lunes, 29 de marzo de 2021

La extraña reunión

 


La extraña reunión


“Date cuenta de una vez de que en ti mismo tienes algo superior y más divino que lo que causa las pasiones y de lo que, en una palabra, te zarandea como una marioneta”.

Marco Aurelio (Meditaciones)

 

El cielo se vaciaba en la noche sobre aquel paraje de caminos de tierra, suaves colinas, matorrales y diseminadas masas boscosas. Su caballo relinchaba, pateaba el suelo y se negaba a continuar. De las alas del sombrero le caía el agua a chorros y su silueta sobre el animal se recortaba apenas bajo el oscuro aguacero a punto de fundirse a negro.

Bueno Murray, pues parece que nos hemos perdido. No veo el camino con la que está cayendo. Además, estamos cansados y tenemos hambre, ¿verdad? Acarició la crin del caballo. Oteó en derredor buscando algún improbable lugar en el que guarecerse. Su corcel entonces se salió del camino y comenzó a andar campo a través. Después de retenerlo miró en la dirección que había tomado el animal: dos minúsculas lucecitas amarillas titilaban en la lejanía. Suspiró con alivio, quizás calor y algo de comer… Murray, sintiendo a su amo relajado, emprendió un trote ligero hacia las luces.

Parece que sabes el camino… ¿o es que estás tan harto como yo de la noche y la lluvia? El jinete palmeaba el lomo húmedo del caballo, reconfortados los dos al ver recortarse ya aquel faro en la oscuridad, una casa grande, tal vez una posada con sus cálidos ventanales. Tras posar las botas en el suelo, miró en torno suyo y halló un tejadillo que recorría uno de los muros, bajo el cual aguardaban silenciosos como una decena de caballos apenas distinguibles en la noche.

Murray, amigo mío, parece que no te vas a mojar…, preguntaré adentro por ver si pueden ocuparse un poco de ti. Salvó entonces los escasos pasos que lo separaban de la entrada, un lodo pedregoso se le pegaba a los pies, y al empujar la pesada y vieja puerta de madera, esta se quejó en todo su recorrido anunciando su llegada. Varias cabezas de los allí presentes se giraron. Habría no más de diez personas, todos compartiendo mesas, bajo una atmósfera cálida que al viajero le resultó algo densa. En un lado ardía un pequeño fuego, y al fondo una mujer joven tocaba una alegre melodía a la guitarra. Hizo un ademán de saludo con la cabeza sonriendo un poco y se acercó a la barra. Algunos le devolvieron el saludo de igual manera y fueron regresando a sus copas, a sus charlas. Se escuchaba así un rumor amortiguado por la música, y algún tintineo, el chocar habitual de cristales y lozas en estos lugares.

Buenas noches. Le estábamos esperando. Una mujercita de edad avanzada le sonreía del otro lado de la barra. Su cabello, que al jinete le pareció de un blanco níveo, se recogía atrás en una coleta corta. Dos ojos grandes y verdes brillaban como en alguien más joven.

¿Me estaban esperando?, preguntó él.

Claro, siguió ella. En estos días, y sobre todo en noches como esta, siempre aparece algún viajero extraviado.

Entiendo…, dijo el viajero. ¿Pueden ocuparse de mi animal?

No le faltará de nada, no se preocupe, contestó la mujer.

Bien; sé que es algo tarde, pero tal vez podría servirme algo para comer... La mujercita dio un pequeño respingo y se encaminó hacia un espacio interior mientras decía: Le serviré una sopa caliente con cerdo y guisantes. Es lo único que me queda, pero se chupará los dedos. El jinete suspiró con alivio. A los pocos minutos tenía delante el plato humeante, y tuvo que contenerse para no devorarlo con las manos nada más inhalar el templado olor del guiso, y aun así se lo comió en la misma barra sin esperar siquiera a que la mujer le indicase sitio en alguna mesa.

¿Hacía cuánto que no comía?, preguntó con sorpresa la anciana.

Así de bien hace mucho, buena mujer, contestó el viajero limpiándose la boca con la mano y acercándole el plato. He estado mucho tiempo por los caminos y ahora regreso a mi aldea. No conozco esas canciones, pero me gustan, son muy alegres y necesito un poco de eso. Miró a la mujer que tocaba.

Es la alegría, aclaró la mujer del pelo blanco.

¿Cómo dice?, preguntó él.

 Sí, continuó ella. Es la alegría. Toca aquí casi todas las noches para quien quiera escucharla. El jinete creyó no haber entendido pero no le pareció oportuno volver a preguntar. Se acercó a la joven que tocaba, atraído por un invisible magnetismo; ella le sonrió ampliamente al notar su cercanía, él parado ahí delante a escasos dos metros. Lucía ella una melena lisa, melosa, que ocultaba en parte su rostro. El viajero se sintió mecer como en el inicio de una borrachera, se dejó así llevar, embriagado, en paz con la noche, convencido de que todo estaba bien, de que cada instante era un fin en sí mismo sin necesidad de esperar nada más, y preguntándose finalmente qué más habría, qué extraño condimento nadaría en el plato que acababa de devorar.

Se dirigió entonces a una de las mesas, ocupada por dos mujeres y un hombre. Al interrogarle a ese hombre con un gesto de la mano por ver si podía ocupar el único asiento libre, contestó aquel con una mirada fría que bien podía significar cualquier cosa. Se sentó pues. La afable anciana de la barra, que él supuso la dueña, le sirvió sin pedirlo una taza de café, gesto que el viajero agradeció con una leve inclinación de cabeza. La sensación de ebriedad alegre había remitido en parte, siendo desplazada poco a poco por un fino desasosiego que sentía ascender por el pecho. Deseaba charlar con alguien tras el largo regreso en la única compañía de Murray, su corcel negro, pero sus acompañantes permanecían sin decir palabra. Llamó su atención que los tres vestían de oscuro, y de alguna manera y aunque el jinete no supiera decir por qué, quizás por las miradas que ocasionalmente se cruzaban, parecían conocerse. Una de las mujeres, que rondaría la cincuentena y guardaba su pelo negro en un moño, miraba casi todo el tiempo hacia la mesa, quieta, hundida en su silla. La otra mujer, algo más joven y que quedaba justo a su izquierda, no dejaba de acomodarse en su asiento y carraspear con la garganta. Esta miró al extraño que se acababa de sentar: Nunca lo he visto por aquí…, dijo sonriendo en una mueca nerviosa que al segundo siguiente se desvanecía para volver a dibujarse en su cara. El viajero se alegró de que alguien rompiera el silencio, pero el malestar le ocupaba ya la garganta y le costaba un poco tomar aliento.

Sí, contestó. Encantado, mi nombre es Dave. La verdad es que no conocía este lugar. La mujer, que movía las manos sin decidir dónde dejarlas reposar, se echó su larga melena oscura entreverada de canas hacia atrás, varias veces, pero el cabello regresaba seguidamente a su rostro.

¿Se encuentra bien?, preguntó él.

Sí; sí, contestó ella. Es esta mesa. Pero son mis hermanos, no puedo abandonarlos así como así.

Dave se sentía traspasado por una ansiedad difusa, a través de la cual se abría paso un temor sin objeto, le faltaba el aire y no encontraba postura en la silla. El hombre que se encontraba a su derecha lo miró de soslayo. Su negro sombrero de ala ancha daba una sombra gris en la mitad de su cara, de piel pálida, casi translúcida, y una vena gruesa y azul ascendía por su cuello. A diferencia de sus compañeras, que vestían sencillos vestidos lisos, este portaba un capote también negro que parecía mojado de lluvia.

Qué insoportable fragilidad, arrojados a esta nada, qué poco tiempo nos ha sido dado, ¿verdad amigo?, le dijo entonces a Dave, que sonrió fugazmente por cortesía.  Notó una mano cálida que se posaba en su hombro, y al girarse sintió que los dos ojos verdes de la dueña lo rescataban. ¿Sabe?, dijo ella señalando con la mirada hacia otro grupo de gente. Puede que desde esa otra mesa escuche mejor la música.

Se levantó embotado, con un ánimo oscuro y espeso. Nadie en la mesa dijo nada más. Los límites de lo real, de lo que él veía, parecían fluctuar levemente en su camino tras la mujer, y avanzaba un poco a tientas hasta el lugar que le indicó. Tomó asiento. Los dos hombres y la mujer que ocupaban esta nueva mesa lo miraron. Uno de los hombres, el que quedaba justo a su derecha, con los brazos cruzados sobre el pecho y reclinado hacia atrás, dijo en un tono que a Dave le pareció asco: Mira que sentarse junto a esos…, y giró la cabeza con desdén triste hacia la mesa de la que el viajero venía. Él se sentía algo mejor, al menos la opresión en el cuello había casi cesado…

¿Quiénes son?, inquirió.

¿Esos tres hermanos? La angustia, la tristeza y el miedo, contestó el de antes con desgana, como si le costase mucho trabajo hablar. Dave estaba confundido, y empezó a sospechar si el largo tiempo solo a la intemperie por los senderos del mundo, con la única compañía de su fiel animal, no habría dejado rastros de locura en su alma. Pero es que todo estaba ahí, tan vívido y sólido como la lluvia que lo había guiado hasta ese lugar.

Justo enfrente, una mujer grande, casi obesa, que no rebasaría los treinta años de edad, embutida en un vestido de color amarillo intenso con volantes en la falda, se acunaba en la silla adelante y atrás, adelante y atrás… Su cráneo era llamativamente simétrico y estaba completamente rapado. De improviso, pareció ella caer en la cuenta de su cercanía y detuvo su vaivén: ¿Sabe? Yo he visto, he visto lo que hay detrás de las cosas… pero no comprendo, no logro entender todas las imágenes, esas voces, toda esa luz, todas las sombras, y así no puedo continuar; ¿quién podría? Regresó a su movimiento regular y pareció no ver nada de lo que sucedía alrededor. Dave se dio vuelta hacia su izquierda. Un hombre de mediana edad le observaba como a través de una tranquila benevolencia. Algo le invitó a hablar con él, a sincerarse bajo su atenta mirada, tal vez el azul celeste de su camisa de algodón, que con gracia se cerraba con tres botones color violeta en el cuello.

No sé… este lugar… tal vez me haya vuelto loco. Quizás solo necesite descansar, dijo Dave.

No se preocupe, acotó el hombre de azul. Acaba de escuchar a la locura, esa muchacha. La señaló con una mano. Nuestro otro compañero es el hastío. El de los brazos cruzados se inclinó hacia adelante. Tendría también unos sesenta años y su atuendo consistía en un raído jersey de lana marrón. Frunció la cara y sus arrugas así marcadas acentuaron su desprecio, a la vez que miraba al hombre de azul.

No merece la pena; no lo merece. Todo fue, es y será lo mismo. Una y otra vez, día tras día, el mismo asco, el mismo absurdo, la misma náusea, dijo el hastío y seguidamente se volvió a recostar en el respaldo y cruzó los brazos de nuevo, esta vez sin apartar la mirada de Dave. En ese momento, el hombre que vestía de azul posó su mano sobre la del viajero. Era una piel cálida, vibrante, que logró aquietar un poco su desasosiego.

Creo que el hastío se equivoca. Es un misterio, no podemos saberlo todo, pero intuyo que todo fluye en esta vida y cambia con cada golpe de la mirada, así que es mejor no arrastrar demasiado equipaje. ¿No cree?, dijo mirándole a los ojos con dulzura.

¿Quién es usted?, preguntó Dave.

Me llaman desapego…, contestó. Entonces, la dueña se acercó de nuevo con otro café humeante. Mire, se lo voy a servir en esa otra mesa, dijo mientras señalaba con la barbilla a la última mesa, ocupada por dos personas, que restaba por visitar. Allí estará más cómodo, sentenció. A esas alturas de la noche, Dave se dejó llevar sin objetar nada, encenagado hasta las rodillas en esa taberna onírica, extraña, perdida en una noche de aguacero.

Nada más tomar asiento vio cómo una mujer que rebasaría por poco los cuarenta años, cubierta por una especie de levita color sangre, se apartaba un poco arrastrando su silla. ¿Te crees mejor que yo?, le espetó al viajero alzando la voz.

No, señora, respondió Dave con toda la calma que pudo reunir a pesar de que un fuego ascendía ya por su cuello.

Porque no lo eres…, siguió ella. ¡Ni ninguno de estos!, dijo ya en un grito a la vez que se ponía en pie y miraba en torno suyo. ¡No valéis nada! ¡Sois basura! Los demás seguían a lo suyo, la alegría continuaba tocando; únicamente el hastío le devolvió una malévola sonrisa, y cuando la mujer de rojo parecía disponerse a lanzarse contra él, el brazo del hombre que permanecía sentado a su izquierda la retuvo cogiéndola con firmeza de la muñeca. Era un hombre mayor, menudo, y vestía una extraña levita color verde manzana. Sin pronunciar palabra la atrajo de nuevo hacia la mesa y la mujer regresó a su asiento, mirando todavía amenazadora hacia los lados. Dave se fijó en el hombre, el cual le devolvió una mirada tranquila que descansaba sobre una sonrisa leve.

Usted es…, indagó el viajero.

El sosiego, respondió él con una expresión cálida que aplacó casi de inmediato el furor en su cuello.

Lo suponía… Disculpen, dijo Dave, y seguidamente se levantó. Alcanzó la barra. Detrás trajinaba la mujercita. Si no le importa, me quedaré aquí, y si ha dejado de llover emprenderé la marcha pronto, le dijo. La mujer lo miró divertida, ladeó un poco la cabeza y se sacudió sus manos regordetas en el delantal blanco.

¿Cómo soporta este lugar?, preguntó Dave. La mayoría de ellos parecen unos dementes o se comportan de manera impresentable, dijo casi en un susurro inclinándose sobre la barra. ¿Qué es?, ¿una especie de manicomio?

¿No le han caído bien la ira y el sosiego?, preguntó ella abriendo mucho los ojos.

Bueno…, siguió él. Es que esto le volvería loco a cualquiera, voy de una emoción a otra, arrastrando sensaciones nuevas a cada momento, sintiéndome cada vez distinto y sin saber bien ya quién soy. La mujer miró hacia las mesas: Debajo de todo eso, usted es usted. Siempre será así. Aquí no le moja la lluvia ni le alcanza el frío, ha cenado caliente y puede descansar, así que ni el más desagradable de ellos puede hacerle daño. Yo estoy aquí, los veo entrar y salir, les dejo hacer, y la alegría viene casi todos los días a tocar.

Dave se acercó a una de las ventanas. Gracias por todo, dijo. Estaba amaneciendo en un cielo limpio en el que se acabaría imponiendo el azul. Ya junto a la puerta de madera se giró: Por cierto, ¿quién es usted?

Soy la presencia. Otros me conocen por la lucidez, como usted prefiera. En fin, hasta siempre…, contestó saliendo de detrás de la barra y acercándose un poco. El viajero le dedicó una pequeña reverencia con la cabeza y salió afuera.

El frescor de esa mañana de primavera le despertó los huesos y le acercó la intuición de que aunque regresase algún día, aquella posada ya no estaría allí. Además, pensó todavía con temor que tal vez habría comenzado a perder la cabeza, que probablemente nadie creería su historia… Su corcel le miraba plácidamente bajo el tejadillo. ¡Murray, amigo mío! Regresamos a casa. Ahora vuelve a verse el camino, le dijo rodeando su cuello con los brazos.

Inspiró el aire frío mientras se alejaba al galope. Le llegó un aroma de flores, de foresta, de ríos, pero también le alcanzaron unas sutilísimas notas, lejanas, que se mezclaban con los olores por su pura levedad: los acordes desconocidos para él de la alegría


Relato incluido en el libro de cuentos Casi extintos. Casi eternos.

Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz.


jueves, 25 de marzo de 2021

Algo que no pesa


 

Algo que no pesa


Bajo el dolor

y tu amargura insatisfecha;

bajo la culpa

y su gesto resentido.

 

Tras la envidia,

el odio y sus agravios;

tras la furia

y tu vanidad ignorante.


Más allá de tu risa

y la huella de su alegría;

más allá del ingrávido gozo

en los sentidos, en los cuerpos.

 

Detrás del plúmbeo tedio,

la tristeza, tu fatiga;

detrás de tus castigos

y el deseo encadenado.

 

Más al fondo, ¿qué digo?,

más, más allá, detrás,

bajo todo eso, estás tú:

algo que no pesa,

esa levedad que nada necesita,

un mero transcurrir,

algo que te observa,

esa que no sabe de fortuna ni miseria.         

                                                                      

Un asomarse, un asombro,

algo que no muere,

esa libertad impecable,

un soltar, un abismarse,

algo que da vértigo,

esa liviana vacuidad;

un suceder y nada más.


David Sánchez-Valverde Montero

 


jueves, 18 de marzo de 2021

No era esto



 No era esto


“Vidas agazapadas a salvo, casi detenidas, la respiración de los cuerpos y poco más”.

C. Bukowski (Poema a salvo)

 

¡Cuánto tiempo, Mónica! Javier, dame un beso anda, dijo la mujer tras encontrarlos con la mirada en el fondo del bar y acercarse hasta su mesa.

 Susana…, dijo Javier sonriendo ampliamente después de darle un beso en la mejilla.

 ¿Qué tal guapísima?, preguntó Mónica abrazándola.

 Encantada de veros después de tanto tiempo tan liados. Este es Álex, ¿os conocíais no?

 Nos hemos visto varias veces, cuando nos hemos encontrado con vosotros paseando con los críos… ya sabes, aclaró Javier. Álex sonrió con cortesía.

 ¿Tenéis mucho rato?, preguntó Susana a la vez que se sentaban.

 Un par de horas, más o menos, contestó Mónica. Los hemos dejado con los abuelos. Les darán de merendar y luego pasaremos a recogerlos.

 ¿Cuántos años tienen ya?, inquirió Susana. Era una mujer bonita, tal vez demasiado delgada. Colocó el móvil sobre la mesa y lo miró fugazmente.

 Ya lo sabes… ¿no te acuerdas?, si tienen la misma edad que los vuestros…, dijo Javier riendo un poco.

 Ja, ja, ¡es verdad!, ¡qué tonta! Cuatro años el mayor y uno la pequeña ¿no?

 Eso es, confirmó Javier. ¿Y los vuestros?, ¿qué tal?

 Susana se echó su media melena rubia hacia atrás. Javier miró unos segundos hacia el hombro que había quedado descubierto. ¡Muy bien!, siguió ella. El pequeño está a punto de cumplir el año. La mayor…, lo último es que parece tener altas capacidades. ¡Ya ves!, una hija mía y de este. Señaló a Álex sin levantar apenas la mano.

 Este se movió un poco en su asiento; miraba hacia el suelo. Tenía unos hombros anchos que sobresalían a ambos lados del respaldo de la silla, y la línea del pelo, moreno, muy corto y sin apenas canas, estrechaba quizás demasiado su frente. Levantó entonces sus ojos negros: Lo están estudiando. Podría ser otra cosa, dijo. Y volvió a mirar hacia abajo.

 Susana sonrió nerviosamente: Bueno, ¿y qué tal han caído los cuarenta años? Quién nos ha visto ¿eh?, casados y padres de familia. Somos personas de provecho, ja, ja.

De provecho…, susurró su marido sin mover los ojos.

 Nosotros estamos un poco cansados. Estos años han sido duros, dijo Javier, tensando y relajando distraídamente unos antebrazos delgados y fibrosos, que acompañaban a un cuerpo atlético y probablemente muy acostumbrado al deporte intenso. Trabajamos los dos, ya sabes. Corres para todo pero no llegas. A veces se hace un poco difícil. Pero verlos crecer…, a mí me compensa todo. Además, no sería lo que soy si no hubiera sido padre. Soy mejor persona, eso seguro, sé cosas de mí que antes no sabía…

 ¿Y te gustan?, interrumpió Álex.

 ¿Lo qué?, preguntó Javier con un gesto de molestia.

 Esas cosas que antes no sabías de ti… Álex le miraba serio.

 Pienso como tú, Javier, siguió alegre Susana guardando el móvil en el bolso. Pero también estoy contenta. Estoy encantada. Además, ahora tenemos recursos de apoyo: revistas, libros, blogs, chats… y nuevos profesionales muy bien formados a los que puedes recurrir con dudas y problemas.

 Javier y ella se sostuvieron la mirada unos segundos mientras sus sonrisas menguaban. El sol de la tarde había comenzado su declive y el bar albergaba ya muchas zonas sombrías. Todavía un último haz de luz crepuscular daba de lleno en la espalda de Javier y hacía casi translúcidos sus escasos cabellos. Mónica carraspeó levemente. Llevaba el pelo corto pero guiaba cada poco tiempo el cabello por detrás de las orejas, atusándoselo con los dedos índice y corazón: La verdad es que yo me siento muy cansada. Muy cansada. A menudo el tedio me resulta insoportable, es una especie de cansancio extremo, un desaliento difícil de localizar, dijo en voz baja. Álex pareció sonreír veladamente, levantó la cabeza y la miró.

 Sí, explicó Javier. Para ella es más duro. Yo trabajo más horas y Mónica está sola con los dos los peores ratos. Ya sabéis, al punto de la mañana, a última hora con los baños y cenas…, probablemente, si tuviera más tiempo para ella…, pero todo llegará ¿verdad? Le pasó a su mujer la mano por encima de los hombros y meneó su cuerpo suavemente. Ella se dejó hacer sonriendo apenas.

 Claro, afirmó Susana. Tener algo de tiempo es primordial. Yo consigo a duras penas sacar algunos ratos para ir al gimnasio. Si no, me volvería loca.

 Álex estaba de nuevo en algún lugar entre sus manos y el suelo. El local se hallaba ya casi por entero en penumbra. Se oía el tintineo ocasional del contacto de vasos o botellas entre sí tras la barra, el quejido de la puerta del bar cuando alguien entraba o salía, rumor de conversaciones entre los escasos clientes, y una música de fondo casi inaudible.

 Bueno, ¿y cuándo nos juntamos para pasar un par de días juntos? ¿Playa o montaña?, preguntó Javier tras unos segundos de silencio entre ellos.

 Sí, secundó Susana aplaudiendo sin hacer ruido. Lo pasaríamos muy bien. Además, los críos hace tiempo que no se ven. Álex la miró brevemente de soslayo.

Algo más de tiempo para una lo haría menos duro, es verdad, dijo Mónica de improviso con la vista clavada en la mesa. Pero no es suficiente, al menos no para mí. Sé que soy afortunada; no me sucede nada realmente grave. No sé, nunca pensé, no sabía, no era esto lo que yo… En ese instante miró a Javier con los ojos húmedos: ¿Dónde quedo yo?, ¿qué hay de mí?, ¿qué queda de nosotros dos? Suspiró brevemente. Perdonad, voy a salir cinco minutos.

 Álex se incorporó detrás de Mónica: Yo también necesito que me dé el aire. Este sitio es horroroso.

 Susana y Javier los siguieron con la mirada. Se encendieron las luces en el interior del local: una luz amarilla, quizás excesivamente cálida. No dijeron nada más, apenas se miraron con una media sonrisa, y a los pocos segundos se levantaron y salieron.

 Fuera, ya había anochecido.


Cuento incluido en el libro de relatos "Casi extintos. Casi eternos".


martes, 16 de marzo de 2021

Mutaciones


 

Mutaciones

 

Qué tonta es esta alegría

que encuentro ya por la tarde,

¡si yo era gris y cobarde

al despertar este día!;

es que yo no comprendía

mi veleidad misteriosa,

mis cambios de negro a rosa

desde la mañana cálida

(nuestra sábana y crisálida)

hasta la noche sinuosa.


David Sánchez-Valverde Montero


miércoles, 10 de marzo de 2021

Mamá abrirá las ventanas



 Mamá abrirá las ventanas


“… mostrar una generación que fue destruida por la guerra, aunque escapara a las granadas”.

E.M. Remarque (Sin novedad en el frente)

 

Las botas se me hunden en el barro esta mañana, un lodo gris, hecho de orines y sangre. Dijeron que para Navidades los hijos de Francia regresaríamos victoriosos, pero no, esto no parece tener fin…, el frente prácticamente no se mueve; nuestro hogar son estas míseras trincheras. Mi nombre es Léo Bonheur, llevo solo unas semanas aquí y siento que ya no puedo más: asegurar las paredes, mantener los pasillos y refugios, lograr que los piojos y las ratas no te coman vivo, no volverse loco. No volverse loco, no volverse loco…

El sargento se detiene frente a mí. Me mira con una altivez impostada: ¿Qué hace soldado?, ¿ha terminado sus tareas?

¡Sí señor!

 El tedio es apabullante. También él puede hacer que un hombre pierda el juicio: las picaduras de las pulgas irritan más, la suciedad y el olor a muerte ocupan más espacio, y el miedo, el miedo te gangrena más deprisa. No sé si prefiero morir aquí sepultado en las trincheras o más allá de la alambrada, en la tierra de nadie. Desde luego, caer bajo las ametralladoras alemanas, o peor, quedar agonizando durante horas entre cadáveres me aterra sobremanera; pero pensar que un obús de los teutones me pueda arrancar los brazos o enterrarme vivo bajo estos parapetos, no sirve de alivio. Maldito tedio, ya se me está yendo la cabeza otra vez, no volverse loco, no volverse loco…

 Armand es un joven normando que se alistó conmigo. Fuimos juntos a la escuela; no me caía mal pero no llegamos a ser amigos. Acaba de pasar frente a mí cargando con desgana cajas de munición. Parece no haberme visto: no habla hace días, su mirada se ha vaciado, las manos le tiemblan casi todo el tiempo, si te diriges a él hace un mohín de molestia y sigue a lo suyo. La angustia nos acompaña cada segundo. También ella puede hacer que un soldado enloquezca. Despiertas y está ahí, cuando compruebas que todo esto no es un mal sueño; escuchas las descargas de artillería y ahí está, mientras rezas para que el impacto caiga un poco más allá; caes dormido y te acompaña también, una opresión ácida en el pecho, casi en la garganta, pues los sueños no son los del hombre en su vida como civil, son jirones de ansiedad y pesadilla. Sé que aquí moriremos todos aunque no nos maten. Dios mío…, no volverse loco, no volverse loco…

 La picadora de carne reclama su tributo. Los de las cocinas dicen que han oído que el Estado Mayor ha fijado el día para un nuevo ataque inútil. Después del agravio inicial, del fragor patriótico y las soflamas, un poso de sinsentido anida en nuestros corazones. El absurdo no se da tanta prisa en acabar con uno como el tedio, la ansiedad y el miedo, pero es igual de eficaz: termina por disolver los pocos restos de cordura que uno atesore. Desde las trincheras en primera línea y a la señal, ascenderemos por las escalas y nos lanzaremos a una muerte casi segura entre el silbido de las primeras balas, retumbar de explosiones, el crujir del mundo, las cortinas de tierra arrancadas a un suelo ya muerto que es torturado una y otra vez, avanzando entre cráteres, aullidos casi inhumanos, gritos sofocados por un ruido de fondo atronador, compañeros caídos, miembros sangrantes, gemidos sin consuelo posible, metralla inclemente volando de aquí para allá; hasta que llegue el silencio. ¿Qué estoy haciendo aquí madre mía? No volverse loco, no volverse loco…

 El día ha pasado sin novedad, como casi todos. Esta noche no me tocaba guardia pero he despertado antes de tiempo: una rata hurgaba bajo mis rodillas. El leve carraspeo del animal contra la tela me ha arrancado del sueño. Armand está a mi lado, sentado, no duerme, no habla, mira indiferente al roedor asustado que ahora dobla la esquina de nuestro agujero y se aleja en la oscuridad. Sí, definitivamente ya sé para qué estoy aquí: para no perder la cabeza a pesar de todo. Si sobrevivo debo regresar siendo yo, con lo que quede de mí. No hay más razón para todo esto. Me alegra el haber comprendido ya el sentido de mi sufrimiento, pues el ataque está fijado para hoy al alba.

 Desayuno frugal para entrar en calor y algo de licor para espantar el miedo; pero miro a la marabunta de hombres que nos disponemos a saltar la trinchera, y solo veo una masa de seres ateridos, mugrientos, aterrados. Una hora antes del crepúsculo comienza nuestra descarga de artillería. Las posiciones alemanas están a unos cien metros de nosotros, y se supone que el infierno que ya está desatándose sobre ellos facilitará nuestro avance. Un bretón a mi derecha que dice tener treinta y cinco años pero aparenta diez más, se atusa el bigote con parsimonia; sube al escalón de tirador y se asoma con cuidado: No sé amigo…, dice sin mirarme, ellos tienen mejores refugios que nosotros, tal vez les piten un rato los oídos. Los proyectiles parten desde varias millas a nuestra espalda, lacerando un cielo hastiado de guerra, y explotan delante de nosotros, tan cerca que creo sentir en la cara la tierra y el fuego.

 Está amaneciendo… La artillería ha callado un momento. Se escucha algún pájaro a lo lejos. El cielo está tan despejado que parece una bóveda de cristal. Echo de menos el verde de la hierba y de los árboles, las flores, los ríos, el trasiego de las gentes en las calles de mi pueblo. Pero este día es precioso; una ligera brisa acompaña los primeros rayos del astro rey que lo abrazan todo, indiferentes al paisaje desolado, al suelo gris y al alambre de espino, a los tocones de los árboles destrozados, a nuestra miseria… Un oscuro presentimiento me dice que los boches nos van a dar bien: en esta mañana de octubre una calma gélida se agazapa al otro lado de la tierra de nadie. Mi mano izquierda tiembla y me duele la mandíbula, a los lados, justo bajo las orejas: No volverse loco, no volverse loco, ahora no… Aprieto el fusil y entonces se oye el silbido, la señal de carga: ascendemos pesadamente por la pared y avanzamos por un paraje yermo, cuando los proyectiles de mortero comienzan a caer y las ametralladoras alemanas inician su siega, las ráfagas mortales que hacen caer a los primeros hombres. Armand se ha refugiado en un inmenso cráter. Le grito por su nombre pero se arremolina en posición fetal. Escucho su voz por primera vez desde hace tiempo: ¡Mamá!, ¡mamá!...

 

                                    ***********************************


Apenas puedo respirar ni ver a un palmo. El aire es oscuro y caliente, sabe a tierra, quema la garganta. Un pitido agudo me rompe la cabeza… Léo me mira a través del humo, desde el borde de este agujero. Su silueta se pierde y regresa. Parece gritarme algo, está desesperado, no sabe que él es solo parte de mi pesadilla. Pronto, mi madre me despertará, ¡arriba Armand, un nuevo día!, correrá las cortinas y abrirá las ventanas de mi habitación, tarareando cualquiera de sus letanías de infancia. En estos días el bocage normando está precioso; saldremos a pasear por la costa hasta la península de Cotentin, tal vez acabemos el día en un Café de Caen.

 Despierto ya, pero caigo en otro sueño. Mamá abrirá las ventanas de un momento a otro. Este sueño es muy diferente, un brillo como de plata lo enmarca todo, está tan limpio, hay tanta luz…, parece un hospital. Dos ángeles surgen de pronto a mi lado vistiendo unas ropas blancas, limpias y luminosas también. Me incorporo un poco y descubro con alegría que Léo está sobre otra cama muy cerca de mí. Los ángeles nos sonríen, nos ofrecen a la boca un caldo sabroso y salado. No puedo mover las manos, y noto cómo la sopa caliente cae por mí hacia abajo y me recorre una calma dulce. Uno de los ángeles toca un poco mi brazo, y siento un dolor, un pinchazo ácido en la piel. Echo una última mirada a Léo antes de caer dormido en mi sueño: se agita ahora como un gato mojado, grita pero su voz apenas llega hasta mí, lucha por liberar sus brazos y piernas; entonces el plato cae y estalla contra el suelo.

¡No! El ruido regresa otra vez pero no me alcanza, no me alcanza, pues ya estoy muy lejos. Pobre Léo, no sabe que es solo parte de mi sueño, que muy pronto mamá entrará en la habitación y abrirá las ventanas…


David Sánchez-Valverde Montero (Relato perteneciente al libro Casi extintos. Casi eternos)

Fotografía de Iñaki Mendivi Armendáriz.


viernes, 5 de marzo de 2021

Un gran malentendido

 


Un gran malentendido

 

Se agotan los días y desgranan los años,

acumulándose poco a poco lo vivido.

Se solapan los pleitos, rencores y daños

con amistades, familia y bien avenidos.

 

La vida es redundancia, confuso pleonasmo;

creo que dejaré todo tal como ha acontecido,

pues no hallo remedio que disipe el marasmo

y solo haré más ruido si enredo la madeja.

Así que adelante, y si la conciencia me deja

libaré de alguna flor el licor del olvido.


David Sánchez-Valverde Montero

 


martes, 2 de marzo de 2021

Azúcar y chocolate

 


Azúcar y chocolate

 

“Cuando nací un hada se inclinó sobre mi cuna y me dijo: No probarás más que una parte minúscula de esta vida y, a cambio, la percibirás entera”.

Christian Bobin (Resucitar)


Una meningitis fulminante casi me mató a los catorce años. Casi; no lo consiguió, pero quedé invidente. Me he manejado en la vida aceptablemente bien. Primero con ayuda de mis queridos y difuntos padres; más tarde con el apoyo ocasional de hermanos y amigos. Los últimos cuarenta años en la compañía de tres cánidos excepcionales. El tercero de ellos, Teo, todavía está a mi lado. Muy viejo, como yo, pero aún aquí. Un labrador dorado de pelaje marrón claro, como caramelo ligero, en la cara dos ojos siempre solícitos restallando de suprema bondad. Todo esto, claro está, no lo he visto nunca; pero lo dice a menudo el dueño de una churrería cercana a la que acudimos casi todas las tardes.

Ya se acerca la hora del paseo. Suelo estar yo entonces escuchando la radio o el televisor, o si tengo fuerzas leyendo en Braille algún libro. Teo se acerca, unos pasos leves, casi un chapoteo sobre el parquet, después su cabeza se restriega contra mi muslo, el hocico húmedo y su boca que buscan mi mano, la chupa con su lengua áspera, ronronea, finge que llora el muy bribón y mis dedos encuentran su costado caliente, vivo y palpitante, para luego acariciar su mullido cuello. Me incorporo y le coloco el correaje. Resopla de alegría, ladra un par de veces, se mete entre mis piernas, siento su ya deshilvanado pelaje aun a través del pantalón, casi me hace caer. Cuando recuerdo que es un privilegio tenerlo a mi lado, sonrío. Olvido hacerlo a veces, si la melancolía, sobre todo en invierno, se ha acumulado en mi pecho a esa hora crepuscular.

Como siempre, Teo gruñe durante todo el trayecto de bajada en el ascensor. Tranquilo…, le digo. No sirve de nada. Llegamos al descansillo del portal y tira un poco de mí, mi bastón revuelve las sombras, su puntero vibra en mi mano como un código Morse en la oscuridad. Alcanzamos la calle. Entonces, él se calma, me acompaña dócilmente y en silencio, una calma que nunca consigue equilibrar la avalancha de sonidos y sensaciones que me trae el exterior. Ya en el portal me alcanzaba una vibración atenuada, pero nada más abrir la puerta, se rompe la burbuja y todo accede de golpe. Me cuesta unos segundos encajar tanta realidad, tanto presente, tanto ahora. Inspiro, es otoño y el aire ya es frío, aunque no helador. Lo retengo un poco en el pecho pues me ayuda a recuperarme después de la conmoción, del impacto contra la ciudad. Teo espera a mi lado. Un viento ligero y húmedo se desliza por mi cuello, y la oscuridad comienza a esbozar formas, límites, a entregar sonidos, movimientos, vibraciones. La verdad es que hace muchos años que rara vez siento miedo; siento muchas otras cosas. Varios niños pasan correteando a nuestro lado, Teo da un casi imperceptible respingo, el aire que mueven me alcanza, sus voces infantiles se alejan y son sepultadas por el bufido del autobús que ha parado en la acera de enfrente, puede rescatarse el trino de algún pájaro si uno aísla los sonidos lo suficiente, pero el bus ya arranca, ahora un perfume dulzón que sigue a un rítmico taconeo lo vela todo por completo, para ser desplazado de golpe por el rugido incisivo de una moto que pasa cerca, demasiado cerca, un humo sucio me impregna la garganta. Alejémonos de tanto ruido, Teo.

Descendemos por un bulevar que se abre por un extremo a un amplio espacio de arboledas y jardines, surcado por caminos de gravilla que se entrecruzan, murmullo de fuentes de piedra y un manto de césped cuidado y fresco. Me siento en el tercer banco de madera tras el siseo líquido de la segunda fuente. La caída del agua apenas me alcanza, uno, dos, tres, cuatro pasos, un poco a la derecha mis dedos encuentran el reposabrazos metálico. Hemos llegado Teo. Apoyo la espalda y dejo caer mi mano derecha sobre la cabeza del perro. Aquí sí, en estos lugares soy capaz de abrazar todo lo que hasta mí llega, dejarlo revolotear y posarse sobre el lienzo de la vida. No me asaltan los sonidos, ni me golpea el aire, todo es, emerge y se desvanece en el silencio.

Últimamente el recuerdo de mis padres y mis hermanos se dibuja en mi memoria cada vez que acudo a este lugar. Sus voces me llegan nítidas, pero sus imágenes son poco más que un dibujo corrido. Los últimos días también me descubro con frecuencia pensando en ella: mi única historia de amor, hace ya casi treinta años, con una mujer también ciega. Sara… mis manos ascienden por su espalda hasta los hombros desnudos, la atraigo hacia mí, expira un éter cálido sobre mis párpados cerrados, su piel, la mía, ¿dónde termino yo?, ¿dónde comienza ella?, y volamos, volamos… Sé que si alguna vez he tocado a Dios, ha sido de su mano. En fin, se está haciendo tarde. Tomemos el camino de vuelta. Tenemos hambre, ¿verdad Teo? Prometo guardar algo rico para ti.

Muchos pasos antes de llegar, el aire se tiñe de grasa caliente, azúcar, cacao. Teo acelera ligeramente el paso. ¿Tú también lo notas eh? Tienes que quedarte aquí, ya lo sabes. Pero no te haré esperar a que yo termine; en cuanto me sirvan te saco un par de churros. Teo rezonga un poco. Abro la puerta de la churrería. Reconozco el olor a madera vieja y húmeda, el ambiente templado, acogedor, una marea dulzona y densa que me engulle rápidamente y lo ocupa todo. El murmullo que me rodea es mucho menos intenso que ayer. Por eso sería que no nos atendieron; y es que no me atreví a preguntar pues supuse que de tanto trabajo no daban abasto. Pero hoy no nos vamos a ir de vacío. Así que me acerco a la barra, mi bastón asegura el trayecto. Hola, buenas tardes. Nadie responde. ¡Hola! ¿Hay alguien? Silencio; solo aisladas voces en las mesas, sillas que chirrían un poco al acomodarse. ¿Por favor? Nada. ¿Será posible? Salgo fuera. Teo, creo que hoy tampoco tengo nada para ti. El perro responde con un gañido lastimero.

Permanecemos en un silencio extraño durante unos segundos. Inesperadamente Teo se levanta y gruñe sonoramente. Rrrrrr. Un ladrido estalla frente a nosotros, a muy escasa distancia. Teo responde ladrando a su vez. La algarada cubre todos los demás sonidos. Mi brazo retiene al perro, que pugna por lanzarse tirando hacia los lados. La tensión me recorre hasta el cuello. Una voz infantil, no sabría decir, de ocho o diez años, probablemente una niña, dice con toda la autoridad que le permite su tono aflautado: ¡Tor! ¡Déjalos en paz! Su can la ignora por completo y prosigue con sus ladridos. Teo sigue tirando, gruñe, sus patas resbalan, ladra con fuerza. La niña lo intenta: ¡Tor! ¡Ya te he dicho que…! Tranquila bonita, le digo sonriendo e intentando alzar la voz por encima del tumulto. Una voz de mujer irrumpe desde mi izquierda. Ana, hija, ¿qué hacéis? Es Tor, que no deja de ladrar a este señor y a su perro… Ana, ¿pero qué dices? Deja de jugar; ahí no hay nadie. Anda vamos, que llegamos tarde. Pasos que se alejan. ¿Pero no los ves mamá? Los ladridos declinan hasta que dejan de ser en la distancia. Teo gruñe todavía.

Nadie. No hay nadie…

Una luminosidad casi insoportable barre mis tinieblas de repente. Todos los colores toda la luz todas las formas, algunas reconocibles y otras extrañas para mí se dibujan sin descanso alrededor, se deshacen al instante siguiente y vuelven a aparecer. Entonces, el suelo se abre y resbalamos por una pendiente lisa, nos zambullimos a nuestro paso por breves estanques de color líquido, emergemos del azul y atravesamos el amarillo, después el verde, seguimos rápido hacia abajo y los colores nos embarran, nos salpican por doquier, Teo ladra alborozado, veo su pelaje por primera vez, teñido de violeta, de azul, de naranja, yo río como un niño y… ¡me veo!, mi ropa manchada de verde, rojo, marrón, caemos, caemos, un vértigo intenso asciende desde el pecho y estallamos juntos contra una acuarela insondable.

Teo lame mis lágrimas. Estamos de vuelta en nuestra calle, la churrería a mi espalda; puedo ver, y las cosas tienen casi el aspecto que imaginaba. Nadie nos mira al pasar. Todo a nuestro alrededor acontece como si no estuviéramos en este lugar. Empiezo a comprender…, parece que nos vamos Teo. Creo que ni tú ni yo debíamos seguir ya aquí. Mi compañero me mira. Era verdad, sus ojos se desbordan de bondad, y yo diría que también de alegría.

Inspiro profundamente, retengo el aire, quiero llevarme conmigo el azúcar y el chocolate.


(Cuento perteneciente al libro de relatos "Casi extintos. Casi eternos", David Sánchez-Valverde Montero. Ediciones Amaniel)


Entradas