viernes, 19 de abril de 2019

Casi extintos. Casi eternos

Casi extintos. Casi eternos


“El tiempo es la imagen de la eternidad en movimiento”.
Platón (Timeo)



Los cabellos canos, escasos y lacios que apenas velaban su frente. En las sienes dos horquillas azules. Sus ojos sin brillo recorriendo los profundos surcos de la máscara que una vez había sido su rostro; las ojeras parecían querer derramarse, los colgajos de piel en el cuello apenas se sostenían, en el reflejo que el espejo le devolvía esa mañana. El espejo despiadadamente sincero. Un día más, se dijo para sí misma. Todavía aguanta mi débil corazón. Y todavía hay quien no cree en un alma inmortal, meditó aún frente a su imagen. Sentía un cotidiano agotamiento y una losa de lentitud, un dolor sempiterno en las rodillas, en regiones variables de la espalda y en los dedos de las manos; este último dolor era el peor, el más presente, se filtraba entre las juntas de los frágiles huesos cada vez que sus manos se abrían, se cerraban, incluso cuando descansaban en su regazo. Pero es que a pesar de todo, podía percibirse como cuando era niña, o una mujer joven; era capaz de recuperar esa alegría, ese gozo de vivir si apartaba un poquito la tristeza, pues aquello que no sabía nombrar, eso que veía por sus ojos algo inflamados cuando dirigía la mirada a su interior, seguía siendo lo mismo, el mismo poder sereno y latente.

Abrió un poco la boca seca. Sus dientes, aunque gastados y amarillos, seguían siendo los suyos. Sonrió un poco para darse ánimos y agradecer estar viva: le quedaba una cosa por hacer. Se dirigió al salón. Desayunaría más tarde, pensó. Últimamente un nudo en el estómago la acompañaba hasta media mañana. Salieron entonces a su encuentro, como todos los días, el retrato del marido abrazado a la hija; tras ellos el mar azul. Lo cogió con ambas manos y besó el cristal durante dos cálidos segundos, que fueron sostenidos por sus labios ajados.

Ese día debía recoger el viejo reloj de su marido. En la antigua relojería de su calle, a la que en contadísimas ocasiones había tenido que recurrir, aquel amable artesano que no tendría muchos menos años que ella, le había prometido que en una semana conseguiría hacerlo latir de nuevo. Llevaba una década parado, desde poco después que su esposo muriera, y ella intentó darle cuerda repetidas veces, agitarlo en el aire, incluso golpearlo suavemente con los nudillos, pero en vano; no consiguió reanimarlo. Pasó el tiempo y se olvidó de aquel artilugio, haciéndole un sitio, eso sí, en su exiguo joyero. Ahora había decidido legárselo a su hija: aquella niña, ya mujer desde hacía mucho, que venía a verla en ocasiones, cuando la pobre podía, siempre acechada por tiempos que cumplir, propósitos urgentes, gritos a sus dos retoños, que se movían por casa de la abuela como dos gatos curiosos bajo la mirada cansada del yerno, que paseaba distraído entre los recuerdos familiares; su hija ahí, frente a ella pero no estando de veras, demasiado delgada pensaba la anciana sin decir nada, algo pálida también, entregando a su madre su maltrecha atención en medio de la prisa y una angustia soterrada. Su hija estaba ya muy lejos. Ella lo sabía; en un mundo que a sus ochenta y muchos se le escapaba, como un código extraño, encriptado, bajo un cielo que le era ajeno, casi irreconocible, un abismo que ya no podía salvar. Todas sus amistades habían partido ya, y poco más que vecinos y algún comerciante amable le quedaban con los que intercambiar alguna palabra, algún gesto, contadas sonrisas.

Llamó al ascensor. Al poco se abrieron las puertas, y ya estaba ocupado por un matrimonio joven que vivía más arriba y un adolescente al que no recordaba haber visto. Este último apenas la miró, con las orejas cubiertas completamente por unos auriculares rojos que a ella le parecieron horrendos. El matrimonio sí que lo hizo, levantando fugazmente sus ojos de las pantallas de los teléfonos móviles, sonriendo en un relámpago y volviendo a enterrarse en ellos; el gesto perdido, los pulgares furiosos. Buenos días, dijo la señora. Se acomodó en una esquina, con el fino bastón entre sus dedos nudosos, y miró después hacia el suelo de mármol falso.

Mientras descendían, recordó el encuentro con el relojero. Buenos días señora. ¿Qué desea usted? Su cabello limpio, de plata, unos ojos cómicamente agrandados tras los gruesos cristales de las gafas, bajo la nariz un alegre bigote que oscilaba al hablar, un delantal verde que lo cubría casi por completo y apoyadas en el mostrador sus manos viejas, de dedos finos, con algo de vello cano en los dorsos. La anciana se fijó en que tenía utensilios varios bajo el mostrador acristalado. También están a la venta, aclaró él ante la mirada interrogante de la mujer. Pero ya nadie los compra; apenas si se venden relojes, y mucho menos se arreglan. Somos una especie en extinción, sentenció el artesano. En extinción… esas palabras sonaron como un eco en la consciencia de ella durante unos instantes. Ambos se miraron y sonrieron; sabiéndose casi extintos, sabiéndose casi eternos.

Sus pasos ya enfilaban por la acera hacia la relojería. Un espléndido sol de noviembre casi la cegaba mientras ascendía el suave repecho que hacía su calle. Sintió cómo las rodillas gemían un poco y un calambre oblicuo cruzaba su espalda hacia arriba. Pensó en esas molestias cotidianas como el dolor que le provoca a una la cinta de un bolso en el hombro, carga que no se puede abandonar ni traspasar a otro. Pero la luminosidad la rescató un poco; sabía que esa luz de estrella era algo que echaría de menos, la gratuidad de ese privilegio, junto al viento, el olor de la hierba recién cortada, algún que otro sabor, ciertos aromas, el tacto del amor, tantas cosas…

Empujó la puerta de madera acristalada. Escuchó que alguien trajinaba agachado tras el mostrador. Una mujer de la edad de su hija se incorporó y sonrió un poco, con una expresión algo cansada, los ojos enrojecidos. Buenos días, ¿qué desea?, dijo la mujer. La piel de su cara así, libre de maquillaje, el dibujo de su rostro, tal vez la sonrisa amable; no hubiera sabido decir, pero a la anciana le recordaron al viejo relojero. Hola bonita, dijo la mujer mayor. Venía a recoger un reloj de bolsillo. Era de mi marido. Se lo quiero regalar a mi hija, que tendrá más o menos tu edad, antes de que… bueno ya sabes, tengo muchos años, y este cuerpecito no va a durar siempre.

La mujer más joven seguía sonriendo pacientemente. Llevaba el pelo negro recogido en una sencilla coleta, un cuerpo delgado y menudo bajo un delantal verde como el que vestía el hombre, toda ella sencilla y clara; también su belleza, que parecía no precisar más que del aire para sostenerse. Un segundo, dijo. Se agachó de nuevo y rebuscó un poco en uno de los cajones del mostrador. Al fondo se adivinaban varias mesas alargadas sobre las que dormían herramientas del oficio y relojes destripados, algunas sillas movidas y lámparas viejas. Era ese tipo de desorden que resulta acogedor, cálido, casi tranquilizador. Al menos así lo sintió la anciana, que recorrió la pequeña estancia con la mirada, hasta que los ojos de la dependienta la volvieron a encontrar. Abrió un pequeño sobre marrón, muy arrugado. Aquí lo tiene, dijo mientras se lo entregaba con delicadeza. El segundero descendía alegre entre el tres y el cuatro. En el reverso de la tapa abierta todavía se podía leer con claridad Martina y Samuel. Los objetos duran más que nuestra piel, pensó esa mujer, Martina, a la vez que tomaba entre sus manos aquella reliquia y sonreía agradecida. ¿Cuánto le debo?, preguntó. No le cobraré nada, respondió la dependienta. Mi padre falleció hace dos días y creo que cerraré el negocio, o intentaré traspasarlo. No lo sé todavía.

La anciana sintió de golpe una pena oscura y pesada que apenas le dejó terminar de escuchar, una pena que también era por ella misma, que quizás en ese momento solo fuera por ella,
aunque ese pensamiento, esa confesión hecha para sí, le diese vergüenza y la consternara un poco. Se despidió con algo de prisa; pues algo le dolía, con el reloj cerrado en un puño contra el pecho. Descendió poco a poco la acera hacia su portal. El viejo relojero ya no estaba, como pronto no estarían otras cosas. El fin, se dijo de pronto ya sin amargura a punto de entrar en su hogar: El fin de mi mundo, el fin del mundo.



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Dos días después su hija retuvo de golpe a los niños en el pasillo, y apresuradamente rogó a su marido que los llevara a un parque cercano; pues una intuición rotunda la asaltó cuando vio de soslayo a su madre recostada en el sofá del salón, demasiado inclinada, casi caída hacia un lado. Se acercó a ella con los ojos ya húmedos. Una extraña calma sostenía su rostro frío y pálido. En una mano guardaba todavía el reloj abierto de su esposo; el tic tac la alcanzaba con nitidez. Uno de los dedos de la anciana casi rozaba aquellas bellísimas letras aún brillantes en el metal: Martina y Samuel.



David Sánchez-Valverde Montero (Del libro de cuentos Casi extintos. Casi eternos)

Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz

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