viernes, 28 de enero de 2022

De naufragios y sirenas...

 




De naufragios y sirenas…


“¿Tienes paciencia de aguardar a que tu fango se decante y el agua sea clara?

¿Puedes permanecer inmóvil hasta que la acción justa aflore por sí misma?”.

Lao Tse (Tao Te Ching)

De naufragios y sirenas…

 

Una bocanada de aire más salada de lo habitual me arrancó del sueño. Una fina capa gris tiznaba mi piel, que solo mostraba su color humano siguiendo los surcos del sudor. Me incorporé en el catre como un resorte, observando en derredor y abriendo el resto de los sentidos al lúgubre escenario: la bodega del barco se mecía, parecía respirar a través de sus casi negras paredes. Mis enrojecidos ojos, acostumbrados a un sueño oscuro y espeso, reconocieron la húmeda estancia, una pequeña mesa de madera a mi lado, una silla metálica oxidada en los bordes del respaldo, la cortina raída que bailaba con el creciente viento de ahí afuera. Aguzando un poco más el oído, dejando que sobre el lienzo del aire el sonido marcara su relieve, comencé a distinguir primero un leve siseo, que a los pocos segundos mutó a un fragor líquido, habitual, reconocible para mí. Entonces, me lancé como un grito hacia el lugar aproximado en el que mi oído lo ubicaba, hacia algún punto en la proa. A los pocos pasos, el contacto de mis pies con unos dos centímetros de agua me recorrió con una fría, casi eléctrica sacudida, hasta la nuca. Ahí estaba, justo a mi derecha, apenas iluminada por una oscilante vela, la sangrante herida que laceraba el casco.

Lo había conseguido otra vez. Apenas había dormido, pero amaneció ese día y me sentía bien. Un inusitado bienestar me traspasaba. Era consciente de que había logrado sellar la última vía de agua en mi maltrecho barco. Ahora, el navío dejaba, casi silente, a no ser por los continuos y suaves crujidos de la madera al acomodarse, que el océano lo acunara. Sabía que solo era cuestión de tiempo que el mar asestara otro golpe, que abriese una nueva herida en la vieja embarcación. Habría que apresurarse nuevamente entonces, correr frenéticamente como siempre de un lado a otro, rastreando el origen del agua, proa, popa, babor, estribor, intentar incansablemente bloquear de nuevo el torrente que amenazara con mandar el pequeño barco a pique.

Subí entonces la escalinata que conducía a cubierta, que al igual que un espinazo doliente crujió bajo cada uno de mis pasos. Era el mío un pequeño velero; vela mayor y foque. Apenas podría albergar a dos o tres almas. Nada más apartar la mohosa cortina que a modo de escotilla separaba la bodega del exterior, el sol hirió mis ojos sin piedad, impidiéndome ver al principio al formidable ser, que caprichosamente se dejaba balancear sentado en un costado a popa. Me aproximé despacio, entre maravillado y curioso, aunque con un poso también de miedo y repulsión, al observar aquella brillante cola de pez, de un turquesa metálico que reverberaba de todos los colores al incidirle la luz del astro rey. Súbitamente, la criatura se giró e hizo ademán de huir hacia el agua, pero una súplica a lomos de la palabra ¡espera! en mi boca, la hizo desistir.

No lo podía creer. No lograba recordar cuánto tiempo llevaba en el mar, pero en toda mi larga travesía estaba seguro de que jamás había visto ser semejante: bóvedas celestes de ensueño, infinitas, seres marinos de toda condición, aguas iridiscentes, mágicas, la espalda del océano dormido y en contra, sus furibundas tormentas, los zarpazos de la bestia azul; pero nunca una sirena. La observé, parecía sonreír sin hacerlo, con una mezcla de calma y traviesa lascivia. Sus ojos, que me escudriñaban un instante para apartarse al siguiente y volver a mirarme: de un azul tan azul que no era de este mundo. Sentí entonces que perdía el aliento, que el tiempo se había desintegrado, que toda una vida valía ese instante. Hubiera quedado así, trastornado por el hechizo durante días, pero la mujer-pez dijo:

Pareces cansado…

Todavía embelesado por la belleza de la criatura, dejándome caer por su media melena dorada al sol saturada por preciosos tirabuzones, cavilé unos segundos qué contestar, pues el cansancio que lastraba mis pensamientos era para mí parte de mi esencia, el peso de mi cotidiana sombra, el producto del trabajo diario, de mi titánica lucha contra y por la vida.

Supongo que lo estoy, acerté a decir. No creía que existierais…

Ladeó levemente la cabeza: Siempre hemos estado aquí… ¿Cuánto tiempo llevas en el mar?

Partí hace ya mucho tiempo… he perdido la cuenta de los días, contesté. Buscando nuevas oportunidades, tal vez algunas respuestas. Al poco, me extravié en una tormenta y desde entonces no he avistado tierra ni embarcación de ninguna clase.

¿Contra qué luchas?, preguntó la sirena.

Contra el océano y sus arrebatos de cólera, para sobrevivir y para…

¿Contra el océano?, me interrumpió ella. Surgió entonces en la criatura una carcajada irresistible, contagiosa, tan bella como su alegre boca, que no cesó en un rato, mientras yo la observaba con una media sonrisa, incapaz de sentirme ofendido, atrapado en la fresca alegría de la sirena. Era una risa honesta, espontánea, sin dobleces, surgida de un sincero asombro ante lo que había oído. Tras recomponerse un poco pero aún no pudiendo reprimir el gesto risueño, preguntó:

¿Qué crees que pasaría si no lucharas?

Si no luchara…, comencé para ganar unos segundos y ordenar mi mente… Apoyé mi mano izquierda en el mástil. No recordaba la última vez que había hablado con alguien que no fuera yo mismo, y me costaba esfuerzo mantener la lógica dialéctica, el mágico instante en que dos mentes, dos mundos, intercambian ideas. Si no luchara, continué, moriría sin duda. El barco acabaría sus días en el fondo y yo no duraría demasiado en este desierto de agua.

Ella pareció ensimismada unos minutos. Las gotas de mar comenzaban a secarse sobre su piel de mujer. Reparé entonces en sus pequeños senos, en los que asombrosamente no me había fijado hasta el momento. Y es que toda ella no portaba atuendo alguno, y pudo ser que por mostrarse así desde su aparición, no me hubiera atrapado ningún área velada, escondida, presa de una expectativa, de un deseo.

Quizás morirías, dijo la sirena. Todos lo haremos. Pero eso no parece lo más importante. Permaneces aquí, en la superficie del mundo sin comprender nada, malviviendo en un navío herido, luchando contra las mismas fuerzas que te han creado, esperando que algo cambie. Para vivir se necesita valor… Pobre humano, solo ansías sobrevivir.

Sobrevivir…, articulé.

Ahora, debo irme.

Pero, ¿volveré a verte?

Eso depende de ti, dijo la mujer-pez. Y seguidamente se zambulló sin hacer ruido. Me asomé a las aguas con la vana esperanza de que la sirena volviese a aparecer, pero no lo hizo, y quedé así, contemplando la lámina inclemente del ponto que ahora nos separaba.

Tras la marcha de la sirena, tras el breve encuentro con sus palabras, me sentí huérfano, más perdido, más náufrago de mí mismo de lo habitual, con el eco de lo dicho por la mujer-pez rebotando en mi interior, abotargado, vencido, casi enfermo, vapuleado por aquellas nuevas ideas que sacudían mi mundo, mis escasas seguridades y asideros a la cordura. Y fue al aproximarme a esa frontera, a ese abismo del propio yo donde todo comienza a desdibujarse, derritiéndose, mutando de perspectiva, que se hizo visible el absurdo de todo afán, el negativo de nuestro paso por la existencia, el aparente sinsentido de los días, el perenne desgarro que alumbra en el ser humano consciente la búsqueda de sentido, seguridad y trascendencia en un vórtice en perpetua fluctuación, en un universo brutal y despiadado. Supe algo entonces, casi indefinible, hecho a la vez de miedo y calma, de vértigo y silencio; miré mis manos, sucias, gastadas, el poderoso instrumento de la voluntad. Cubrí mi rostro con ellas y lloré, durante largo tiempo, por mi condena y mi triunfo.

Aquella noche, tras una cena frugal de pescado crudo y agua de lluvia, dejé caer mi triste y famélico cuerpo en el catre, consciente de una decisión irrevocable a la que habían conducido la secuencia de acontecimientos, inexorable, aterradora. El camastro chirriaba al vaivén de las olas, con cada uno de mis movimientos, la bodega parecía alejarse para luego regresar muy cerca de los ojos; una sensación próxima a la náusea ocupó mi garganta. Sabía de antemano que no dormiría. Únicamente debía aguardar la embestida del animal que ya comenzaba a agitarse fuera, el leviatán furioso que despertaba bajo un cielo gris, casi añil, preñado, a punto de abrirse sobre el piélago, y encima del cual parecía imposible que aguardara la luz, la esperanza, un mañana…

El barco comenzó a balancearse, a crujir de dolor como siempre hacía cuando el océano braceaba en su sueño de eones. Esta vez no me movería del catre: solo esperar. La pregunta de la sirena reverberaba en mi mente: ¿Qué crees que pasaría si no lucharas? La interrogación se distorsionaba, se retorcía, recorría el navío como un viento demenciado. Ahora la cuestión no la formulaba una bella criatura marina; emanaba del mar, del profundo abismo, del cielo cerrado, de las fauces de un gigantesco Kraken que se disponía a asestar el golpe de gracia al enloquecido bajel.

El navío dejó repentinamente de moverse: una quietud, un silencio nunca antes sentido, ni siquiera en los días de calma total. Percibía yo ahora en toda su amplitud el discurso interno de mis pensamientos, la pugna entre mis deseos, mis emociones y pulsiones, el desgarro. Pero no hube de esperar gran cosa; pues tras un ligero escore en el barco un enorme impacto destrozó el casco a estribor, abriendo una brecha formidable por la que rugía un río de pesadilla, anegándolo todo en segundos, bajo una atmósfera irreal en la que todo se agolpaba, mis pensamientos, mi terror, el regusto de agua salada, los sonidos atronadores de una naturaleza salvaje que no conocía el miedo ni el perdón. Aún tuve tiempo de consolarme, pensando que no hubiera podido hacer nada por el navío aunque me hubiese dejado la piel.

Tras un tiempo imposible de precisar, supongo que mi cuerpo quedaría suspendido bajo el agua, inane, mientras los restos del naufragio dormirían ya en el fondo, desperdigados sobre el suelo de un océano hostil…

 

… El tapiz de lo audible acogió otra vez el sonido, y entonces volví a oír, a escuchar de nuevo. Un susurro a lo lejos, en el cuerpo de la sirena desnuda; pez y mujer que me llamaba, casi tocándome. Perdido como estaba la esperé; ella entonces se hizo visible y su mano entrelazó mis dedos, tirando de mí hacia la superficie de un océano en calma. No quise soltarla, pero no tenía fuerzas para retenerla; y ella ya se alejaba sobre el agua, fundiendo y abrazando su cuerpo en el horizonte de un amanecer en llamas.

Con el arrullo de las olas, con apenas esfuerzo, alcancé una orilla: era una playa extraña, un rincón del universo que parecía ajeno al mundo, pero el contacto con la fina arena hacía vibrar íntimos, remotos recuerdos. Volví mis ojos hacia el insondable piélago que jugaba con el infinito, indiferente a mi mirada. Mutaba de color el cielo, vistiendo y desnudando a su antojo los canales del cosmos, y la densa vegetación que abrazaba la arena parecía reflejar una promesa, dormidos secretos, esperanzas, sueños, desvaríos, miedo; mientras el Ser que allí anidaba exhalaba su aliento eterno, de agitar de ramas y hojas, crujir de madera, animales ocultos, grutas y torrentes que horadan caminos subterráneos y todo lo conectan, regresando al agua, al mismo azul que casi me mata y que ahora abría su mano para posarme en tierra. Miré hacia mis pies: un desvencijado cayado, que parecía haber sido también entregado por el mar, reposaba a mi lado. Lo cogí, se adaptó bien en mi mano. Observé el muro verde, vivo y vibrante frente a mí; inspiré, conseguí sonreír, y me aventuré en la selva.  


David Sánchez-Valverde Montero (Casi extintos. Casi eternos) 

 

 

 

 

 

viernes, 21 de enero de 2022

El mal

 


El mal 

“El único símbolo de superioridad que conozco es la bondad”.

Beethoven

El mal

 

Moviendo sus manitas cuando ni siquiera sabía que era él quien las movía, devorando el mundo, dejándose vivir, rodeado de almohadones tumbado en nuestra cama de matrimonio. Sus pasos mínimos sobre el parquet del pasillo: se asoma por el hueco de la puerta de la cocina para descubrir qué estamos cenando, por puro impulso de curiosidad insaciable, la línea de sus ojos diáfanos apenas supera la altura de la mesa, sus pequeños dedos a los lados de la cabecita. Una carcajada infinita, la alegría sin aristas de un alma infantil, mucho más disponible para la vida que mi alma adulta.

Ahora es un niño mayor, su rostro de bebé se ha difuminado. Lo veo jugando en el parque, libre, confiado, su cuerpo no pesa en medio del verano eterno que todos llevamos dentro. Después casi un adolescente, y en su cara, en sus gestos, comienza a atisbarse el adulto que será. Ya no se ríe tan a menudo. Se coloca orgulloso a mi lado, casi me ha alcanzado, sonríe delante del espejo. Después lo veo desparramado en el sofá, tan grande, tan largo e inabarcable que cuesta creerlo, ya no me cabe en un abrazo: ¿dónde duermen aquellos minúsculos pies de terciopelo?

Veintisiete años; su último cumpleaños. Un hombre desde hace tiempo. Qué pocas veces le dije que lo quería, qué pocas veces lo abracé. Cuánto daría por escuchar su voz al otro lado del teléfono, aunque fuera como casi siempre para no decir nada, porque no era necesario, porque él ya lo sabía. Pero hoy si pudiera, una última vez, sí se lo diría, aunque no hiciera falta, aunque él ya lo supiese.

 

 

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Dos figuras frente a frente en una oscura habitación, solo iluminada por el círculo de luz cenital de un foco que pende del techo, un amarillo que apenas delimita a los dos hombres. Uno de pie parece esperar, su camisa clara con los puños remangados, oscurecida por un sudor seco y manchas marrones como cicatrices. Observa con la cabeza baja hacia el otro, que está sentado, más bien desparramado en la silla, inerte, con los brazos cruzados tras el respaldo.

Bueno, por fin has despertado malnacido. Pensé que me había pasado con los últimos golpes; pero un poco de agua fría espabila a cualquiera ¿eh?

El que está sentado levanta la cabeza lentamente, escupe una saliva sanguinolenta hacia el otro pero no lo alcanza, queda a medio camino, disuelta ya entre el agua que moja el suelo. Cerca, un sucio cubo de plástico rueda un poco hacia la oscuridad.

¿Qué vas a hacer conmigo?, masculla el de la silla.

Los dientes que has perdido ya no te harán falta. Ese ojo tiene mala pinta; se hinchan como globos a la mínima, y las cejas sangran muchísimo. Ahora sí que pareces el cerdo que eres, dice el hombre que está de pie. Camina un poco sin apenas intención, se masajea los puños, en sus nudillos se adivina una sangre seca, después lo hace también con el cuello y los hombros. Ahora sale del foco de luz y solo se ve al hombre de la silla, que apenas se mueve.

¡Maldito loco! ¿¡Qué quieres de mí!?, chilla el que está sentado con una desesperación que también parece miedo.

No grites, dice tranquilamente una voz desde la oscuridad. He tomado precauciones: el garaje está bien aislado. Es difícil que alguien te oiga antes de que todo acabe para ti.

El otro comienza a llorar con un gimoteo creciente. El eco de sus estertores rebota en las paredes, por momentos parece reír, mueve la cabeza hacia los lados; por fin, suspira amargamente y se detiene.

Podemos arreglarlo… ¿Quién eres tú?, pregunta con suavidad.

Sabes bien quién soy yo. Y no, no podemos arreglarlo, dice la voz del otro con aplomo y su figura aparece de nuevo bajo el foco. Entonces, se coloca a su espalda y le estira de la cabeza hacia atrás agarrándolo del pelo.

¡Aggghhh!, grita de dolor el de la silla.

¿De qué maldito agujero sale la escoria como tú?, le pregunta como paladeando cada letra el que está de pie, mirándole a unos ojos cegados por la luz que cae de arriba.

No quería darle tan fuerte. Había tenido mal día sabes, y estaba algo bebido. De verdad, yo no quería…, arguye el hombre de la silla con dificultad.

El que está de pie camina de nuevo fuera de la luz, pero antes suelta la cabeza del otro. Esta cae con brusquedad, debajo su camiseta oscura está saturada por una capa grasa que será agua, sudor y sangre.

¿No querías darle el primero o el último golpe? ¿Porque fue más de uno, verdad? Mi hijo solo te pidió que no insultases a aquel anciano en el autobús. Ahora está muerto, dice con serenidad la voz desde las sombras.

Vale. Fue como dices, concede el otro. Pero si me matas… ¿qué es lo que te diferencia de mí?

El hombre se hace visible por detrás de la silla y se aproxima a la oreja del que está sentado: No quiero ser mejor que tú, susurra. Solo aspiro a restablecer un poco el equilibrio, a repartir el dolor, la mierda en este mundo, hacer mi justicia, vengarme de ti y de la vida. ¿Lo comprendes?

El que está sentado comienza a agitarse, como si quisiera escapar de su desolación, intenta patalear pero sus pies también están atados, grita con todas sus fuerzas, gime con impotencia, cae al suelo de espaldas sobre la silla entre alaridos y arrebatos estériles, su cara es la de un loco furioso, enrojecida, sangrante y húmeda, los ojos ya no ven, casi fuera de las órbitas: ¡Suéltame! ¡Te mataré! ¡Eres igual de cobarde que tu hijo! ¡Tenías que haber visto su cara mientras le daba!, ¡una y otra vez, una y otra vez! Quería ser un héroe el muy imbécil. ¡Pues ahora ya lo es, y está…!

No puede seguir hablando. Las manos del otro emergen de la oscuridad y levantan la silla del suelo desde atrás, para después rodear su cuello con una cuerda fina. La silla se inclina otra vez a punto de caer, hacia atrás, a los lados, pero no, el que está de pie la contiene mientras estrangula al otro. Así, en medio de la lucha van desplazándose juntos, casi imperceptiblemente, fuera del halo amarillo. Las respiraciones forzadas de ambos se confunden por momentos, la de uno por el esfuerzo de matar, la del otro por seguir vivo entre la asfixia que ya le nubla los ojos. En ese instante algo cae al suelo, rebota y queda quieto en medio del círculo de luz. La lucha ha parado. El de la silla inspira ruidosamente y tose un poco, mientras el otro lo deja caer hacia un lado y recoge su teléfono móvil del suelo.

Por suerte para ti no se ha roto, dice con expresión severa mirando la pantalla encendida. Si hubiera perdido la mejor foto que tengo de él, tu final hubiera sido más… más doloroso.

El otro hombre no contesta. Agotado, en una especie de postración, yace de lado amarrado a la silla. La pantalla con la imagen del hijo permanece iluminada unos segundos más y finalmente se apaga. El hombre sigue con la mirada fija, perdida en ese fondo negro. Cae de rodillas, apoya una mano por delante, con la otra aún sostiene el móvil; comienza a llorar, primero es un sonido agudo casi inaudible que parece llegar desde muy lejos, al poco un gigantesco lamento entre el tormento líquido. El eco entrega un llanto que desgarra el aire, tan amargo como si estuviera llorando el mundo.

Unos minutos después suspira pesadamente un par de veces y se hace el silencio. Levanta el teléfono hasta sus ojos, lo enciende y la foto reaparece de nuevo; se levanta, se aleja del foco de luz pero su rostro se ve todavía levemente iluminado por el reflejo de la pantalla. Sonríe un poco a través de las lágrimas y marca unos números. Su voz parece la de otro hombre: ¿Policía? Necesito que vengan a mi casa.


David Sánchez-Valverde Montero. Relato perteneciente a la antología "Casi extintos. Casi eternos".

Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz.

 

 

 

 

 

 

jueves, 13 de enero de 2022

Vértigo

 




Vértigo


“Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo”.

J. L. Borges (Funes el memorioso)

Vértigo

 

Nada más despertar, detesté mi vida durante unos segundos como hacía casi todas las mañanas. Qué sé yo, los bajos niveles de cierta química cerebral a primera hora, la injusticia del mundo, el cuerpo que en la quinta década de vida se queja a menudo del peso del existir. Observé a mi lado la tibia belleza de mi mujer dormida, desnuda sobre el lecho, apacible, indefensa, poderosa. Acababa de tumbarse tras su turno de noche. Yo por mi parte, disfrutaba de una semana de asueto, combinada con el escenario de padre sin hijos, ya que los abuelos se habían animado a llevárselos cinco días a un apartamento en la montaña. Así que disponía de más tiempo del habitual para pensar, lo cual no era necesariamente positivo.

En cualquier caso, me dirigí tras desayunar, igual que hacía todos los jueves, al seminario de Historia Clásica que se impartía en un centro cultural cercano. Debía de estar fuertemente subvencionado ya que el precio por asistir era irrisorio, y a mí me compensaba con creces, es más, por aquella época yo diría que daba sentido a mis días, una especie de emoción difusa, sin objeto, una espera de incertidumbre dulce. El cielo estaba velado por una nubosidad fina que traslucía el azul por pequeñas grietas. No había muchos transeúntes, y los pocos que vi caminaban distraídos, oyendo música con los oídos obturados o con la mirada fija en pantallas digitales. Solo alguna pareja de edad avanzada caminaba sin más aditivo que sus cuerpos. Pensé como otras veces, que ya únicamente los viejos sabían estar en el mundo, solo estar.

Por fin, entré en el local, una gigantesca mole gris que parecía querer saciar las necesidades culturales de medio planeta. Accedí al primer piso donde había una pequeña sala de reuniones y me senté en las últimas filas, todo lo a resguardo posible de las miradas de los presentes y de interpelaciones directas por parte de la ponente. Las hileras de sillas de plástico naranja que me rodeaban, me trajeron la imagen del interior de un avión esperando el despegue. No había más de cincuenta plazas, así que prácticamente siempre se llenaba. Yo acudía temprano, e iba observando a los asistentes entrar y tomar asiento, y sobre todo, acompañaba con la mirada los pasos de la experta hasta que se posaba delicadamente sobre la silla y cruzaba seguidamente las piernas. Ese día, estoy seguro, las vestía con unas medias deliciosas, oscuras y adornadas con grabados florales. Esta mujer, a la que yo le calculaba unos treinta y cinco años de edad, gustaba de sentarse delante de la mesa escritorio para según ella romper la distancia y mostrarse más accesible. Como todos los jueves, la diáfana exposición iba desenredándose durante las aproximadamente dos horas que duraba. A veces persas, otras griegos, fenicios, romanos, cartagineses, tribus bárbaras… y quién sabe qué otras sombras de la historia iban a lomos de aquella voz, datos que no duraban apenas unos instantes en mi consciencia, pero que veía manar generosamente de sus labios y estallar en mi deseo. Así era, tenía la mejor boca en reposo que he visto jamás. Cuando la movía seguía siendo bella, pero cuando callaba, escuchando atenta alguna pregunta o dando tiempo a los allí presentes a asimilar lo expuesto, dejaba los labios entreabiertos, posados sobre una espera mágica, entre lasciva y serena. Era siempre su boca.

Al finalizar la charla, fantaseé como hacía siempre con la posibilidad de abordarla y decirle algo, intentar conocerla, yo qué sé. Nunca lo hacía. La culpa y sobre todo el miedo siempre me lastran en estos avatares; el miedo a salir de mi área de confort, a perderlo todo, a sufrir un cambio violento que fracture mi cordura. Ella se despedía con suavidad de todos, emplazándonos al jueves siguiente, y al pasar delante de mí exhibía una leve sonrisa tras la cual asomaban unos dientes pequeños, sanos y bien dibujados. Entonces, me apropiaba con un egoísmo infantil de aquel gesto, como si solo fuera dirigido a mi persona. Y con eso había de bastarme hasta la semana siguiente, cuando volviera a verla.

Enfilé el camino a un Café cercano, no sin antes hacer la parada habitual frente al escaparate de una tienda de motos que había en el trayecto. Acerqué mis ojos al amplio cristal, una fina pero insalvable lámina que me separaba de ella: una moto negra y naranja reluciente, que no era de primera mano ni de alta gama, una bella máquina que no podría alejarme demasiado de mi mundo, pero quizá sí lo suficiente, lo suficiente para transfigurarse en un joven caballo, un animal indómito que insuflase en mí un halo fugaz de libertad, que aplastase siquiera por un momento, la rutina. Dejé al corcel negro y naranja atrás con un forzado gesto de desapego, e intenté anclarme al presente. Así que dejé caer un pie tras otro, procurando sentir la pisada, el contacto con el suelo. Me crucé entonces con una pareja joven que empujaba un carrito de bebé. Ella hablaba alegremente. Él asentía a intervalos regulares, y me dirigió una sonrisa de autocomplacencia que no lograba reprimir del todo la tristeza difusa de la decepción. Pensé que nadie sabe realmente nada de los demás y que tal vez fuera mi forma de mirar; los dejé atrás e intenté perderme entre la gente abrazando todo el olvido del que fui capaz.

Ya en el Café, mientras observaba algo embotado la delicada ascensión del aire caliente que emanaba de la taza, escuché una canción. No una cualquiera, sino esa canción. Una secuencia de notas musicales que a otro no lo moverían a emoción alguna, pero que trastornaban mi alma, la hacían vibrar en toda su longitud como una cuerda de arpa. Una página en una novela, unas líneas de poesía, una canción inesperada, y pasamos del hastío al latido, de la tristeza a una lágrima de alegría, del abismo al cielo abierto. Comprobé una vez más cuántas veces me rescataban las artes, y cuántas veces sin saberlo yo siquiera. En esa tesitura metafísica estaba yo cuando mis ojos se posaron en la camarera, solo un instante antes de que los suyos se fijaran en mí. Un vértigo descomunal me empujó de la silla, sentí el peso de mi cuerpo sobre la muñeca derecha al caer. Entonces, una náusea que arrancaba desde la nuca me postró contra un suelo que se transfiguraba por momentos en una visión alucinada: la camarera reía junto a mí en la barra de otro local; solapándose a esta imagen, desplazándola por completo, mi mano acariciaba la suya en la oscuridad de una sala de cine, después su cuerpo cálido se frotaba sobre el mío encima de un colchón que rechinaba; luego me gritaba algo inaudible y se alejaba de mí con lágrimas en los ojos.

¿Se encuentra bien? Levanté la mirada y ahí estaba ella, agachada sobre mí con semblante pálido y asustado.

Se cayó de la silla hace un momento. ¿Quiere que llame a Urgencias o a su casa?, dijo la camarera (Todo se recompuso, el suelo parecía sólido, la náusea se había disipado).

No. No; gracias. Parece que me he mareado. Me ayudó a incorporarme y todavía me seguía con la mirada cuando salí bruscamente de la cafetería y me alejaba confuso hacia mi casa. 

Mi fragilidad, la locura y su acecho sin descanso. ¿Era una alucinación?, ¿el comienzo de algún desorden mental? Decidí esperar por el momento pues conseguí aquietar algo mi mente en el trayecto a casa. Tras una comida frugal y comprobar que mi mujer seguía durmiendo, encendí el televisor para intentar distraerme un poco: una especie de magazine emitía pequeños reportajes, que bajo un prisma claramente amarillista repasaba diversas realidades de actualidad en el país. En aquel momento, una madre con semblante macilento y triste describía su cruda realidad: tres hijos, separada, sin ingresos, un exmarido que al parecer tampoco podía auxiliarla económicamente…, un drama terrible, poliédrico, pero que con una sola de sus imágenes consiguió traspasar mi apatía. Cuando la mujer, entre todas las cotidianas desgracias que esbozó, relató cómo sus hijos tenían que ir a la escuela con un calzado penoso e indigno, mi emoción se fracturó. Después, la pobre desgraciada al borde del llanto, apostilló que en los días de lluvia los pies de sus hijos se mojaban sin remedio, y este detalle, acompañando a la inmediata empatía que sentí al imaginar a mis propios hijos en igual situación, sacudió mi corazón. Las lágrimas no tardaron en aparecer. Así que sollocé en silencio unos segundos. Apagué el aparato. Me quedé ensimismado pensando en cómo era posible que siempre consiguiera seguir eficazmente con mi vida, poco tiempo después de contemplar desgracias ajenas de dimensiones ciclópeas. Me consolé como siempre de la única manera que sé, la única que aplaca un poco mi impotencia: con la insolencia y el orgullo de seguir aquí sin haber perdido la cabeza. Coraje para vivir. Me repetía este mantra; toda la gente necesita alguno para continuar. Hacía tiempo que estaba convencido de que los humanos no teníamos remedio, pero vivir como si lo tuviéramos era la única forma que se me antojaba para poder continuar el viaje sin claudicar.

Mi mujer me encontró somnoliento ante la televisión encendida a la que ya no prestaba atención. Su figura menuda pasó por delante y se acurrucó a mi lado sin decir nada. Traía consigo el olor del sueño y un calor en la piel que se desvanecía con rapidez. A su contacto, apareció abruptamente el vértigo y la misma náusea. Esta vez me asusté más, pues ocurría entre las paredes en que vivía, las mismas que me protegían del mundo. La familiar estancia parecía diluirse, y de nuevo una atropellada secuencia de imágenes que ocupaban casi todo el espacio visual, dejando solo en los márgenes resquicios evanescentes de nuestro cuarto de estar: nuestros hijos, ya adultos, celebraban algo con nosotros, y nosotros no éramos tan jóvenes, la mano de mi esposa sobre la mía y su sonrisa de siempre pero algo más gastada; después en otra ciudad ella y yo, relajados, caminábamos por callejones luminosos, atravesando plazas con palomas al vuelo; en la última visión estaba ella mirando a través de la ventana de la cocina. Lloraba sin consuelo.

¿Estás bien? ¿Qué te pasa? Estaba realmente asustada. Sus brazos me sacudían repetidamente desde los hombros, y me miraba tan de cerca que descubrí un matiz diferente en el verde de sus ojos, una veta brillante en la que nunca me había fijado.

Sí; sí. Creo que ha sido solo un mareo, tal vez una bajada de tensión. Saldré a dar un paseo y tomar un poco el aire, acerté a decir. Me miró todavía con un temor impotente.

No creo que debas salir así, tienes que descansar un poco. Pero yo ya iba en dirección a la puerta y sus palabras se desvanecían en el pasillo tras mis pasos.

Salí a la calle. Serían alrededor de las ocho de la tarde y ya había anochecido. El otoño era vencido otra vez por los primeros rigores del invierno, y sentí bajo la camisa un leve escalofrío. La ciudad languidecía al final de otra jornada, las gentes llevaban sus cuerpos de vuelta a los hogares, algunos sonreían recordando una alegría furtiva, tal vez inconfesable, otros miraban al suelo domesticando un nuevo desaliento, haciéndolo manejable, soportable. Comenzó a dolerme atrozmente tras uno de los ojos, tanto que tuve que apoyarme en una pared y después echar una rodilla al suelo mientras me presionaba la cara inútilmente. Noté una mano sobre el hombro. Al girarme descubrí a un mozo de almacén que trabajaba en un supermercado cercano y con el que apenas había intercambiado algunas palabras de cortesía.

¿Va todo bien?, preguntó. Todavía llevaba la ropa de trabajo y olía a sudor y tabaco.

Me dispuse a contestar pero no podía articular palabra. Su ancha mano pesaba enormemente sobre mí y de repente asomó la náusea. Todo comenzó a dar vueltas y nos vi a ambos riendo con ganas junto a la barra de un bar; luego lo veía de espaldas trajinando en una barbacoa sobre un césped y acercándose sonriente después hacia mí para echar su brazo sobre mis hombros. La última imagen que lo ocupó todo salvo unos finos márgenes que parecían derretirse, nos situaba a ambos en el salón de mi casa, relajados, junto a dos mujeres que no conocía, mientras dos niños que nunca había visto jugaban en el suelo. Finalmente apartó la mano de mí y con un enorme esfuerzo pude contestar: Sí; gracias. Me he mareado.

¿Estás seguro? Escuché ya a mis espaldas, pues intentaba salir de allí para ordenar mis ideas en algún lugar tranquilo. Solo conseguí doblar la esquina más cercana, pues la presión tras el ojo izquierdo regresó con más intensidad tras la tregua alucinatoria y me postró nuevamente de rodillas. Otra vez una mano, pero esta más ligera y pequeña, me cogió del brazo. Me dispuse a encajar el vértigo que vendría pero nada sucedió, y el dolor ocular comenzó a ceder hasta disiparse por completo. Mi mujer me miraba desencajada, todo lo asustada que podía estar, tan pálida que brillaba en la noche. Nadie más transitaba entonces a nuestro alrededor, y nos vi como a dos actores en la escena cumbre de una tragedia.

¡Háblame!, gritó. Voy a pedir ayuda…

No hace falta. Estoy bien, susurré. ¿Sabes? Todo acabará en lágrimas.

¿Qué dices amor?, preguntó ya algo recompuesta.

Creo que no estoy loco: hay otras vidas, las he visto. En esta, junto a mí, tú acabarás llorando.

Puede ser. Pero no hoy, dijo a través de un amor que me pareció inundaba la calle, todas las calles, la ciudad entera, todos los posibles recovecos, las casi infinitas posibilidades. Miró al suelo para enjugarse las incipientes lágrimas. Después, sus ojos me sostuvieron y me llevaron de vuelta a casa.


David Sánchez-Valverde Montero

Cuento perteneciente al libro de relatos "Casi extintos. Casi eternos".

 

 

 

 

 

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