lunes, 29 de abril de 2019

Las recordara o no

Las recordara o no

Y entonces,
ante su atónita mirada,
se desplegó un entramado violeta
que todo el lugar abarcaba.
Cada pequeña pieza, cada ventana,
cada rama, arteria, cada veta,
contaba un devenir singular.

Allí estaban todas sus vidas:
pasadas, futuras,
    simultáneas;
las recordara o no.

Un consuelo pueril
pero consuelo al cabo,
sintió entonces al pensar,
que de los universos incontables,
cúmulos de combinaciones posibles
en la insondable cifra de realidades,
al menos en una existencia,
paralela o no a la suya,
había una copia de sí mismo
transitando la vida
que él deseaba vivir.
Y muy posiblemente…
anhelando transitar otra.


David Sánchez-Valverde Montero (Mi primavera contra el mundo)
Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz

Vacuidad. PODCAST

Relato publicado en el podcast El Club del Relato y en el blog La Nebulosa Ecléctica. Cuento incluido asimismo en Casi extintos. Casi eternos. Muy agradecido como siempre y especialmente por la adaptación de este cuento en concreto.

viernes, 19 de abril de 2019

Espejo


Espejo


Umbral, acceso, luz en vilo,
lámina de plata, abismo, límite,
     pulida transparencia.

¿Quién es ese que observa?
¿Quién en tu quietud se refleja?
¿Qué habita tras tu frontera?

No parece que yo pueda
otra cosa que imaginar,
que allende tu barrera
una muy distinta luz
envuelve otra vida entera.
Fracasos gloria quimeras,
otro mundo, otra visión;
y tal vez alguien como yo
trabado en igual cuestión.

Así asomado en tu misterio quizá se preguntaría:
¿y si un día no soy yo lo que veo en el reflejo?,
si mis dedos curiosos cruzan tu dermis brillante
¡qué terror!, ¡qué pasaría!,
¿solo la nada habría y el olvido amenazante?,
¿o Alicia y las maravillas? Otra eternidad delante.




David Sánchez-Valverde Montero
Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz.



Casi extintos. Casi eternos

Casi extintos. Casi eternos


“El tiempo es la imagen de la eternidad en movimiento”.
Platón (Timeo)



Los cabellos canos, escasos y lacios que apenas velaban su frente. En las sienes dos horquillas azules. Sus ojos sin brillo recorriendo los profundos surcos de la máscara que una vez había sido su rostro; las ojeras parecían querer derramarse, los colgajos de piel en el cuello apenas se sostenían, en el reflejo que el espejo le devolvía esa mañana. El espejo despiadadamente sincero. Un día más, se dijo para sí misma. Todavía aguanta mi débil corazón. Y todavía hay quien no cree en un alma inmortal, meditó aún frente a su imagen. Sentía un cotidiano agotamiento y una losa de lentitud, un dolor sempiterno en las rodillas, en regiones variables de la espalda y en los dedos de las manos; este último dolor era el peor, el más presente, se filtraba entre las juntas de los frágiles huesos cada vez que sus manos se abrían, se cerraban, incluso cuando descansaban en su regazo. Pero es que a pesar de todo, podía percibirse como cuando era niña, o una mujer joven; era capaz de recuperar esa alegría, ese gozo de vivir si apartaba un poquito la tristeza, pues aquello que no sabía nombrar, eso que veía por sus ojos algo inflamados cuando dirigía la mirada a su interior, seguía siendo lo mismo, el mismo poder sereno y latente.

Abrió un poco la boca seca. Sus dientes, aunque gastados y amarillos, seguían siendo los suyos. Sonrió un poco para darse ánimos y agradecer estar viva: le quedaba una cosa por hacer. Se dirigió al salón. Desayunaría más tarde, pensó. Últimamente un nudo en el estómago la acompañaba hasta media mañana. Salieron entonces a su encuentro, como todos los días, el retrato del marido abrazado a la hija; tras ellos el mar azul. Lo cogió con ambas manos y besó el cristal durante dos cálidos segundos, que fueron sostenidos por sus labios ajados.

Ese día debía recoger el viejo reloj de su marido. En la antigua relojería de su calle, a la que en contadísimas ocasiones había tenido que recurrir, aquel amable artesano que no tendría muchos menos años que ella, le había prometido que en una semana conseguiría hacerlo latir de nuevo. Llevaba una década parado, desde poco después que su esposo muriera, y ella intentó darle cuerda repetidas veces, agitarlo en el aire, incluso golpearlo suavemente con los nudillos, pero en vano; no consiguió reanimarlo. Pasó el tiempo y se olvidó de aquel artilugio, haciéndole un sitio, eso sí, en su exiguo joyero. Ahora había decidido legárselo a su hija: aquella niña, ya mujer desde hacía mucho, que venía a verla en ocasiones, cuando la pobre podía, siempre acechada por tiempos que cumplir, propósitos urgentes, gritos a sus dos retoños, que se movían por casa de la abuela como dos gatos curiosos bajo la mirada cansada del yerno, que paseaba distraído entre los recuerdos familiares; su hija ahí, frente a ella pero no estando de veras, demasiado delgada pensaba la anciana sin decir nada, algo pálida también, entregando a su madre su maltrecha atención en medio de la prisa y una angustia soterrada. Su hija estaba ya muy lejos. Ella lo sabía; en un mundo que a sus ochenta y muchos se le escapaba, como un código extraño, encriptado, bajo un cielo que le era ajeno, casi irreconocible, un abismo que ya no podía salvar. Todas sus amistades habían partido ya, y poco más que vecinos y algún comerciante amable le quedaban con los que intercambiar alguna palabra, algún gesto, contadas sonrisas.

Llamó al ascensor. Al poco se abrieron las puertas, y ya estaba ocupado por un matrimonio joven que vivía más arriba y un adolescente al que no recordaba haber visto. Este último apenas la miró, con las orejas cubiertas completamente por unos auriculares rojos que a ella le parecieron horrendos. El matrimonio sí que lo hizo, levantando fugazmente sus ojos de las pantallas de los teléfonos móviles, sonriendo en un relámpago y volviendo a enterrarse en ellos; el gesto perdido, los pulgares furiosos. Buenos días, dijo la señora. Se acomodó en una esquina, con el fino bastón entre sus dedos nudosos, y miró después hacia el suelo de mármol falso.

Mientras descendían, recordó el encuentro con el relojero. Buenos días señora. ¿Qué desea usted? Su cabello limpio, de plata, unos ojos cómicamente agrandados tras los gruesos cristales de las gafas, bajo la nariz un alegre bigote que oscilaba al hablar, un delantal verde que lo cubría casi por completo y apoyadas en el mostrador sus manos viejas, de dedos finos, con algo de vello cano en los dorsos. La anciana se fijó en que tenía utensilios varios bajo el mostrador acristalado. También están a la venta, aclaró él ante la mirada interrogante de la mujer. Pero ya nadie los compra; apenas si se venden relojes, y mucho menos se arreglan. Somos una especie en extinción, sentenció el artesano. En extinción… esas palabras sonaron como un eco en la consciencia de ella durante unos instantes. Ambos se miraron y sonrieron; sabiéndose casi extintos, sabiéndose casi eternos.

Sus pasos ya enfilaban por la acera hacia la relojería. Un espléndido sol de noviembre casi la cegaba mientras ascendía el suave repecho que hacía su calle. Sintió cómo las rodillas gemían un poco y un calambre oblicuo cruzaba su espalda hacia arriba. Pensó en esas molestias cotidianas como el dolor que le provoca a una la cinta de un bolso en el hombro, carga que no se puede abandonar ni traspasar a otro. Pero la luminosidad la rescató un poco; sabía que esa luz de estrella era algo que echaría de menos, la gratuidad de ese privilegio, junto al viento, el olor de la hierba recién cortada, algún que otro sabor, ciertos aromas, el tacto del amor, tantas cosas…

Empujó la puerta de madera acristalada. Escuchó que alguien trajinaba agachado tras el mostrador. Una mujer de la edad de su hija se incorporó y sonrió un poco, con una expresión algo cansada, los ojos enrojecidos. Buenos días, ¿qué desea?, dijo la mujer. La piel de su cara así, libre de maquillaje, el dibujo de su rostro, tal vez la sonrisa amable; no hubiera sabido decir, pero a la anciana le recordaron al viejo relojero. Hola bonita, dijo la mujer mayor. Venía a recoger un reloj de bolsillo. Era de mi marido. Se lo quiero regalar a mi hija, que tendrá más o menos tu edad, antes de que… bueno ya sabes, tengo muchos años, y este cuerpecito no va a durar siempre.

La mujer más joven seguía sonriendo pacientemente. Llevaba el pelo negro recogido en una sencilla coleta, un cuerpo delgado y menudo bajo un delantal verde como el que vestía el hombre, toda ella sencilla y clara; también su belleza, que parecía no precisar más que del aire para sostenerse. Un segundo, dijo. Se agachó de nuevo y rebuscó un poco en uno de los cajones del mostrador. Al fondo se adivinaban varias mesas alargadas sobre las que dormían herramientas del oficio y relojes destripados, algunas sillas movidas y lámparas viejas. Era ese tipo de desorden que resulta acogedor, cálido, casi tranquilizador. Al menos así lo sintió la anciana, que recorrió la pequeña estancia con la mirada, hasta que los ojos de la dependienta la volvieron a encontrar. Abrió un pequeño sobre marrón, muy arrugado. Aquí lo tiene, dijo mientras se lo entregaba con delicadeza. El segundero descendía alegre entre el tres y el cuatro. En el reverso de la tapa abierta todavía se podía leer con claridad Martina y Samuel. Los objetos duran más que nuestra piel, pensó esa mujer, Martina, a la vez que tomaba entre sus manos aquella reliquia y sonreía agradecida. ¿Cuánto le debo?, preguntó. No le cobraré nada, respondió la dependienta. Mi padre falleció hace dos días y creo que cerraré el negocio, o intentaré traspasarlo. No lo sé todavía.

La anciana sintió de golpe una pena oscura y pesada que apenas le dejó terminar de escuchar, una pena que también era por ella misma, que quizás en ese momento solo fuera por ella,
aunque ese pensamiento, esa confesión hecha para sí, le diese vergüenza y la consternara un poco. Se despidió con algo de prisa; pues algo le dolía, con el reloj cerrado en un puño contra el pecho. Descendió poco a poco la acera hacia su portal. El viejo relojero ya no estaba, como pronto no estarían otras cosas. El fin, se dijo de pronto ya sin amargura a punto de entrar en su hogar: El fin de mi mundo, el fin del mundo.



                                                       *******************************



Dos días después su hija retuvo de golpe a los niños en el pasillo, y apresuradamente rogó a su marido que los llevara a un parque cercano; pues una intuición rotunda la asaltó cuando vio de soslayo a su madre recostada en el sofá del salón, demasiado inclinada, casi caída hacia un lado. Se acercó a ella con los ojos ya húmedos. Una extraña calma sostenía su rostro frío y pálido. En una mano guardaba todavía el reloj abierto de su esposo; el tic tac la alcanzaba con nitidez. Uno de los dedos de la anciana casi rozaba aquellas bellísimas letras aún brillantes en el metal: Martina y Samuel.



David Sánchez-Valverde Montero (Del libro de cuentos Casi extintos. Casi eternos)

Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz

BOOKTRAILER de Mi primavera contra el mundo

Booktrailer del poemario Mi primavera contra el mundo.

BOOKTRAILER de Casi extintos. Casi eternos

Booktrailer del libro de relatos Casi extintos. Casi eternos.

jueves, 18 de abril de 2019

Saturación





Saturación

Todo parece haber sido dicho ya,
escrito pintado esculpido.
Todo parece haber sido ya retratado,
filmado grabado sentido,
comprado agotado vendido.

Anda el asombro malherido ya,
pues dice haberlo visto todo,
oído probado tocado ya todo.
Resbala hacia un tedio sin fondo,
luego asciende noctámbulo, saturado,
y de nuevo hacia abajo vencido.

¿Hay algo que agite el alma?
¿Puede despertar la mirada todavía?
Sentir, recobrar la calma.
Vivir, la fugaz alegría.
Soslayar el tiempo, respirar,
olvidar su atroz tiranía,
existir y dejarlo pasar.
¿Sirve de algo la poesía?



David Sánchez-Valverde Montero (Mi primavera contra el mundo)
Imagen: Iñaki Mendivi Armendáriz

Lux Lucidum

Lux Lucidum

 

“La lucidez: martirio permanente, inimaginable proeza”.

E. Cioran (Ese maldito yo)


 


Y ahora que la tenía, tras tanto tiempo buscándola sin saberlo, ya no la quería a su lado. El periplo había comenzado, y él columbraba las estrellas a través del cristal de la cabina.

Vamos allá, se dijo intentando darse ánimo. Su mano empujó suavemente el mando de ignición: el fragor de los motores aplacó por unos minutos su enloquecida cascada de pensamientos. Así, sin esperanza pero también sin tristeza, abandonó en la noche su planeta natal. El fragmento de Lux Lucidum palpitaba en la parte trasera de la nave, pero el eco luminoso alcanzaba sutilmente la cabina, impidiendo que el atribulado cosmonauta olvidara siquiera por una fracción de segundo el propósito de su odisea. La atmósfera del orbe en el que habían transcurrido sus días quedaba ya atrás, y el universo desplegaba su poder, lámina diáfana e implacable, cuna de estrellas y prodigios.

No tardó mucho en orientarse y marcar en el panel de mando la primera fase de su itinerario. Ragmuth. Solo era cuestión de tiempo que su icono apareciese en la pantalla frontal. Había partido de noche y no tardó en rendirse al sueño: el reflejo de su rostro dormido en el cristal contenía también la imagen de las estrellas de ahí afuera. Su mente en reposo y el cosmos se observaban, y una nebulosa lejana lo teñía todo de violeta. Una suave señal acústica reclamó su atención y lo despertó. El planeta asomó a simple vista por uno de los márgenes de la cabina, lejano todavía, un punto blanco, rutilante, ajeno a esa mirada que lo observaba desde el sombrío vientre de un artefacto galáctico. Conocía Ragmuth por las descripciones que de él se hacían en los libros de Geografía e Historia estelar. Los había estudiado en la Academia y su padre, piloto de Escuadra ya retirado, lo mencionaba a menudo en sus relatos cuando alguien quería escucharle. Definían a sus pobladores como una sociedad primitiva de estructura tribal, cazadores-recolectores y nómadas. Al parecer, no se consideraba a esa gente peligrosa a menos que sintieran miedo o amenaza.

Decidió en su aproximación al planeta, descender cerca de uno de los pocos asentamientos estables que allí se daban; el resto eran comunidades de escasa entidad en constante nomadismo, en las que quizás sería difícil hallar un líder que valorase lo que el forastero portaba. Así, el aparato se posó en la periferia del abigarrado conjunto de chozas y tiendas que conformaban aquella aldea, no sin antes provocar un estruendo considerable con los motores de frenado y levantar una gran nube de arena y polvo en derredor. El fragor y la novedad en la vida de aquellas gentes hicieron que unos pocos de forma temerosa al principio, a los que se sumaron un grupo de unos cincuenta individuos, se arremolinaran en torno a la nave. Salvo por escasas visitas con fines de investigación biológica en aquel planeta de selvas y estepas, nadie se aventuraba a horadar sus cielos, así que la curiosidad era irresistible.

Se trataba de un asentamiento en terreno yermo cerca de los lindes de una extensión selvática, a salvo de los depredadores pero lo bastante cerca del agua y del alimento. Las gentes, como el viajero esperaba, tenían figura antropomórfica pero su piel era rojiza, de un color más intenso en la cara, y vestían atuendos confeccionados con pieles de animales y fibras vegetales, adornando algunos de ellos sus extremidades y cabezas con abalorios de madera, cintas o flores silvestres. No necesitaba calarse el traje de adaptación espacial, así que salió como estaba, con ropas cómodas y sencillas de colores oscuros. Al dejar caer su primer pie en Ragmuth, la masa congregada dio un paso atrás al unísono, pero segundos después pareció relajarse un poco, ya que el hombre estaba solo, sonriente, con las manos desnudas. Una mujer se adelantó entre el tumulto, con ademán amigable aunque todavía con un atisbo de desconfianza en la mirada, unos ojos amarillos brillantes al igual que en el resto de sus congéneres. El cosmonauta supuso que se trataba de alguien con autoridad entre esas gentes, y meditó unos segundos antes de hablar. La mirada de la nativa a través de un cabello grasiento, largo y casi completamente cano se posó en los ojos de aquel foráneo, más templada y segura, menos excitable que el resto de los presentes.

¿Qué buscas aquí? ¿Qué quieres de nosotros?, inquirió la mujer con voz severa a la vez que balanceaba la cara hacia el visitante.

No deseo molestaros, dijo con claridad el viajero, mostrando sus manos vacías por delante.

La muchedumbre se aquietó, siendo golpeado el silencio únicamente por el gorjeo de algunas aves que transitaban las alturas.

Quiero ofreceros…, prosiguió el cosmonauta, un fragmento azul de Lux Lucidum.

La masa comenzó a agitarse entonces: susurros, lamentos, pasos nerviosos dieron lugar en segundos a amenazadores chillos guturales, ininteligibles para el extranjero. La mujer que parecía ejercer de líder dio un paso al frente abriendo los brazos y los ojos a la par.

¡Si la piedra que portas toca esta tierra seremos aniquilados!, gritaba en un espasmo de terror. ¡Nuestros viejos saben que su luz nos cegará, matará la luz de nuestra estrella y seremos arrojados al abismo!, ¡sí!, ¡al abismo! ¡Todas las almas lo saben desde siempre en Ragmuth! ¡Huye, huye!, no podré retenerlos.

Un proyectil pequeño rozó la cabeza del visitante e impactó con un chasquido metálico en el casco de la nave. Seguidamente, los congregados, convertidos ya en una turba ensordecedora, hicieron caer una lluvia de piedras mientras se arremolinaban más y más en torno al forastero y su vehículo. El viajero se precipitó a su interior, disponiendo la partida frenéticamente, pulsando, activando instintivamente aquí y allá mientras el tronar de los proyectiles castigaba el exterior de su barca estelar. Con el sonido del último impacto, y el rugido de los motores de despegue que provocó la estampida de aquellos nativos enloquecidos, dijo adiós por primera y última vez a aquel lugar.

Cuando la nave hendió el espacio profundo, en su oscuro e inquieto sueño claveteado de estrellas, el peregrino logró templar sus nervios, inspirando una y otra vez, espirando a su vez, intentando sacar de sí toda la tensión y el miedo que fuera posible. Comprendió que había calibrado mal las consecuencias que podía ocasionar el mostrar algo tan luminoso, tan saturado de poder como aquel fragmento azul, a una comunidad que nadaba cómodamente en un río de tinieblas, que se asía con precaria seguridad a un mundo de oscuridad y secretos, extrañas alquimias, espíritus errantes, ciclos ocultos.

Así, Ragmuth quedó atrás, difuminado por siempre en los márgenes del cosmos y su memoria… Y un nuevo destino emergió entre los pensamientos del cosmonauta: Teatum. Un lugar completamente distinto al planeta del que acababa de huir, una civilización que parecía situarse en la cúspide del desarrollo tecnológico. Se trataba de un satélite artificial, autosuficiente, en serena autarquía, una urbe que ocupaba toda una luna construida por una raza tocada por la gracia del progreso científico y material. Al menos estaba casi seguro de que en Teatum no lo echarían a pedradas, aunque poco más sabía. Su padre únicamente había recalado allí en un par de ocasiones, intentando culminar infructuosas relaciones diplomático-comerciales con los teatumtianos, recelosos siempre por salvaguardar su independencia, desconfiados por naturaleza frente a los visitantes, sabedores de que portaban el conocimiento necesario para perpetuarse sin necesidad de pactos, de coaliciones, de relaciones con especies o potencias extranjeras.

Motivo de la visita, preguntó inesperadamente a través del comunicador una voz hosca.

Deseo ofrecer un fragmento de Lux Lucidum.

Espere, dijo la voz. Tras casi cinco minutos en los que el cosmonauta temió que lo desintegraran allí mismo, el que supuso que era un controlador de vuelo, dijo:

Aterrice en el muelle B1.

De esta manera, le fue permitido posar su nave en uno de los cientos de muelles espaciales que horadaban la superficie de aquella esfera metálica. Incontables vehículos partían y otros tantos arribaban, en el continuo transporte de mercancías procedentes del gigante gaseoso Álohn, al que orbitaba Teatum. Dentro del hangar, innumerables operarios se afanaban de un lado para otro, transitando las grises entrañas de aquel ingenioso orbe mecánico, aparentemente ajenos a cualquier cosa que no fuera su cometido. El peregrino sintió un mal presentimiento cuando vio a través del cristal de la cabina la comitiva que esperaba: dos individuos encapuchados con túnicas azules lo observaban con gravedad, a los que cercaban otros tres seres algo más corpulentos, que portaban una especie de lanza de metal y aparentaban formar parte de algún cuerpo de seguridad.

La silueta del viajero se recortó en el neblinoso umbral, justo tras la entrada principal de la nave, oculto en parte por el polvo y los gases que esparció el aterrizaje. Tras acercarse al grupo y antes de que pudiese articular palabra, uno de los teatumtianos que vestía túnica azul se expresó con elocuente gesto para que guardara silencio:

¡Ssssschchch! Aquí no. Acompáñenos, susurró imperativo sin esperar respuesta, pues los tres seres de las lanzas ya lo rodeaban y lo impelían sin siquiera tocarlo a avanzar por un angosto pasillo. Pensando que era del todo inútil cualquier resistencia por su parte, el cosmonauta se dejó arrastrar por aquellas frías criaturas, arrepintiéndose tempranamente de su visita. Le costaba caminar tan rápido pues se había calado el traje de adaptación espacial, ya que observó que en el hangar todos los trabajadores iban embutidos en trajes de protección. El pasillo abocaba a un ascensor al cual lo introdujeron, para descender varios niveles cuyo número fue incapaz de contar, pues se encontraba ciertamente atrapado entre los guardias, que superaban con creces su estatura.  Desconocía si los tres gigantes que le custodiaban pertenecían a la misma especie que los individuos de túnica azul. Portaban cascos cerrados y solo emitían leves gruñidos bajo sus armaduras oscuras y sus capas rojizas. El ascensor se abrió a otro pasillo que daba en su extremo a una amplia sala, tan sobria y gris como todo lo que hasta entonces había desfilado ante sus ojos. En el centro, varios asientos rodeaban una mesa blanca y perfectamente rectangular. No lo invitaron a sentarse ni se interesaron por nada ajeno al motivo de la visita, y tras relajar los guardias en algo la tensión alrededor del visitante, las dos figuras azules, paradas en el lado opuesto de la mesa, se adelantaron, hablando el mismo de antes. Levantó ligeramente la cabeza y pudo ver ahora su rostro estrecho, afilado y de piel muy pálida, casi azul.

¿Cuál es el propósito de su visita?, dijo apuntándole con sus ojos glaciales.

El viajero escogió bien las palabras: Deseo ofrecerles gratuitamente un fragmento azul de Lux Lucidum.

Créame, continuó el mismo. No existe nada gratuito en este universo. ¿Dónde la ha encontrado?

El peregrino sospechaba la reacción que iba a provocar, pero no podía esquivar la pregunta. Vino a mí; la encontré palpitando en la oscuridad de mi habitación una mañana.

El teatumtiano que había hablado todo el tiempo comenzó a reírse. El otro, dos pasos más atrás, se sumó a él. Por momentos parecía una risa y por otros un chillido estentóreo, grotesco.

Estos humanos son escoria galáctica, apostilló el segundo.

¿La ha tocado?, inquirió el primero.

No, contestó el cosmonauta. La deposité en una urna de cristal mediante unas pinzas mecánicas.

¿Por qué no la ha entregado a las autoridades de su planeta?

El viajero suspiró, pues una avalancha de recuerdos acompañaba su respuesta: Como saben, mi civilización colapsó hace algo más de medio siglo. Pequeños grupos hemos conseguido salir adelante a partir de lo que quedó, en áreas más o menos seguras. Muchos murieron, otros emigraron como pudieron desperdigándose por la galaxia; todavía hay algunos que lo hacen si encuentran un transporte capaz de sacarlos de allí. Creo que mi comunidad no aceptaría una piedra como esta, la consideraría peligrosa. Es probable que no me dieran opción; no puedo regresar con ella. 

Entiendo…, asintió el teatumtiano dando pequeños pasos frente al visitante. ¿Qué sabe de ella?

Bueno… supongo que más o menos lo que todos en este universo. Hablan de tres piedras Lux, de respectivos colores azul, verde y rojo. Al contacto con cada una se le atribuye algún tipo de información, de revelación, qué se yo. Las leyendas coinciden en que la Lux azul es la más poderosa.

Exacto, afirmó posando sobre la mesa unas manos casi blancas, con dedos muy finos y largos, terminados en estrechas uñas azules que sobresalían levemente. El cosmonauta sintió una punzada de repulsión.

El mismo ser continuó hablando. Desconozco si es verdad lo que cuenta, humano. Me resulta indiferente. Según dice, parece que es usted el primero en haber hallado una Lux Lucidum. Verá, nosotros no necesitamos mitos, no necesitamos piedras mágicas… ¡No necesitamos a nadie! Si una historia como la suya corriera por mi luna, la duda lo paralizaría todo. Ahora, va a regresar a su nave y se va a perder en el cosmos con su roca y sus mentiras. Si vuelve, dispararemos a matar.

De esta forma, Teatum también quedó atrás. El peregrino se sintió abatido. Era consciente de que su transporte no podía llevarlo más allá del tercer círculo, y únicamente le restaba un lugar al que ir: Néiladon. Pensó en su padre. Cogió una vez más su único legado material, aquel raído cuaderno de viajes. Las tapas azules apenas sostenían las hojas y cada vez que lo abría, alguna se desprendía entre sus dedos. Los apuntes de su padre eran más detallados aquí, pues había recalado a descansar en varias ocasiones. Su población era mínima, concentrada en varios monasterios y pequeñas edificaciones, ubicados en un gran oasis de los pocos que salpicaban un planeta de naturaleza desértica. Las enormes dunas de arena lo cubrían casi todo y parecía una esfera áurea desde el espacio. El interrogatorio del inquisidor teatumtiano le había agitado el pasado. Regresaron a él los días de lucha, de esfuerzo titánico por sobrevivir, por volver a empezar, el peso que recayó sobre sus hombros como uno de los líderes de la comunidad, un grupo heterogéneo de gentes asustadas, perdidas. Él mismo perdido, intentando hallar un sentido, rescatando una voluntad que iluminara el camino.

La intermitencia del fragmento azul lo apartó de su ensimismamiento. Por primera vez deseó tocarlo, sentir su poder, comprobar si era cierto lo que decían las fuentes antiguas de todos los mundos conocidos. Así que se dirigió a la bodega. Su cara reflejaba a intervalos el azul, los ojos se acomodaban a aquella vibración. De rodillas, apartó la urna de cristal que lo cubría y apoyó con cuidado los dedos de la mano derecha. Después posó el resto de la mano e hizo lo mismo con la otra. El contacto era agradable, percibió un suave calor en la piel de las manos que fue ocupando todo su cuerpo. Observó que la piedra era más azul, ya no parpadeaba. Entonces, cerró los ojos, y unos segundos después, al abrirlos, ya no había piedra, ni suelo, no había nave; flotaba en un espacio oscuro, solo ocupado por él. El vacío que lo circundaba, de repente se hizo luz, una explosión luminosa que le obligó a cubrirse los ojos. Al apartar la mano descubrió un cosmos lleno de estrellas, y un ligero siseo, un zumbido creciente comenzó a llenar sus oídos. Se arqueó hacia atrás en un espasmo de dolor inconcebible que le recorrió la espalda: sintió, vio, todo el dolor, en todas sus formas, todas las muertes, las lágrimas recorrían su cara y creyó que iba a romperse por dentro, que iba a morir. Justo cuando pensaba que no podría resistirlo más, el dolor fue atenuándose y brotó en su abdomen un cosquilleo que acabó inundándole; le reveló todas las alegrías, todo el placer imaginable, arrastrándolo a un vórtice también insoportable. Cuando el último relámpago orgásmico le estaba lacerando de un gozo que era ya dolor, bruscamente vino la calma, y quedó así, observándose a sí mismo en ese océano sereno.

Despertó sobresaltado con el pitido en la pantalla del navegador: Néiladon estaba cerca. Se encontró sentado delante de los mandos. Miró hacia atrás. La piedra brillaba bajo su bóveda de cristal. Desconcertado, algo aturdido, tomó el control manual del aparato en su aproximación al planeta. Viró hacia la izquierda en el descenso y pudo ver el gran oasis. Incontables placas solares rodeaban el lugar y hacían de parapeto frente a la arena, en el interior se divisaban abundantes parcelas de cultivo y zonas boscosas atravesadas por cursos de agua. Todos los monasterios ocupaban lugares elevados y se podían vislumbrar también a través de la vegetación pequeñas edificaciones y toscos caminos. El viajero pensó que aquí al menos no lo llamarían escoria galáctica, pues eran humanos como él, y la mano de su padre los describía como “gentes de buen trato, una comunidad de místicos apartada del ruido del mundo”.

Nada más poner el primer pie en tierra, percibió el calor húmedo en el aire tibio. Dos mujeres jóvenes y tres niños le observaban desde un lado. Los críos, maravillados, se adelantaron y le tocaron las piernas. Portaban escasa indumentaria, finos tejidos blancos o de colores muy suaves que cubrían parte de su cuerpo, revelando en el resto una piel morena y brillante.

Discúlpelos. No recibimos muchas visitas…, dijo una de las mujeres. El suave viento hacía bailar sus telas mientras sonreía.

Saludos, contestó afablemente el cosmonauta, a la vez que se quitaba la gruesa chaqueta de vuelo y acariciaba después la cabellera negra del más pequeño.

¿Qué desea?, preguntó amable la otra mujer.

Me gustaría hablar con alguna autoridad en Néiladon, informó el viajero habiendo decidido más cautela en cuanto a sus intenciones.

Las dos mujeres se miraron brevemente.

¿Se refiere a alguien a quien consideremos sabio?, inquirió la primera.

Sí, eso estaría bien.

Maia podría ayudarle. Probablemente esté en aquel monasterio, señaló la misma mujer hacia unas estructuras a modo de torretas, que sobresalían quizá a un kilómetro de distancia de donde se encontraban.

El peregrino se despidió y encaró el camino a través de un sendero pedregoso que se internaba por tramos entre arbustos bajos y árboles de gran altura, para emerger en otros atravesando zonas cultivables donde hombres y mujeres lo observaban pasar. Algunos saludaban con la mano, casi todos sonreían, y dos niños tan morenos como el resto de los individuos que se habían dejado ver, lo siguieron un trecho sin decir palabra. Por fin, alcanzó la entrada del edificio justo cuando el cielo era de un violeta cálido. Distinguió a una mujer que parecía esperarle junto a la puerta.

Soy Maia. Me han dicho que quería verme.

Con un golpe de vista el viajero le calculó unos cincuenta años de edad. Vestía con la misma sencillez que el resto de esas gentes. Llevaba el cabello oscuro recogido atrás, y mientras aguardaba alguna respuesta su mirada no delató impaciencia, en un rostro con leves surcos hechos de tiempo que no habían logrado sepultar su belleza discreta.

Gracias por recibirme. Desearía mostrarle un fragmento azul de Lux Lucidum.

Así que parece que son verdad las leyendas… las piedras de la lucidez…, dijo la mujer.

El hombre suspiró y sintió todo el cansancio de los últimos días: Pensé que resultaría fácil desprenderme de ella, pero nadie parece quererla. ¿Sabe?, allá arriba la toqué, y por un momento tuve la sospecha, intuí de alguna manera, sentí que… que…

¿Que era usted Dios?, dijo Maia.

La miró absorto.

¿Dónde la guarda?, preguntó ella.

Se la mostraré, contestó el peregrino encantado por esa primera muestra de interés. La condujo de regreso a su nave sin percatarse al principio de que poco a poco, las gentes del lugar se les iban uniendo tras Maia. Al girarse brevemente en un recodo del camino, se encontró todos aquellos ojos oscuros escrutándole alegremente en la noche, y se rio por primera vez en aquel viaje. Las dos lunas de Néiladon reflejaban tal luz, que la nave parecía un objeto mágico cuando se acercaron a ella. El fatigado cosmonauta siempre recordaría aquel momento, con ese extraño pueblo casi rodeándole en la brisa fresca de la noche, el silencio solo violentado por el rumor de sus pasos y los ecos lejanos de animales desconocidos para él. Maia le siguió al interior del vehículo. El fulgor azul aguardaba.

¡Ahí la tiene!, anunció.

Mis ojos no la ven, dijo la mujer en un tono tan bajo que el viajero creyó no haber entendido.

¿Cómo ha dicho?, preguntó él.

No la veo ahí delante, contestó ella sonriendo levemente. El peregrino no lo podía creer, pero no dudó ni por un momento de la palabra de la mujer.

Pero… está ahí, con su luz azul, señaló él sintiendo ganas de llorar. Ha estado ahí todo el tiempo.

No dudo de que lo esté, dijo Maia. Pero creo que está ahí para usted, solo para usted. Es algo que debe acompañarlo.

En ese instante, el cosmonauta se sintió oprimido pensando en el absurdo de aquel viaje, de todos aquellos afanes.

Regrese a su hogar, aconsejó Maia. Tendrá que aceptar a su piedra azul. Sonrió ampliamente y le acarició la cara.

Así, con la huella de esa caricia y las manos de aquellas gentes despidiéndolo desde abajo, puso rumbo a casa. Pero al abandonar la órbita de Néiladon y acercarse al segundo círculo, un impulso se abrió paso en su interior. Abrió la escotilla trasera y dejó que la urna transparente flotara hacia el exterior. La siguió con la mirada a través del cristal de la puerta de seguridad que separaba la cabina de la bodega. La vio perderse en el espacio mientras su pálpito azul cada vez era más pequeño, hasta que al fin, no fue.

 

 

                                *******************************

 

Tras su primera noche de vuelta en la Tierra se sentía repuesto. Pensó que tal vez debería, igual que hacía su padre, dejar testimonio escrito de sus vivencias. Tal vez más adelante, se dijo todavía soñoliento. Bajó las escaleras hacia la planta baja con la intención de tomar un buen desayuno por primera vez en tantos días. Abrió antes la puerta corredera de la habitación que hacía las veces de despensa. Dio un paso atrás instintivamente: la oscuridad brillaba, parpadeaba, cada segundo el azul latía allí mismo. De nuevo la Lux Lucidum frente a él, le observaba. El viajero se repuso un poco. Inspiró.

Entonces recordó la única caricia que Maia le dio.


David Sánchez-Valverde Montero (Casi extintos. Casi eternos)

 

 

miércoles, 17 de abril de 2019

Vacuidad

Vacuidad


“A solas soy alguien. En la calle, nadie”.
Gabriel Celaya (Poema A solas soy alguien)


Desperté poco antes de las once de la mañana. No importaba demasiado: en mi pequeño apartamento no había mucho por hacer aquel domingo de agosto. Olvidé bajar la persiana al acostarme y la luz hacía tiempo que lo ocupaba todo. Seguidamente salí de la cama y me observé unos segundos en el espejo del cuarto de baño. Todo el cansancio de la semana se amontonaba en los bordes de mis ojos: seguir adelante, la continua huida, el desgaste que me causaba el mundo, la gente, su crispación, su engaño (y también los míos). El no decir, el no hacer para no ofender, para intentar encajar, el decir, el hacer y arrepentirse. La culpa. Noté cómo apretaba las mandíbulas e inspiré aquel aire que me faltaba. Regresé al dormitorio y oteé el exterior a través de la ventana. Percibí entonces el silencio, nada, ningún sonido llegaba hasta mí. La calle a la que daba mi vivienda no era muy transitada y menos aún a mitad de verano. La ciudad parecía levitar en el calor estival que comenzaba a filtrar el asfalto.

Mi cocina era poco más que un mínimo pasillo estrecho y una pequeña mesa daba a la pared. Para mitigar un poco la extrañeza que provoca encararse contra un muro en soledad, encendía siempre una radio a mi lado mientras desayunaba. No funcionó, ni siquiera un artefacto o una interferencia. Comprobé el cable y no encontré nada fuera de lugar. Acerqué mi teléfono móvil para echar un vistazo a las noticias: no había conexión de red ni cobertura. Me dirigí entonces al interruptor más cercano y la luz no respondió. Todos los aparatos eléctricos eran mobiliario inútil en el silencio. Una alegre intriga, un sutil temor, me acompañaron mientras me arreglaba para ir a desayunar en una cafetería cercana. Comprobé una vez más sin resultado el interruptor que había junto a la puerta de entrada. Salí al descansillo, únicamente iluminado por los estrechos tragaluces de la fachada. El ascensor dormía inservible en algún otro piso, y aquella oscuridad horadada, esa quietud absoluta, me envolvieron a través de las escaleras hasta que alcancé el portal.

Salí a la calle. El sol estaba en el cenit y las cosas habían perdido sus sombras. Todo era luz en un cielo límpido, luz y quietud, una calma excesiva que comenzó a instilar una sospecha dentro de mí que al poco se tornó en miedo, pues efectivamente, no parecía haber nadie ahí afuera. Caminé calle arriba hacia un parque cercano, que incluso en aquellas fechas se llenaba de voces infantiles y parejas en la hierba celebrando su eterno amor. Al doblar la esquina el miedo ya fue terror. Ni un sonido, nadie, solo el vacío de un parque inútil sin personas, sin perros, sin carreras y risas. Caí entonces en la cuenta de que ni siquiera se escuchaba el piar de los pájaros. Nada surcaba un cielo saturado de azul, vaciado de nubes; tampoco se adivinaba la estela blanca de ningún avión. Ese azul tan luminoso y radiante comenzó a parecerme opresivo, revelaba con demasiada claridad mi soledad absoluta. Todo lo que me rodeaba era para mí translúcido por momentos. Inspiré hondo decidido a no dejarme superar por el pánico. Debía moverme, mantenerme activo.

Deambulé hasta media tarde por las calles; creo que llegué a recorrer buena parte de la ciudad. No encontré a nadie. No vi movimiento en ningún sitio ni escuché ruido de vehículos, ni tan siquiera algún rumor, vibración o zumbido en la lejanía. Recorrí largas aceras, carreteras desiertas, plazas y bulevares, entré en los pocos locales que estaban abiertos, pequeñas tiendas de comestibles y cafeterías en los que todo se hallaba ordenado y quieto. Comprobé si había electricidad en un pequeño Café: nada funcionaba, no había señal en el teléfono. De repente, sentí hambre. Llevaba tantas horas caminando que casi me había olvidado de mí mismo. Así que me serví un croissant y un batido de chocolate y me senté en una mesa junto a la cristalera. Observé absorto los árboles en la acera; ni una brizna de viento los mecía. Salí de nuevo al exterior. Había conseguido templar los nervios, y hacía rato que el miedo era velado por una curiosidad ansiosa. Caminé hasta que la luz comenzó a declinar. Atravesé otra zona de la ciudad, sin prestar atención, sin rumbo, por donde mis pies caprichosamente decidían pisar, mientras el crepúsculo iba cubriendo la urbe y aplastándome de nuevo. Percibí que mis manos eran puños, pensamientos abismales comenzaban a atormentarme y las crecientes sombras me traían de vuelta el miedo. ¿Qué era todo esto? ¿Una pesadilla? ¿Una alucinación? ¿Era yo una triste criatura inmersa en un juego? ¿Acaso yo era un dios y parte de mi creación se había disipado? ¿O se había olvidado de mí una deidad furiosa? Detuve mis pasos y levanté la mirada. Había terminado en un callejón sellado por un muro y un par de coches mal aparcados.

Me senté contra una pared. El día casi era noche y la bóveda celeste seguía transparente pero vacía también de estrellas. Después de lo que llevaba vivido ese día, este dato ya no consiguió apenas conmoverme. En ese instante, una risa incontenible ascendió desde muy adentro y mis carcajadas amargas rebotaron en el callejón. Después lloré un rato casi en silencio; solo un levísimo eco devolvía mi respiración entrecortada. Tras unos minutos de postración en los que logré liberar en parte la angustia acumulada, un sentimiento de aceptación, una extraña serenidad, comenzó a desplazar a la ansiedad y al miedo. Estaba solo, todo lo que un ser puede estar, pero al menos seguía aquí: vivo. Entonces, por mi izquierda, desde el lado abierto a la calle, apareció un aura luminosa: la luz eléctrica y el aliento de la ciudad se habían derramado por el sombrío callejón. Un pequeño perro asomó también por la esquina, sacudió un par de veces su desaliñado pelaje y se acercó hasta mí olisqueándome amistosamente. Lo acaricié. El tacto de nuevo con algo vivo abrió en mi pecho una flor de alegría. Acto seguido me incorporé pesadamente. Me dolían las rodillas y la espalda, pero el calor resucitado de la urbe secó un poco la humedad de mis huesos. La gente, el tráfico, el ruido, las luces, todo había regresado como si nada. El perrillo me acompañaba mientras mi cuerpo entumecido atravesaba las calles de vuelta a casa. Me crucé agradecido con las pocas personas que transitaban a esas horas, creo que hasta me sentía feliz bajo las luces de los coches, escaparates y farolas. Por fin, nos acercábamos al portal del edificio donde vivía, cuando vi la figura de un hombre corpulento al lado de la entrada. Me daba casi la espalda, parecía esperar tranquilamente. Se giró justo cuando estaba casi a su altura. Trastabillé hacia atrás y quedé sentado en el suelo. El susto inicial ahora era miedo ante lo que no podía ser. Él sonreía con suavidad, y bajé lentamente el brazo que había levantado instintivamente delante de mí. Recuerdo que después sonreí también, pues me alegraba en el alma de volver a verlo. Era mi tío, fallecido hacía meses.

¿Estás vivo?

No. Solo de visita, contestó lacónico. Tenía el mismo aspecto de antes de la enfermedad. La mirada salvaje, una barba correosa y parcialmente canosa de varios días. Toda la fortaleza de sus cincuenta años, bajo un atuendo deportivo y levemente sucio y gastado.

¿Crees que me va a valer con eso?, pregunté casi riéndome antes de incorporarme y abrazarlo. Estaba ahí de verdad, podía tocarlo.

¿Has sido tú el que ha hecho todo esto?, insistí.

Me miraba a través de una alegría extraña para mí, poderosa, indescifrable, con sus ojos pequeños bajo el cráneo rapado.

No, yo no he sido. Podemos hacer algunas cosas… pero no hacer desaparecer a la gente. Chaval, todo ha estado ahí todo el tiempo pero tú no lo veías. Por eso he venido.

No lo entiendo, dije desconcertado.

¿No te basta con vivir? A tu amigo sí que le vale, señaló hacia el perro.

Me di media vuelta. Había olvidado al perrillo. Seguía ahí, mirándome como expectante y moviendo el rabo. Me giré hacia mi tío pero ya no estaba; lo busqué vanamente con la mirada. Quise correr pero no supe hacia dónde, volver a encontrarlo de alguna manera; pero entonces sentí un enorme cansancio y deseé dormir, empezar de nuevo a la mañana siguiente. Decidí dejar entrar al perro. Miré antes hacia el cielo de la noche.

Habían regresado las estrellas.



David Sánchez-Valverde Montero (Casi extintos. Casi eternos)
Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz

Contra lo imposible


Contra lo imposible

El amor romántico,
metáfora de la vida.
La vida, metáfora,
del amor romántico:
descubrimiento, gozo,
desgaste, lento declinar.

Yo quise ser Poesía,
tú, alegría y Vida.
Pero las balas silbaban,
sentíamos el acecho
de un minotauro enloquecido,
la tierra vibraba inquieta,
y un cielo gris se vaciaba
haciendo los caminos lodo
y el horizonte inescrutable.
Ambos sabemos que no,
que no hay victoria posible
pues no se trata de eso.
Resistir a voluntad,
doblegar al dolor con Amor,
decir que sí y Vivir
sin esperanzas ni anhelos de gloria,
guardando tus ojos verdes
en el bastión de mi memoria.

Tú y yo juntos,
hermanos de armas,
cargando contra lo imposible.


David Sánchez-Valverde Montero (Mi primavera contra el mundo)
Imagen: Iñaki Mendivi Armendáriz


Tiempo



Tiempo


Cómo lograr retenerte,
domar tu hambre insaciable,
tu paso de arena y olvido,
de ruina, vacío y pena.

Cómo evitar tu caída,

anclar tu susurro en fuga,
lazo de áureos instantes,
sujetar la pasión, la alegría,
hacer de un segundo una vida
y besar la piel de los dioses.

David Sánchez-Valverde Montero (Extraído del poemario "Mi primavera contra el mundo")
Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz


martes, 16 de abril de 2019

Entrevista en EGUZKI IRRATIA

Entrevista en la emisora EGUZKI por el escritor Fertxu Izquierdo en el programa Pasealeku. A PARTIR DE 1 HORA 6 MINUTOS. No cabe aquí mi agradecimiento.

Entrevista en la revista local de BERRIOZAR

Enlace a la entrevista realizada por la revista local de Berriozar. Siempre agradecido a estos valiosísimos apoyos.

Enlace de COMPRA

Si os interesa el libro de relatos Casi extintos. Casi eternos, os dejo un enlace de los muchos que hay en la red. Por supuesto, podéis contactar conmigo. Gracias.

Enlace de COMPRA

Si estáis interesados en el poemario Mi primavera contra el mundo, os dejo un enlace de los muchos que hay en la red. También podéis poneros en contacto conmigo; estaré encantado. Gracias.

lunes, 15 de abril de 2019

Soñaba con tomar un tren... PODCAST

Relato publicado por el podcast El Club del Relato y su blog La Nebulosa Ecléctica. Cuento incluido también en Casi extintos. Casi eternos. Gracias por su fantástica adaptación sonora.

Mamá abrirá las ventanas. PODCAST

Relato publicado por el podcast El Club del Relato y su blog La Nebulosa Ecléctica. Cuento incluido también en Casi extintos. Casi eternos. Gracias por dar voz a esta historia.

La veta plateada. PODCAST

Relato publicado por el podcast El Club del Relato y su blog La Nebulosa Ecléctica. Cuento incluido también en Casi extintos. Casi eternos. Gracias por su fantástica adaptación sonora.

De naufragios y sirenas... PODCAST

Relato publicado por el podcast El Club del Relato y su blog La Nebulosa Ecléctica. Cuento incluido también en Casi extintos. Casi eternos. Gracias por dar alas de sonido a este cuento.

Todo el dolor del mundo. PODCAST

Relato publicado por el podcast El Club del Relato y su blog La Nebulosa Ecléctica. Cuento incluido también en Casi extintos. Casi eternos. Gracias por su fantástica adaptación sonora.

La extraña reunión. PODCAST

Relato publicado por el podcast El Club del Relato y su blog La Nebulosa Ecléctica. Cuento incluido también en Casi extintos. Casi eternos. Muy agradecido por el apoyo de estas iniciativas.

Azúcar y chocolate. PODCAST

Relato publicado por el podcast El Club del Relato y su blog La Nebulosa Ecléctica. Cuento incluido también en Casi extintos. Casi eternos. Gracias por la magia de la música y la voz.

viernes, 12 de abril de 2019

Libro de relatos




CASI EXTINTOS. CASI ETERNOS

Segundo trabajo, esta vez de narrativa acompañada de fotografías, publicado por Ediciones Amaniel, perteneciente al Grupo Pérez-Ayala. Algunos de estos relatos se pueden leer aquí; también escuchar en este blog, de la mano del podcast El Club del Relato y su página web La Nebulosa Ecléctica, a los cuales no me canso de darles las gracias por su apoyo. 
Son veintidós cuentos, veintidós historias. El mismo vórtice oscuro para distintas norias: dolor, vacíos y crisis, búsqueda, dudas y miedo, sueños y anhelos, desaliento, melancolía. Esa fragilidad que nos acecha y oprime, alegría y fantasía que redime, el reto heroico de vivir, brizna de hierba aterida entre el hielo. Y la posibilidad, a pesar de todo, de la levedad gratuita de ser, de seguir siendo; su gozo latente y abisal.

Primera edición 2019. Fotos de portada e interiores a cargo de Iñaki Mendivi Armendáriz.


Poemario



MI PRIMAVERA CONTRA EL MUNDO


Este es el primero de mis trabajos publicados por la Editorial Poesía eres tú, perteneciente al Grupo Pérez-Ayala. Puedes leer algunos de ellos en este blog. Pretende ser un poemario más o menos compacto, es decir, una especie de corpus que sobrevuela los mismos temas todo el tiempo. Despliego sentimientos bajo el trasluz de la poesía, miradas que puede que se parezcan a las tuyas; que sean las tuyas. Largas derrotas, lo perdido, lo olvidado, el acecho de nuestra insoportable fragilidad, la plenitud que parece observarnos tras cada espiración. También lo que se intuye un poco más allá, tras la furia, en los lindes del silencio, asomados a esa levedad, justo al borde de la alegría.
Trato, en definitiva, de descifrar un camino, solo uno de los que ya existen o podemos crear, hacia la luz. ¿Lo recorremos?

Primera edición 2018. Foto de portada de Iñaki Mendivi Armendáriz.

lunes, 8 de abril de 2019

PRESENTACIÓN

Hola compañeros de viaje:

Nací en Navarra en 1974. Vivo con mi familia en un pueblo pegado a Pamplona. De profesión enfermero, vocación que me ha mostrado algunas de las experiencias humanas más intensas que he vivido. Escribo desde hace mucho, pero con seriedad y constancia desde hace un puñado de años. A la filosofía, la historia, a la poesía y narrativa, a las letras en definitiva, les debo tanto, que dudo poder saldar mi cuenta en vida. Por otra parte, supongo que tampoco las letras esperan que lo haga, pues continúan contándome historias, cantándome versos y poniéndome libros en el camino. Por ahora, lo que siento que debo contar, no excede nunca la extensión de un relato corto o cabe con holgura en el espacio del relámpago poético. Y sí, pienso que un párrafo en una página o un solitario verso, puede salvarnos la vida.  


Este es un intento de blog para dar a conocer los proyectos en los que me voy embarcando. También una especie de cuaderno de Bitácora en el que dejaré caer escritos, fragmentos, poemas...

Muchísimas gracias por vuestro tiempo.


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