lunes, 7 de febrero de 2022

Un día feliz

 


Un día feliz


“Entonces te miro, y el mundo está bien conmigo.  Solo una mirada, y sé que va a ser, un día maravilloso”.

Bill Withers (Lovely Day)

Un día feliz

Va camino del trabajo siguiendo distraídamente los pasos de una pareja de octogenarios. Estos se acercan a una encrucijada de calles. Justo al llegar al cruce, la pareja se intercambia varios gruñidos ininteligibles, dando a entender que ninguno va a dar su brazo a torcer y acto seguido se dirige cada uno por un camino diferente para confluir de seguro minutos después en el mismo punto. Ella pasa casi a diario por aquí y sabe que ambas rutas van a parar al mismo lugar, sin apenas diferencia en el tiempo que cuesta transitarlas. Una tristeza difícil de localizar la invade al contemplar la escena: la necedad en el humano la suele acompañar un rato en estos trances, riéndose para sus adentros de su ya exigua esperanza.

Poco después entra en la oficina, donde trabaja de secretaria comercial para una gran compañía eléctrica. La escena de los ancianos va disipándose ya, entre las cuatro paredes de esta bajera reconvertida. Dos mesas con sus monitores y material de oficina, unos cuantos estantes detrás para amontonar papeleo y varias sillas enfrente que hacen las veces de sala de espera. La estancia está excesivamente iluminada, al menos para ella; una luz que parece rebotar en las paredes escasamente adornadas con pósteres publicitarios, una luz que resalta todavía más su también excesiva palidez.

Hola, saluda su única compañera levantando brevemente los ojos por encima de la pantalla del ordenador. Llegó hace varios meses, cuando ella ya rebasaba los dos años en esta oficina. Piensa que se maquilla bien, que sabe sacarse partido, luce el pelo cuidado y brillante, y resulta siempre muy agradable en el trato.

Hola, ¿qué tal?, contesta (¿Cómo logra sonreír tanto?, su vida no parece mejor que la mía…). Tras muchos cafés a la hora del descanso cree que es buena persona. Desde que su compañera le cogió confianza, le dice alguna vez que es tan blanca que aunque se muriera en ese momento duda seriamente que el color de su piel cambiase en algo. No le molesta. Se ríe a gusto con ella, y no suele reírse con frecuencia. Además, siempre le han comentado lo de su palidez. En el colegio, a pesar de no sentirse muy guapa, interpretó a Blancanieves en dos ocasiones.

Ya entran los primeros clientes. A veces no hay mucho que hacer, pero generalmente están bastante ocupadas. Es un trabajo de cara al público, sobre todo de cara a sus quejas y problemas. Son una especie de primera barrera de contención, un trabajo rutinario y prácticamente a diario bastante crispante. Además, claro está, mal pagado.

Hola. ¿Qué desea? Es un jubilado. Lleva calada una gorra de marinero y sus ojos son dos cortes finos en la piel. No sonríe en ningún momento. Ella apenas le ha mirado pero sabe de antemano que va a darle problemas. Que no entiende la factura, dice (Dios mío… Cinco años de carrera, un máster y dos idiomas para esto). Se la lee despacio e intenta aclarar sus dudas. Todo parece correcto, le dice. Contesta él que no está de acuerdo, que antes entendía las facturas. ¡Ahora las enrevesan para engañarnos!, sentencia. Todo se ha vuelto más complicado, concede ella; y añade que no puede hacer nada más, que si lo desea presente una queja. ¿Para qué?, espeta el abuelo (Tiene razón; ¿para qué?). Lo ve dirigirse a la salida mascullando algo y apretando las mandíbulas. Ya en la calle mira a los lados y por último hacia el cielo.

Con bastante frecuencia, sobre todo en el trabajo, siente ganas de llorar, de gritar, de estallar desde dentro de alguna forma. Entonces, esquiva más de lo habitual las miradas de los clientes o se esconde tras el monitor. Se le pasa enseguida, aunque últimamente cree que va a peor. Ahora le toca el turno a un hombre de mediana edad: parado de larga duración con ayudas sociales y familia numerosa. Es muy grande, apenas cabe en la silla, como un adulto sentado en un pupitre escolar, se remueve inquieto, y bajo sus ojos dos bolsas grises parecen suplicar algo en silencio. No le puede salvar. Él lo sabe; ella lo sabe. Pero aun así se harán daño. Sus ojos comienzan a incendiarse cuando le dice que faltan algunos papeles entre la documentación que aporta.

¿Qué es lo que falta? ¡He sido cliente vuestro por más de treinta años!, exclama ya con un fuego en la mirada que retiene apenas la rabia y la furia (Es verdad. Le comprendo. ¿Pero qué es lo que esperan de mí?). Ella le dice que no es cosa suya, que le gustaría ayudarle. El hombre le mira unos segundos fijamente. El fuego se ha extinguido bajo un desaliento triste. Hace unos instantes ella cree que hubiera podido matarla, explotar de alguna manera y arrasar con todo. Pero ahora no; levanta su corpulento cuerpo y se dirige afuera sin decir adiós. Lo observa a través del cristal, inerme, parado unos segundos entre los pasos de la gente.

Parece que es buen momento para un café, sugiere su compañera.

El local está vacío, pero no durará así mucho tiempo. No tienen un momento fijo; se adaptan al ritmo del trabajo. Algunas mañanas no pueden descansar o con suerte lo hacen por turnos. Se alegra de que hoy pueda hacerlo junto a su compañera. La considera una persona fácil; se deja llevar por una alegría sencilla, aparentemente sin esfuerzo, y en algunas ocasiones se divierte con sus ocurrencias e incluso logra alcanzarle parte de su luz, aunque sea fugazmente. Ella vive sola y únicamente conserva algunas amistades de la universidad, así que estos cafés con su colega de trabajo ocupan buena parte de su vida social. No diría que son amigas, pero opina que podrían serlo. Duda que su compañera opusiera resistencia a que se vieran más a menudo.

Mira al exterior del bar, junto a la puerta: se amontonan varios fumadores al lado de sus cafés. En el interior, a pesar de ser media mañana, algunos hombres apuran vasos de vino que brilla después en el fondo de sus ojos húmedos, ojos que miran brevemente hacia los lados, bajo castigados cuerpos encorvados sobre la barra. Sentada sola en una mesa para cuatro, una mujer obesa devora un pastel de nata que rebosa por los lados (¡Qué asco de vidas! ¡Qué desprecio a la salud! Desagradecidos…). Su compañera parece adivinar lo que está pensando. Sonríe levemente pero no dice nada.

¡Cómo se suicidan algunos en vida! ¿eh?, con lo frágil que es la salud, comenta ella con un aire de espontaneidad fingida. Su colega sonríe y parece cavilar unos segundos.

Sí, pero hay otras formas menos visibles. Quiero decir que también algunos pensamientos te van matando. Tal vez más lentamente pero de igual manera. Qué quieres que te diga, yo procuro juzgar poco, aunque la verdad es que muchas veces fracaso y mi cabeza comienza a parlotear sola antes de que me dé cuenta. No sé; en el fondo sabemos tan poco de la vida… (¿Pero qué dice? ¿Comparar los pensamientos con envenenarse a uno mismo?). Ella siente la contundencia de la honestidad lúcida de su compañera, y le duele, le escuece algo por dentro. De alguna manera, sabe que es muy probable que tenga razón y siente rechazo hacia ella por primera vez.

Están de vuelta en la oficina. Solo cinco minutos después entra una mujer joven con una carpeta bajo el brazo. Afortunadamente se dirige hacia el puesto de su colega (No la he mirado a los ojos siquiera. Mi piel de muerta ha hecho el resto). Todavía se agitan en ella los posos de la conversación en el café. Casi seguidamente entra un chico de unos treinta años (No puede ser… está casi igual que en el instituto). No parece reconocerla, pero tras saludar, sentarse frente a ella y abrir una pequeña mochila verde, la mira a los ojos, y entonces sí, sonríe tímidamente.

¡Cuánto tiempo! Te llamas… Andrea. Andrea, sí. Coincidíamos en varias clases de ciencias, ¿te acuerdas? (Cómo no acordarme. Una de las asignaturas la suspendí porque no dejaba de observarlo. Desde una fila atrás, casi en diagonal, me atrapaba su perfil atento, la incógnita de alguien tan pálido, tan tímido como yo).

Tú eres Germán, ¿verdad?, asiente ella (Algo que no pesa en el pecho. Parece alegría).

Eso es; buena memoria. ¡Qué tiempos!, suspira él. Solo quería entregar estos papeles. Creo que está todo en regla (Solo querías eso… ¿Para eso has aparecido de repente?). Así que trabajas aquí, prosigue Germán.

Ya ves… ¿y tú? ¿Qué haces?, pregunta Andrea mientras alarga la mano para recoger su documentación (Nuestra piel se roza un instante; tibio, suave, vivo, una vibración que no conozco).

Todavía estudiando… acabando la tesis en Sociología. Al final probé con otra cosa. La física y las matemáticas no eran lo mío.

Ya…, dice ella (¿Qué más puedo decir?).

Él le sostiene la mirada unos segundos (Ojos azul oscuro. Casi no los recordaba… Aquel azul tan profundo).

Bueno…, dice él mientras se levanta. He de irme. Me ha hecho ilusión verte (¿Ya te vas?).

Justo en el quicio de la puerta se gira y vuelve a aproximarse al puesto de Andrea (Un torrente de mariposas asciende por mí desde algún rincón inconfesable).

¿Qui qui quieres que nos veamos algún día?, pregunta Germán en voz muy baja, ligeramente reclinado hacia adelante (Algo estalla. Se libera. Pero es agradable. Algún día… Vernos…).

Claro, responde Andrea (Me quema la cara) detectando de soslayo la mirada traviesa de su compañera que vuelve a agazaparse tras el monitor.

Se intercambian los teléfonos y quedan en llamarse un día de estos.  

Parece el comienzo de algo…, canturrea su colega sin mirarla, nada más irse Germán (Un comienzo, un comienzo, de algo…).

La jornada laboral ha terminado. Camina hacia casa. Comerá algo y tal vez pase la tarde en la biblioteca municipal de su barrio. Adora las bibliotecas; todo reposa en esos lugares, el frío siempre queda fuera y nada la agrede ni la juzga. En el trayecto la sostiene una rara ingravidez (Tal vez esté enferma), pero no se encuentra mal (El cansancio… ha desaparecido, cielo azul, muy azul, pájaros y voces, ruidos de ciudad, nada me molesta, todo está bien, fluye, las cosas parecen ser como tienen que ser, de alguna manera todo ocupa su lugar, llamaré a Germán en un par de días). 

Esa tarde, se cruza con una pareja en la biblioteca. Andrea va de regreso a sus lecturas y ellos parecen dirigirse a la salida. Caminan muy lentamente agarrados de la mano. Supone que habrán rebasado ampliamente los setenta años. Él cubre su cabeza con una boina, bajo la que asoman mechones de cabello corto y cano. Su atuendo es en tonos oscuros de grises y azulados. Mira tranquilamente a su alrededor, y a su lado una mujer, más delgada, de cuya mano no parece tirar, tan solo acompañarla en un natural balanceo. Ella por su lado viste en los mismos colores, media melena entrecana y recogida atrás, sobre una cara surcada de arrugas que no han conseguido apagar sus ojos claros y levemente melancólicos, pero no del todo tristes.

Se van alejando y entonces su mirada se posa en los pies de la pareja. Caminan acompasados: izquierda, derecha, mismo pie, idéntico gesto. Suben varias escaleras ya enfilando el tramo final hacia la calle, siempre juntos de la mano, y su andar pierde por un momento la sincronía. Una emoción difusa la invade entonces y contiene el aliento, pero tras el último escalón y casi ya perdiéndolos de vista, sus pasos se igualan otra vez, unidas sus manos todo el tiempo.

Andrea suspira de gozo…


David Sánchez-Valverde Montero (Casi extintos. Casi eternos)

Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz

 

 

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