viernes, 26 de julio de 2019

Un mundo



Un mundo

Hace pocos años descubrí algo más allá de mi mirada habitual. Caminaba por la parte antigua de la ciudad, entretenido en quehaceres urgentes, cuando de repente, mis ojos abandonaron el suelo que pisaba y las miradas furtivas a los transeúntes. Primero mis pasos frenaron un poco, y finalmente me detuve: la luz del sol entregaba los colores de las fachadas en esa vieja calle. Algunas, rejuvenecidas bajo reformas recientes disimulaban en algo su verdadera edad; en otras paredes, el tiempo se mostraba desnudo, insolente sobre el cansancio de la materia.

Había transitado calles como esa en incontables ocasiones, pero la mayor de las veces en la oscuridad: en la noche de los días o bajo sombríos pensamientos. Lo había hecho siempre mirando hacia abajo, adelante o a los lados; buscando miradas, seducido en los cuerpos, ebrio y desorientado, ahogado en largas carcajadas. Calles de bares abiertos y portales cerrados, paisajes de luz esquiva y rostros sudados, felicidad en porciones de humo y alcohol, pactos de sangre sellados sobre cualquier barra, posos de orín en la memoria.

Y ese día… flanqueando la calle, dos altas paredes estrechaban un retal de cielo: nombres de negocios muertos, de oficios antiguos, umbrales de piedra tallada custodiaban templos y palacios, escudos heráldicos testigos de casi todo, faroles dormidos, balcones enrejados de óxido o guarnecidos en madera labrada, flores en macetas, ventanales destartalados que ocultaban vidas o nidos vacíos, canalones rotos como arterias cansadas, un mar embravecido y caótico de tejados más arriba.

Sí, ya no soy joven. Pero me resulta maravilloso y revelador que con un solo movimiento, con un suave cambio en el ángulo de la mirada, surja un mundo.  


David Sánchez-Valverde Montero 
Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz
           

lunes, 22 de julio de 2019

Alter ego. Los otros. PODCAST

Relato publicado en el podcast Cuentos y Relatos y en su blog hermano La Nebulosa Ecléctica. Incluido en el libro Casi extintos. Casi eternos. Gracias al podcaster Jota por hacer volar tan alto estas historias.

jueves, 18 de julio de 2019

Cuatro miradas


Cuatro miradas


E
l chaleco reflectante del guardia de tráfico se adivinaba a lo lejos, entre las columnas de vehículos casi parados, como un faro devorado por un océano de metal aquel martes por la mañana. Cada cual clausurado en su pequeño mundo, dormidos en esos ataúdes de colores apagados, arremolinándose en un trombo de prisa y angustia soportable que casi obturaba aquella arteria urbana. Miré hacia ambos lados: a mi izquierda una mujer joven se reía en la soledad de su coche, probablemente hablando por el manos libres; al otro lado un hombre entrado en años encontró mi mirada, y seguidamente sus ojos me esquivaron.
Por fin, la caravana comenzó a moverse, para terminar superando aquella nefasta rotonda y ganar algo de fluidez. Los cuatro carriles fueron tres varios kilómetros adelante, y constaté que el coche que me precedía era ahora el del hombre mayor. El tráfico había perdido densidad, pero él conducía con una parsimonia por el carril central que a pesar de mis esfuerzos terminó por resultarme insufrible. Y es que eso no era todo; lo que más me crispaba era su absoluto desprecio por el uso de los intermitentes, cambios de carril y demás… Circulaba como si no hubiera mundo más allá de lo que la luna delantera traslucía. Para el viejo no parecía acontecer nada de interés a los lados y por supuesto, lo que ocurriera tras su vehículo, sencillamente no existía. Tuve que exprimir a fondo mi intuición para prever los movimientos que vendrían, hasta que finalmente logré situarme a la par del pobre diablo: miraba hacia delante con la tensión de estar surcando un agujero de gusano, un fabuloso túnel estelar. Estrujaba el volante casi echado sobre él, el timón de su salvación, como un Noé desesperado en medio del Diluvio Universal.
Logré adelantarlo, suspiré con sonoridad y le clavé los ojos brevemente mientras pasaba a su lado. No me devolvió la mirada.


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Regresaba de un encuentro con sus hijos. El tráfico estaba casi parado y su cabeza dialogaba consigo misma. Había intentado mostrarles alguna señal de su agotamiento, tanto anímico como económico. “Tenían su vida y sus propios problemas”, “podían ayudarle pues también se trataba de su madre”. Usaron palabras como esas, pero no aclaraban cómo lo harían; tal vez ni ellos lo sabían. Diez años ya, una década en la que el Alzheimer había avanzado como una marea indeleble por la mente de Ana, su esposa. Pobre Ana… La enfermedad lo había anegado casi todo; menos un puñado de recuerdos irreductibles y el regusto amargo de lo que habían proyectado juntos: cuando pasaran los años, cuando la tormenta amainara, con vientos propicios, cuando los hijos hubiesen levado anclas y por un regalo del cielo no se adivinaran más nubes amenazantes, no más rutinas ni urgencias, ni trabajos, algo de tiempo vacío al fin, algo de tiempo y de aire. Siempre a la espera, siempre postergando; y ahora, ahora que ese tiempo debía haber llegado, solo había cansancio, hastío y tristeza, unos límites ya fluidos tras los que se confundían la enfermedad de Ana y su propia desesperación.
Salió de su ensimismamiento para ver que el coche de adelante se había distanciado mucho, las filas se espaciaban; y entonces, percibió de soslayo la mirada de un hombre joven que lo traspasaba, con lo que creyó una mezcla de ira y desprecio que no comprendía.


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Llegué por fin a mi destino. El regusto amargo por la ansiedad del atasco y el episodio con aquel hombre, entristeció un poco mi ánimo; y tuve que encajar una turbia mezcla de culpabilidad, vergüenza y lástima, que sospeché no fuera solo por el viejo. Accedí a la oficina de Correos. Debía recoger un paquete, un libro temático pedido online, pero habría que esperar, pues al menos cuatro personas iban delante de mí. Un joven que no rebasaría los treinta aguardaba sentado, perdido en su teléfono móvil, tecleando nervioso y sonriendo a intervalos. A su lado, una señora madura observaba sin disimulo a las otras dos mujeres que esperaban de pie. Me dejé caer junto a ella en el último asiento libre. Ella miraba severa a las dos mujeres, que conversaban en voz alta acompañadas por una niña que revoloteaba a su alrededor. La cría, iba poniendo todo patas arriba, arrastrándose por el suelo, volcando la papelera, cogiendo folletos a discreción… sin que las dos mujeres hicieran nada efectivo por impedirlo, salvo algún reproche a viva voz que partía ya estéril de sus bocas. La mujer sentada a mi lado escudriñaba sin tacto sus cuerpos, sus gestos, el lenguaje, los ademanes al hablar; y de alguna manera, no podía reprimir el asco que la dominaba. En ese momento, me descubrí a mí mismo compartiendo su mirada, pero no era tampoco el mío un asco simple y jocoso; era un asco global, que acaparaba la totalidad de la escena, irreprimible, una íntima repulsión que abrazaba a ambas mujeres por completo hasta el último resquicio visible, dominándolo todo. Me giré y vi cómo la mujer que las observaba apretaba los párpados con fuerza, en ese impulso de odio incontenible. Yo mismo sentí entonces la tensión en mis labios. Cuando media hora después salía de allí con el paquete bajo el brazo, la losa del odio me apretaba las sienes, pero al menos su peso había desplazado a la tristeza.


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Esperaban para mandar algo de dinero a casa. Allá, mamá y los hermanos pequeños apenas sí lograban vivir con lo que ella y su hermana les enviaban desde el Viejo Mundo. Si el dinero no llegaba los pequeños no podrían seguir en la escuela, y la calle y las bandas serían su nuevo hogar; y para su madre las aceras significarían otra cosa, igual de mala. Ya no tenía edad para eso, su pobre mamita, allá tan sola. Del padre nada sabían, hacía tanto… hasta su cara se había borrado. Ya casi les tocaba turno. Esta vez habían juntado bastante. Su hermana, interna en una casa, cuidando a la señora y haciendo casi todo lo demás; limpieza, cocina, compras. Apenas el domingo se veían. Y ella, camarera a turno partido y cuidando a la hija de su hermana. Pobre de su sobrinita Celia, siempre tan sola, tan sola en la casa, a ratos con una compadrita del barrio, un poquito también con la vecina, buena mujer por suerte. Cuando la cría estaba con su madre no podía parar de moverse, tan loca como se ponía, alegre y triste a la vez, lo mismo lloraba que reía. Ya les tocaba. Se dio media vuelta y sintió el peso de las miradas, toda su densidad, siempre esa distancia en los otros. Un hombre y una mujer las observaban sin disimulo, de arriba abajo, pero evitando los ojos.


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Recordé entonces que la nevera estaba vacía. Más bien las dos baldas que me correspondían en el frigorífico del apartamento compartido. Decidí comprar algo en esa zona de la ciudad antes de regresar; y poco tiempo después iba ya caminando por el interior de una amplia superficie comercial, con esa creciente mezcla de desorientación y desánimo que me impregna en estos lugares.
            De improviso vi a un individuo que se movía entre los pasos sonámbulos de la gente. Se me ocurrió que tal vez hubiera aparecido allí accidentalmente, como una discordancia tras el roce de dos dimensiones. Le observé con curiosidad: emprendía cortas carreras en una y otra dirección, ensimismado con una rama repleta de hojas verdes que sujetaba en una mano. La escrutaba maravillado, como si portara el Santo Grial en medio del marasmo. Corría, miraba la ramita, se deleitaba así. Cuando en su trasiego se acercó un poco, su expresión me pareció que revelaba alguna tara mental, algún trastorno. Luego se perdió en sus carreras cortas por los pasillos, y entonces sentí la incómoda sospecha de que quizá se tratase del único ser realmente humano que andaba por allí.
            En fin, algo más tarde, al salir del establecimiento, un indigente de unos sesenta años mascullaba algo a un lado de la puerta. No recordaba haber reparado en él cuando entré. Estaba sentado en el suelo, con las rodillas casi pegadas al pecho y un vaso de plástico verde entre las manos enguantadas. Sus dedos temblaban todo el tiempo delante de unos ojos enrojecidos de vidrio mojado. Un gorro de lana que una vez quizás fue rojo rozaba sus cejas, y apenas se adivinaba la piel sucia y algún breve hematoma por encima del limes de una barba canosa, desigual y poco crecida. Dejé caer un par de monedas en el vaso y el hombre masculló otra vez. Como otras veces, me traspasó el doble filo de un alivio fugaz en la conciencia; y la esperanza (probablemente también inútil) de que mi gesto hubiese paliado en algo el rencor del vagabundo hacia la humanidad.


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Hacía tiempo que las grandes borracheras tras las que quedaba inconsciente habían quedado atrás; esas en las que despertaba horas después al abrigo de un portal desconocido, bajo un sol insolente que le arañaba los ojos, o tras un escalofrío húmedo que le recorría la espalda mientras las gotas de lluvia resbalaban por su cara. Ahora el alcohol lo envolvía en un sopor espeso que le aislaba del mundo, de su trasiego y sus ritmos, de los pasos de la gente, de la alegría pero por suerte también, de la tristeza. En invierno dormía en el albergue; no quería morir congelado como un animal a pesar de todo. El resto del año pernoctaba cerca del lugar en que lo sorprendiese la noche. A veces comía en un comedor social sostenido por voluntarios. Otras, cualquier cosa con lo que sacaba pidiendo por ahí. Había otros como él, con los que se reunía en ocasiones de forma espontánea en plazas y calles, mientras la normalidad arrastraba sus asuntos con pies rápidos alrededor de ellos, los niños y sus carreras, las furgonetas de los repartidores, las palomas de ciudad, grises, como ratas con alas que casi habían olvidado volar, picoteando cualquier inmundicia que encontrasen. Él y otros desheredados al fondo del marco, como un borrón de fealdad, un aviso incómodo, expulsados del área de confort, huérfanos del mundo.
Comenzó el temblor en las manos. Sabía que luego vendrían más temblores, frío, náuseas. Recordó que necesitaba beber algo. Se caló un poco el gorro, hizo lo que pudo para que el vaso no se cayera y rodase por ahí; le costaría mucho levantarse, le dolía la cara al abrir la boca y sentía presión en el costado derecho, entre las costillas. Justo le llegaba el aire para seguir respirando, y recordar vagamente que pudo ser una caída en días pasados, aunque también le rondaba el raído recuerdo de un tumulto de piernas pateándole la noche del sábado anterior. Golpes, más golpes. En ese momento, un hombre lo miró con lástima en la puerta del supermercado y le dio unas monedas. Le recordó a él mismo; hace ya muchos años. Intentó decir gracias.


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Del episodio solo recuerdo vivamente que todo saltó por los aires, todo pareció volar pero a la vez yendo más lento, enmarcado en un borde difuso como de sueño, casi paralizado por momentos; y luego la nada. Las bolsas de plástico se escaparon de mis dedos y una fuerza, un impacto sordo me izó del suelo, rodé sobre un parabrisas y después me dijeron que caí a un lado. Desperté desorientado sobre la carretera. No hubo dolor hasta que intenté mover las piernas, y entonces sí, un latigazo me desgarró por dentro. No te muevas, va todo bien, ahora vendrá la ambulancia, dijo una de las mujeres que había visto antes en Correos. Me sujetaba una mano y acariciaba mi cara. Me incorporé un poco y vi a un guardia municipal; a su lado un chaval muy joven y pálido, frente a un coche rojo y con una mano en la frente. Al otro lado, de rodillas y apretando algo contra mi cabeza, estaba el vagabundo del gorro rojo. No parece grave, tranquilo, dijo lentamente con una voz cavernosa. Esta vez sí le entendí. Volví a mirar a mi alrededor y descubrí al hombre mayor del atasco, que caminaba manoteando en el aire y hablando por el móvil. Ya vienen para aquí, dijo mirando al policía.
No sabría decir, pero creo que poco después, sanitarios con chalecos reflectantes me subían en camilla a la ambulancia. Llevaba una pierna inmovilizada y me escocía la piel en la cabeza, en los brazos, en las manos. Pude ver todavía a todos aquellos extraños antes de que cerraran las puertas del vehículo. Algunos curiosos en los bordes de la imagen, el indigente caminando pesadamente, el hombre mayor acercándose a la mujer.
 Y en el último momento, junto a la otra mujer en la acera, la cría que revoloteaba en la oficina de Correos; levantando la manita y lanzándome un beso que sentí cómo se colaba por poco en la ambulancia.




Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz

martes, 16 de julio de 2019

Parábola




Parábola (Pequeña historia del fin)  

No conocerían el nombre del bien si su opuesto no existiera.” Heráclito

El genio azul le buscó los ojos tras larga espera:
¿Esto es entonces, por encima de todo, lo que más deseas?
La niña lo miró también y abrazó su suerte:
Eso es, genio, no más dolor, ni lucha ni muerte,
no más miedo ni mal, solo amor, solo bien.
Sea así, dijo él.

El coloso pareció dudar, titubear de algún modo; pero al fin, de su mano, se hizo el prodigio. Y la niña daba saltos, de alegría embelesada, con las manitas tapándose la boca, aguardando una nueva vida sin cargas ni espadas. Pero al poco, el verde esmeralda que había manado de entre los dedos del genio, se tornó gris ceniza y dispersaba en el aire todo lo que iba tocando: las gentes asustadas, las grandes montañas, el cielo y la negra tierra, hasta el mismo genio azul desapareció… y por último la niña, que ya no brincaba, pues con su sombra emborronada también se extinguía el mundo.


David Sánchez-Valverde Montero 
Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz

lunes, 8 de julio de 2019

Insolencia


Insolencia

Adoro mi espíritu y sus grietas,
mi profunda contradicción,
esa insolencia frente a lo real:
me entrego a mis hijos,
les doy lo mejor de mí,
también a mis trabajos
y prosaicos quehaceres.
Me elevo, me desgarro,
degenero y me hundo.
Pero siento un orgullo insensato
resistiéndome así a la otra voz
que agita la angustia y el miedo,
el desaliento y la obsesión,
que me dice que todo es absurdo,
demencial, inútil y fatuo…

Sea pues,
mi primavera contra el mundo.


David Sánchez-Valverde Montero (Mi primavera contra el mundo)
Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz

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