martes, 13 de abril de 2021

Primigenio


 

Primigenio

 

En silencio, se dejó caer junto a su abuelo. Pensamientos como yunques lastraban su mente: monstruosas obsesiones, espirales de tristeza y tribulación, vuelos en círculo, reincidencias de la memoria, de los afectos y la costumbre.

No eres solo lo que transita por tu cabeza, le dijo el anciano. Eres también el hijo de eones de historia cósmica, consciencia hecha de elementos primigenios, de polvo estelar. Eres el fruto de colosales reacciones, luchas titánicas y equilibrios improbables entre la materia y fuerzas invisibles.

            El joven miró entonces hacia las alturas. Sintió un vértigo de gozo al confiar en lo que su abuelo le contaba. Tal vez sus raíces abrazaban un infinito; más allá del profundo azul.


David Sánchez-Valverde Montero

Janis me habla


 Janis me habla


Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo”.

“Si no puedo doblegar a los dioses del cielo, conmoveré a los del infierno”.

Virgilio (Eneida)

 

Parecía una persona normal. Creo que como yo, rebasaría por poco los cincuenta años. Vivíamos en el mismo edificio de cinco plantas, en un cuarto piso, y su puerta se hallaba a unos escasos tres metros frente a la mía. Solo había dos inquilinos por cada rellano, así que si se quería, uno llegaba a conocer un poco a su vecino de escalera. Por aquel entonces, aquel hombre llevaría unos tres o cuatro meses residiendo en el bloque. En nuestros fortuitos encuentros de portal y ascensor iba compartiendo al igual que yo mismo, aspectos de su vida, generalmente aprovechando un comentario relacionado, algún tema que diera pie a lo que decía. Por eso pronto supe que vivía aquí desde su separación, trabajaba eventualmente de bibliotecario en un centro municipal, que sus dos hijos eran casi adultos y uno de ellos estudiaba fuera. Me contó que el pequeño vivía con su exmujer, con la que decía mantener una relación aceptable. Nunca supe qué sería aceptable para él, pues esa palabra me parece que no significa lo mismo para todos; es casi como no decir nada.

Estaba alquilado, pero poco tiempo antes de que empezara a comportarse de manera extraña, me confesó que últimamente apenas le daba el dinero, y que probablemente se tendría que mudar a una habitación. Recuerdo bien el día en que todo comenzó, porque mi mujer y mi único hijo habían salido juntos de viaje el día anterior. Adoraban las iglesias antiguas, las catedrales, el arte medieval, en fin, todo lo relacionado con esos temas. Yo tenía mucho trabajo en la universidad en esos días, pues ejerzo de profesor de Filosofía y a pesar de que mis alumnos son escasos, varios de ellos estaban preparando la tesis, profundizando si cabe más en estos inútiles saberes. En el fondo me sentía casi feliz ante la idea de estar solo durante una semana.

Aquel día ese hombre delgado retuvo la puerta del ascensor en el último momento y se apoyó contra un lado nada más entrar. No saludó, lo cual me extrañó. Sonrió de soslayo y pareció acomodarse en una tristeza lejana. Al llegar abajo y antes de que alcanzáramos la puerta del portal, dijo tras de mí en un tono casi inaudible:

¿Sabes? Janis me habla.

¿Cómo dices?, pregunté, creyendo no haber entendido.

Sí; el disco gira y Janis Joplin me habla, me dice cosas.

Su mano derecha temblaba un poco, pero el resto de él, su pose, la mirada, su voz, no parecían alteradas.

¿A ti? ¿Qué cosas?, inquirí un poco asustado.

A pesar de no mostrarse amenazante, el acecho de la violencia y la locura siempre me ponen nervioso; no sé bien cómo manejarlas. Intento contenerlas en los márgenes del escenario pero ineludiblemente siempre asoman, reaparecen de improviso. Habitualmente mi vecino no tenía buena cara, de normal algo ojeroso y con la piel cérea. Pero ese día sus ojos aparecían un poco más hundidos, y la incipiente barba bajo su cabello oscuro y graso le daba un aire macilento y triste.

Me avisa que ha llegado el momento, contestó mirando hacia el suelo. Yo le digo que hace mucho frío ahí fuera, pero ella sigue cantando y diciéndome cosas: entre estas paredes también hace frío, me repite una y otra vez. Me miró brevemente a los ojos y salió a la calle. No sé dónde iría, no lo dijo, ni siquiera se despidió, creo que en ese momento no trabajaba.

Al día siguiente volví a verle. El inicial sentimiento de felicidad ante la partida de mi mujer y mi hijo, y la perspectiva de la soledad y la libertad, habían menguado considerablemente. Lo cierto es que nunca me ha resultado fácil llenar los días, y a mi medio siglo de existencia todavía no he aprendido a caminar por el mundo sin un trasfondo de ruido, intenciones, deseos y objetivos. Él estaba sentado en un banco cercano, bajo un sol radiante que lo ocupaba todo en los inicios de la primavera. Me acerqué con una tímida precaución, pero me tranquilizó de inmediato no adivinar crispación en su cara, bañada por la luz, su aspecto limpio y sosegado. Tenía los ojos cerrados y no parecía haber sentido mi cercanía, pero repentinamente dijo en un tono bajo y sin mudar de expresión: ¿Sabes? Desde que era un niño, cuando miro al cielo en las noches despejadas, siento una especie de asfixia. No sé, es un abismo, me oprime, me aplasta, me falta el aire. Me veo a mí mismo como a uno de esos peces anaranjados, en una pecera a cada segundo más pequeña, y más allá del cristal un vacío oscuro, sin forma, sin límites. Tengo que pensar en otra cosa o comienzo a marearme.

Me recorrió un escalofrío, como suele ocurrirme cuando uno de mis propios miedos es relatado por otra persona.

Yo también he sentido algo parecido a veces, asentí. Pareció agradecer mi empatía, pues abrió los ojos y me miró con una media sonrisa.

Gracias por haberme escuchado. Poca gente lo hace de veras.

No dijo nada más. No se giró ni una vez. Enfiló la calle pero en dirección opuesta a nuestro edificio. No circulaban muchos coches y los transeúntes eran escasos a aquella temprana hora de la tarde. Lo seguí con la mirada hasta que cruzó la calle y su figura se perdió entre la arboleda de un parque cercano. No lo sabía yo entonces, pero se había ido de verdad, al menos por una temporada. Mi familia regresó, mi semana en soledad fue polvo de olvido tras unos pocos días y nuestras rutinas lo volvieron a ocupar casi todo, devolviéndome, si es que por algún momento la había llegado a extraviar, mi soportable infelicidad.

Al principio no me extrañó demasiado no ver a mi vecino, pues nuestros encuentros a veces se espaciaban por bastantes días. Pero en las últimas dos semanas antes de su reaparición, pensaba en él con frecuencia y a punto estuve de llamar a su puerta. No hizo falta, pues aproximadamente a los dos meses de su partida volvimos a vernos, en el mismo banco de aquella tarde primaveral. Regresaba yo de la universidad, algo embotado tras la jornada y el calor de los primeros rigores estivales. El sudor pegaba mi camisa a la piel de la espalda, y cuando casi había llegado al banco donde aquel hombre se encontraba, me percaté de que la hora de nuestro anterior encuentro había sido prácticamente la misma; solo que en este último la ausencia casi total de ruido, gentes y movimiento en derredor causaba una extraña suspensión del tiempo, paralizado en aquella atmósfera de calor y luz, como si nada existiera en el mundo ajeno a nosotros dos y aquel escenario.

Me vio llegar, sonrió y levantó una mano a modo de saludo. Pensé entonces que todavía se veía más delgado, aunque su habitual palidez había sido sustituida por un saludable tono rosado.

¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Has estado fuera?, pregunté a la vez que me sentaba a su lado.

He estado lejos, contestó mirándome a los ojos. Janis terminó por convencerme. Caminé sin saber adónde, aunque una parte de mí parecía saberlo. Anduve hasta que no pude más; no porque me faltase el aliento, sino porque ya no era posible dar un paso adelante.

No te entiendo, ¿a qué te refieres?

Se tomó unos segundos antes de hablar: Supongo que no es cosa de entender. Yo mismo tampoco lo comprendo del todo. Solo puedo contarte lo vivido.

No dije nada, pues nada tenía que decir. Únicamente lo miré expectante.

¿Sabes?, continuó. He estado caminando durante semanas. Tantos días, tantos pasos, que llegué a olvidarme de mí mismo. No sé explicarlo bien. A los pocos días el cansancio me abandonó. Sentía que mis pies fueran tierra, que mi cuerpo casi no pesaba y era poco más que un viento ligero. Paraba en algunos lugares a comer algo y continuaba caminando. He dormido al raso, sin más compañía que el cielo y los ruidos de la noche. La verdad es que a veces pasé miedo y frío, sobre todo en la oscuridad. Era cierto, hace mucho frío ahí afuera, pero Janis tenía razón, también lo hacía en mi piso.

Pareció entonces detenerse un poco para ordenar sus pensamientos. Sostenía ahora la cabeza sobre sus manos, apoyadas estas en los muslos. Se reclinaba ligeramente hacia abajo y su mirada era indescifrable para mí. La idea de que pudiera haber enloquecido me pasó por la mente, pero lo cierto es que no me lo parecía, aunque yo no estoy versado en el tema; y es que su relato se desenvolvía tranquilo, con una naturalidad clara. Suelo hacer caso a los resortes de mi intuición y ninguno saltó en ese momento, aunque a veces son solo prejuicios. Es difícil juzgar las cosas; así que decidí dejarme llevar por esa calma extraña que a uno le envuelve cuando se decide suspender el juicio, no opinar, anular la crítica.

¿Tu exmujer o tus hijos te llamaron?, pregunté aprovechando su pausa.

Yo mismo les avisé nada más partir, antes de que la batería de mi móvil se agotase. Iba a estar un tiempo fuera, les dije.

Y eso… ¿no les extrañó?, inquirí. Tu partida, me refiero.

Simplemente mentí: debía encargarme de un tío enfermo que vive en un pueblo en el que no hay cobertura. Suspiró largamente en este punto. ¿Sabes? Mi vida anterior; no pude salvar lo que tenía. No pude. Y tenía mucho. Mucho más que suficiente. Comprendí que no se trataba solo de mi voluntad. Fue un leve hastío al principio, después una tristeza creciente, y al final un desaliento que lo arrasó todo: mi matrimonio, mi trabajo, mi cordura… todo.

Tomó aire. Creí ver una lágrima resbalar por su cara, pero se la enjugó rápidamente. Sus ojos se tornaron acuosos, supuse que desbordados por el dolor en la memoria. 

Hay fuerzas más poderosas que nosotros. Al menos eso creo yo, prosiguió. Fue hace aproximadamente dos semanas. Había llegado a un pequeño bosque. El cielo amenazaba lluvia y al anochecer se descargó a placer sobre aquel rincón del mundo. Intenté cobijarme bajo un inmenso roble, pero apenas se veía a un palmo y resbalé por un barranco que se abría casi a los pies de aquel árbol. Pude agarrarme de milagro a una de sus gruesas raíces que sobresalían de la pared del despeñadero, y busqué instintivamente con los pies algún saliente que me permitiese aguantar sin caer, mientras el agua y el barro se escurrían hacia abajo. Apenas podía ver, pues pequeños torrentes de agua sucia y fría resbalaban por mí sin tregua. De improviso, percibí una luminosidad creciente en el fondo de aquella sima. Entonces, pude abrir los ojos pues la lluvia parecía haber menguado un poco. Supuse estar alucinando por el hambre, el frío, el miedo, la fatiga; pero lo que allí abajo se veía era tan claro como esta tarde soleada. Sí; era eso, claridad y luz. Allí estaba yo, pero bastante más viejo. Aparecían también mi exmujer y mis hijos, al igual que yo mucho más cargados de años. Sobre un fondo emborronado en el que por momentos se adivinaba el mobiliario de mi antigua casa familiar, se nos veía surgir y desaparecer continuamente, transitar unos pasos, hablar entre nosotros, convivir en definitiva. De repente, tan abruptamente como había surgido aquella luz, todo se desvaneció; de nuevo el abismo y la lluvia que había ganado fuerza otra vez. Miré a la oscuridad de aquel agujero y supe que tampoco era feliz allí; como tampoco soy feliz ahora. No sé de dónde saqué las fuerzas para salir del barranco pero lo hice, y tumbado sobre el lodazal, bajo un cielo furioso y cruelmente bello, comprendí que aquel viaje había llegado a su fin. No sé, ¿quién puede saberlo?, tal vez no se trate más que de ir de una crisálida a otra. De lo que sí estoy más seguro es que se trató del límite de mi relato, y casi caigo por el borde de esa frontera de papel, hacia otra historia, otra vida, otro cuento, que no me pertenecían.

Pasamos unos minutos en un silencio cálido y cómodo.

Gracias, dijo sin mirarme mientras se incorporaba.

Adiós, contesté intuyendo que era el final de algo.

Se encaminó hacia el portal. No miró atrás. Yo me quedé rumiando su historia durante un rato hasta que la tarde comenzó a languidecer. No he vuelto a verlo. Otra gente habita ya frente a mi puerta. Supongo que ahora, como él predijo, malvivirá alquilado en alguna pequeña habitación. En fin, todo ha vuelto a la normalidad. A esta tibia normalidad…


David Sánchez-Valverde Montero (Relato incluido en el libro Casi extintos. Casi eternos)

Fotografía de Iñaki Mendivi Armendáriz


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