededor el alboroto le impedía un movimiento rápido y calculado. Respecto al torrente de burbujas, a duras penas conseguía acercarse, y aunque en un esfuerzo supremo lograse superarlo, no le restarían energías para nada más. Solo quedaba el espacio que ocupaba aquel objeto que emitía calor y una luz naranja a intervalos. Y es que se adivinaba allá arriba una pequeña zona donde el agua se veía menos opaca. Parecía la única vía posible; tal vez un empuje formidable y la desesperación atesorada consiguiesen que su escurridizo cuerpo alcanzara ese punto. Miró prolongadamente a su alrededor: todo reposaba y oscilaba, oscilaba y reposaba. Acumuló toda la fuerza y el valor que pudo, dejándose acunar todavía por el plácido vaivén de su hogar. Tras la velocidad de su salida, una carga suicida, los pensamientos suspendidos y el miedo en cada escama. Sintió atravesar el límite superior del agua. Luego una fracción de tiempo en la que aún no necesitaba respirar. Entonces, lo sostuvo un rayo de vida como nunca antes había sentido. Después una breve caída y seguidamente un golpe seco, casi indoloro.

            Ahora sí, ahora le falta el aire, se le escapa la vida y nada puede hacer, pues apenas es capaz de moverse y ya la noche le cierra los ojos. Como en un sueño, algo áspero lo eleva de nuevo: apenas si puede ver pues una luz cegadora lo ocupa todo; nota cómo el agua, su calor, su sustento, lo acoge de nuevo. Su cuerpo despierta otra vez en el mundo conocido. Poco después, aquella luz inconmensurable que alcanzaba también el interior de su casa, y que puso en fuga a los pocos peces que no estaban ocultos, se extingue. Todo regresa a la oscuridad, a la quietud del agua. El pez naranja intenta revivir su memoria moribunda: ¿qué era aquel ser que lo ha hecho regresar?, ¿de dónde surgía esa luz?, ¿dónde tenía su fin aquel espacio ilimitado?

            El siluro pasa por delante, limando indiferente el muro. El pez naranja observa una de las piedras brillantes del fondo. Le consuela un poco que algo de aquella luz poderosa pueda vibrar en su interior, tan cerca de él, en su propio hogar.

David Sánchez-Valverde Montero
Imagen: Iñaki Mendivi Armendáriz














               

2 comentarios:

  1. Hola David, suelo leer tus escritos, me encantan, pero tengo un problema para contestar, que estoy como el pez fuera del agua con el facebook, un abrazo y sigue asi!!!!!!!!!!

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  2. Muchas gracias por estar ahí y por tus palabras de aliento.

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