Azúcar y
chocolate
“Cuando
nací un hada se inclinó sobre mi cuna y me dijo: No probarás más que una parte
minúscula de esta vida y, a cambio, la percibirás entera”.
Christian Bobin (Resucitar)
Una meningitis
fulminante casi me mató a los catorce años. Casi; no lo consiguió, pero quedé
invidente. Me he manejado en la vida aceptablemente bien. Primero con ayuda de
mis queridos y difuntos padres; más tarde con el apoyo ocasional de hermanos y
amigos. Los últimos cuarenta años en la compañía de tres cánidos excepcionales.
El tercero de ellos, Teo, todavía está a mi lado. Muy viejo, como yo, pero aún
aquí. Un labrador dorado de pelaje marrón claro, como caramelo ligero, en la
cara dos ojos siempre solícitos restallando de suprema bondad. Todo esto, claro
está, no lo he visto nunca; pero lo dice a menudo el dueño de una churrería
cercana a la que acudimos casi todas las tardes.
Ya se acerca la hora del paseo. Suelo estar yo
entonces escuchando la radio o el televisor, o si tengo fuerzas leyendo en
Braille algún libro. Teo se acerca, unos pasos leves, casi un chapoteo sobre el
parquet, después su cabeza se
restriega contra mi muslo, el hocico húmedo y su boca que buscan mi mano, la
chupa con su lengua áspera, ronronea, finge que llora el muy bribón y mis dedos
encuentran su costado caliente, vivo y palpitante, para luego acariciar su
mullido cuello. Me incorporo y le coloco el correaje. Resopla de alegría, ladra
un par de veces, se mete entre mis piernas, siento su ya deshilvanado pelaje
aun a través del pantalón, casi me hace caer. Cuando recuerdo que es un
privilegio tenerlo a mi lado, sonrío. Olvido hacerlo a veces, si la melancolía,
sobre todo en invierno, se ha acumulado en mi pecho a esa hora crepuscular.
Como siempre, Teo gruñe durante todo el trayecto de
bajada en el ascensor. Tranquilo…, le digo. No sirve de nada. Llegamos al
descansillo del portal y tira un poco de mí, mi bastón revuelve las sombras, su
puntero vibra en mi mano como un código Morse en la oscuridad. Alcanzamos la
calle. Entonces, él se calma, me acompaña dócilmente y en silencio, una calma
que nunca consigue equilibrar la avalancha de sonidos y sensaciones que me trae
el exterior. Ya en el portal me alcanzaba una vibración atenuada, pero nada más
abrir la puerta, se rompe la burbuja y todo accede de golpe. Me cuesta unos
segundos encajar tanta realidad, tanto presente, tanto ahora. Inspiro, es otoño
y el aire ya es frío, aunque no helador. Lo retengo un poco en el pecho pues me
ayuda a recuperarme después de la conmoción, del impacto contra la ciudad. Teo
espera a mi lado. Un viento ligero y húmedo se desliza por mi cuello, y la
oscuridad comienza a esbozar formas, límites, a entregar sonidos, movimientos,
vibraciones. La verdad es que hace muchos años que rara vez siento miedo;
siento muchas otras cosas. Varios niños pasan correteando a nuestro lado, Teo
da un casi imperceptible respingo, el aire que mueven me alcanza, sus voces
infantiles se alejan y son sepultadas por el bufido del autobús que ha parado
en la acera de enfrente, puede rescatarse el trino de algún pájaro si uno aísla
los sonidos lo suficiente, pero el bus ya arranca, ahora un perfume
dulzón que sigue a un rítmico taconeo lo vela todo por completo, para ser
desplazado de golpe por el rugido incisivo de una moto que pasa cerca,
demasiado cerca, un humo sucio me impregna la garganta. Alejémonos de tanto
ruido, Teo.
Descendemos por un bulevar que se abre por un extremo
a un amplio espacio de arboledas y jardines, surcado por caminos de gravilla
que se entrecruzan, murmullo de fuentes de piedra y un manto de césped cuidado
y fresco. Me siento en el tercer banco de madera tras el siseo líquido de la
segunda fuente. La caída del agua apenas me alcanza, uno, dos, tres, cuatro pasos,
un poco a la derecha mis dedos encuentran el reposabrazos metálico. Hemos
llegado Teo. Apoyo la espalda y dejo
caer mi mano derecha sobre la cabeza del perro. Aquí sí, en estos lugares soy
capaz de abrazar todo lo que hasta mí llega, dejarlo revolotear y posarse sobre
el lienzo de la vida. No me asaltan los sonidos, ni me golpea el aire, todo es,
emerge y se desvanece en el silencio.
Últimamente el recuerdo de mis padres y mis hermanos
se dibuja en mi memoria cada vez que acudo a este lugar. Sus voces me llegan
nítidas, pero sus imágenes son poco más que un dibujo corrido. Los últimos días
también me descubro con frecuencia pensando en ella: mi única historia de amor,
hace ya casi treinta años, con una mujer también ciega. Sara… mis manos
ascienden por su espalda hasta los hombros desnudos, la atraigo hacia mí,
expira un éter cálido sobre mis párpados cerrados, su piel, la mía, ¿dónde
termino yo?, ¿dónde comienza ella?, y volamos, volamos… Sé que si
alguna vez he tocado a Dios, ha sido de su mano. En fin, se está haciendo
tarde. Tomemos el camino de vuelta. Tenemos hambre, ¿verdad Teo?
Prometo guardar algo rico para ti.
Muchos pasos antes de llegar, el aire se tiñe de grasa
caliente, azúcar, cacao. Teo acelera ligeramente el paso. ¿Tú también lo notas
eh? Tienes que quedarte aquí, ya lo sabes. Pero no te haré esperar a que yo
termine; en cuanto me sirvan te saco un par de churros. Teo rezonga un poco. Abro la puerta de la churrería. Reconozco el
olor a madera vieja y húmeda, el ambiente templado, acogedor, una marea dulzona
y densa que me engulle rápidamente y lo ocupa todo. El murmullo que me rodea es
mucho menos intenso que ayer. Por eso sería que no nos atendieron; y es que no
me atreví a preguntar pues supuse que de tanto trabajo no daban abasto. Pero
hoy no nos vamos a ir de vacío. Así que me acerco a la barra, mi bastón asegura
el trayecto. Hola, buenas tardes. Nadie responde. ¡Hola! ¿Hay alguien?
Silencio; solo aisladas voces en las mesas, sillas que chirrían un poco al
acomodarse. ¿Por favor? Nada. ¿Será posible? Salgo fuera. Teo, creo que hoy
tampoco tengo nada para ti. El perro responde con un gañido lastimero.
Permanecemos en un silencio extraño durante unos
segundos. Inesperadamente Teo se levanta y gruñe sonoramente. Rrrrrr. Un ladrido estalla frente a nosotros,
a muy escasa distancia. Teo responde ladrando a su vez. La algarada cubre todos
los demás sonidos. Mi brazo retiene al perro, que pugna por lanzarse tirando
hacia los lados. La tensión me recorre hasta el cuello. Una voz infantil, no
sabría decir, de ocho o diez años, probablemente una niña, dice con toda la
autoridad que le permite su tono aflautado: ¡Tor! ¡Déjalos en paz! Su can la
ignora por completo y prosigue con sus ladridos. Teo sigue tirando, gruñe, sus
patas resbalan, ladra con fuerza. La niña lo intenta: ¡Tor! ¡Ya te he dicho
que…! Tranquila bonita, le digo sonriendo e intentando alzar la voz por encima
del tumulto. Una voz de mujer irrumpe desde mi izquierda. Ana, hija, ¿qué
hacéis? Es Tor, que no deja de ladrar a este señor y a su perro… Ana, ¿pero qué
dices? Deja de jugar; ahí no hay
nadie. Anda vamos, que llegamos tarde. Pasos
que se alejan. ¿Pero no los ves mamá? Los
ladridos declinan hasta que dejan de ser en la distancia. Teo gruñe todavía.
Nadie. No hay nadie…
Una luminosidad casi insoportable barre mis tinieblas
de repente. Todos los colores toda la luz todas las formas, algunas
reconocibles y otras extrañas para mí se dibujan sin descanso alrededor, se
deshacen al instante siguiente y vuelven a aparecer. Entonces, el suelo se abre
y resbalamos por una pendiente lisa, nos zambullimos a nuestro paso por breves
estanques de color líquido, emergemos del azul y atravesamos el amarillo,
después el verde, seguimos rápido hacia abajo y los colores nos embarran, nos
salpican por doquier, Teo ladra alborozado, veo su pelaje por primera vez,
teñido de violeta, de azul, de naranja, yo río como un niño y… ¡me veo!, mi
ropa manchada de verde, rojo, marrón, caemos, caemos, un vértigo intenso
asciende desde el pecho y estallamos juntos contra una acuarela insondable.
Teo lame mis lágrimas. Estamos de vuelta en nuestra
calle, la churrería a mi espalda; puedo ver, y las cosas tienen casi el aspecto
que imaginaba. Nadie nos mira al pasar. Todo a nuestro alrededor acontece como
si no estuviéramos en este lugar. Empiezo a comprender…, parece que nos
vamos Teo. Creo que ni tú ni yo debíamos seguir ya aquí. Mi compañero me mira. Era verdad, sus ojos se desbordan de bondad,
y yo diría que también de alegría.
Inspiro profundamente, retengo el aire, quiero
llevarme conmigo el azúcar y el chocolate.
(Cuento perteneciente al libro de relatos "Casi extintos. Casi eternos", David Sánchez-Valverde Montero. Ediciones Amaniel)
Hola David, me ha gustado mucho, los que hemos tenido un labrador lo entendemos un poquito mejor, un abrazo y cuidaros mucho de esta p... pandemia
ResponderEliminarMe alegro mucho, compañer@.
ResponderEliminar