Janis me habla
“Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo”.
“Si no puedo
doblegar a los dioses del cielo, conmoveré a los del infierno”.
Virgilio (Eneida)
Parecía una persona
normal. Creo que como yo, rebasaría por poco los cincuenta años. Vivíamos en el
mismo edificio de cinco plantas, en un cuarto piso, y su puerta se hallaba a
unos escasos tres metros frente a la mía. Solo había dos inquilinos por cada
rellano, así que si se quería, uno llegaba a conocer un poco a su vecino de
escalera. Por aquel entonces, aquel hombre llevaría unos tres o cuatro meses
residiendo en el bloque. En nuestros fortuitos encuentros de portal y ascensor
iba compartiendo al igual que yo mismo, aspectos de su vida, generalmente
aprovechando un comentario relacionado, algún tema que diera pie a lo que
decía. Por eso pronto supe que vivía aquí desde su separación, trabajaba
eventualmente de bibliotecario en un centro municipal, que sus dos hijos eran
casi adultos y uno de ellos estudiaba fuera. Me contó que el pequeño vivía con
su exmujer, con la que decía mantener una relación aceptable. Nunca supe qué
sería aceptable para él, pues esa
palabra me parece que no significa lo mismo para todos; es casi como no decir
nada.
Estaba alquilado, pero
poco tiempo antes de que empezara a comportarse de manera extraña, me confesó
que últimamente apenas le daba el dinero, y que probablemente se tendría que
mudar a una habitación. Recuerdo bien el día en que todo comenzó, porque mi
mujer y mi único hijo habían salido juntos de viaje el día anterior. Adoraban
las iglesias antiguas, las catedrales, el arte medieval, en fin, todo lo
relacionado con esos temas. Yo tenía mucho trabajo en la universidad en esos
días, pues ejerzo de profesor de Filosofía y a pesar de que mis alumnos son
escasos, varios de ellos estaban preparando la tesis, profundizando si cabe más
en estos inútiles saberes. En el fondo me sentía casi feliz ante la idea de estar
solo durante una semana.
Aquel día ese hombre
delgado retuvo la puerta del ascensor en el último momento y se apoyó contra un
lado nada más entrar. No saludó, lo cual me extrañó. Sonrió de soslayo y
pareció acomodarse en una tristeza lejana. Al llegar abajo y antes de que
alcanzáramos la puerta del portal, dijo tras de mí en un tono casi inaudible:
¿Sabes? Janis me
habla.
¿Cómo dices?,
pregunté, creyendo no haber entendido.
Sí; el disco gira y
Janis Joplin me habla, me dice cosas.
Su mano derecha
temblaba un poco, pero el resto de él, su pose, la mirada, su voz, no parecían
alteradas.
¿A ti? ¿Qué cosas?,
inquirí un poco asustado.
A pesar de no
mostrarse amenazante, el acecho de la violencia y la locura siempre me ponen
nervioso; no sé bien cómo manejarlas. Intento contenerlas en los márgenes del
escenario pero ineludiblemente siempre asoman, reaparecen de improviso.
Habitualmente mi vecino no tenía buena cara, de normal algo ojeroso y con la
piel cérea. Pero ese día sus ojos aparecían un poco más hundidos, y la
incipiente barba bajo su cabello oscuro y graso le daba un aire macilento y
triste.
Me avisa que ha
llegado el momento, contestó mirando hacia el suelo. Yo le digo que hace mucho
frío ahí fuera, pero ella sigue cantando y diciéndome cosas: entre estas paredes
también hace frío, me repite una y otra vez.
Me miró brevemente a los ojos y salió a la calle. No sé dónde iría, no lo
dijo, ni siquiera se despidió, creo que en ese momento no trabajaba.
Al día siguiente volví
a verle. El inicial sentimiento de felicidad ante la partida de mi mujer y mi
hijo, y la perspectiva de la soledad y la libertad, habían menguado
considerablemente. Lo cierto es que nunca me ha resultado fácil llenar los
días, y a mi medio siglo de existencia todavía no he aprendido a caminar por el
mundo sin un trasfondo de ruido, intenciones, deseos y objetivos. Él estaba
sentado en un banco cercano, bajo un sol radiante que lo ocupaba todo en los
inicios de la primavera. Me acerqué con una tímida precaución, pero me
tranquilizó de inmediato no adivinar crispación en su cara, bañada por la luz,
su aspecto limpio y sosegado. Tenía los ojos cerrados y no parecía haber
sentido mi cercanía, pero repentinamente dijo en un tono bajo y sin mudar de
expresión: ¿Sabes? Desde que era un niño, cuando miro al cielo en las noches
despejadas, siento una especie de asfixia. No sé, es un abismo, me oprime, me
aplasta, me falta el aire. Me veo a mí mismo como a uno de esos peces
anaranjados, en una pecera a cada segundo más pequeña, y más allá del cristal un
vacío oscuro, sin forma, sin límites. Tengo que pensar en otra cosa o comienzo
a marearme.
Me recorrió un
escalofrío, como suele ocurrirme cuando uno de mis propios miedos es relatado
por otra persona.
Yo también he sentido
algo parecido a veces, asentí. Pareció agradecer mi empatía, pues abrió los
ojos y me miró con una media sonrisa.
Gracias por haberme
escuchado. Poca gente lo hace de veras.
No dijo nada más. No
se giró ni una vez. Enfiló la calle pero en dirección opuesta a nuestro
edificio. No circulaban muchos coches y los transeúntes eran escasos a aquella
temprana hora de la tarde. Lo seguí con la mirada hasta que cruzó la calle y su
figura se perdió entre la arboleda de un parque cercano. No lo sabía yo
entonces, pero se había ido de verdad, al menos por una temporada. Mi familia
regresó, mi semana en soledad fue polvo de olvido tras unos pocos días y
nuestras rutinas lo volvieron a ocupar casi todo, devolviéndome, si es que por
algún momento la había llegado a extraviar, mi soportable infelicidad.
Al principio no me
extrañó demasiado no ver a mi vecino, pues nuestros encuentros a veces se
espaciaban por bastantes días. Pero en las últimas dos semanas antes de su
reaparición, pensaba en él con frecuencia y a punto estuve de llamar a su
puerta. No hizo falta, pues aproximadamente a los dos meses de su partida
volvimos a vernos, en el mismo banco de aquella tarde primaveral. Regresaba yo
de la universidad, algo embotado tras la jornada y el calor de los primeros
rigores estivales. El sudor pegaba mi camisa a la piel de la espalda, y cuando
casi había llegado al banco donde aquel hombre se encontraba, me percaté de que
la hora de nuestro anterior encuentro había sido prácticamente la misma; solo
que en este último la ausencia casi total de ruido, gentes y movimiento en
derredor causaba una extraña suspensión del tiempo, paralizado en aquella
atmósfera de calor y luz, como si nada existiera en el mundo ajeno a nosotros
dos y aquel escenario.
Me vio llegar, sonrió
y levantó una mano a modo de saludo. Pensé entonces que todavía se veía más
delgado, aunque su habitual palidez había sido sustituida por un saludable tono
rosado.
¡Cuánto tiempo sin
vernos! ¿Has estado fuera?, pregunté a la vez que me sentaba a su lado.
He estado lejos,
contestó mirándome a los ojos. Janis terminó por convencerme. Caminé sin saber
adónde, aunque una parte de mí parecía saberlo. Anduve hasta que no pude más;
no porque me faltase el aliento, sino porque ya no era posible dar un paso
adelante.
No te entiendo, ¿a qué
te refieres?
Se tomó unos segundos
antes de hablar: Supongo que no es cosa de entender. Yo mismo tampoco lo
comprendo del todo. Solo puedo contarte lo vivido.
No dije nada, pues
nada tenía que decir. Únicamente lo miré expectante.
¿Sabes?, continuó. He
estado caminando durante semanas. Tantos días, tantos pasos, que llegué a
olvidarme de mí mismo. No sé explicarlo bien. A los pocos días el cansancio me
abandonó. Sentía que mis pies fueran tierra, que mi cuerpo casi no pesaba y era
poco más que un viento ligero. Paraba en algunos lugares a comer algo y
continuaba caminando. He dormido al raso, sin más compañía que el cielo y los
ruidos de la noche. La verdad es que a veces pasé miedo y frío, sobre todo en
la oscuridad. Era cierto, hace mucho frío ahí afuera, pero Janis tenía razón,
también lo hacía en mi piso.
Pareció entonces
detenerse un poco para ordenar sus pensamientos. Sostenía ahora la cabeza sobre
sus manos, apoyadas estas en los muslos. Se reclinaba ligeramente hacia abajo y
su mirada era indescifrable para mí. La idea de que pudiera haber enloquecido
me pasó por la mente, pero lo cierto es que no me lo parecía, aunque yo no
estoy versado en el tema; y es que su relato se desenvolvía tranquilo, con una
naturalidad clara. Suelo hacer caso a los resortes de mi intuición y ninguno
saltó en ese momento, aunque a veces son solo prejuicios. Es difícil juzgar las
cosas; así que decidí dejarme llevar por esa calma extraña que a uno le
envuelve cuando se decide suspender el juicio, no opinar, anular la crítica.
¿Tu exmujer o tus
hijos te llamaron?, pregunté aprovechando su pausa.
Yo mismo les avisé
nada más partir, antes de que la batería de mi móvil se agotase. Iba a estar un
tiempo fuera, les dije.
Y eso… ¿no les
extrañó?, inquirí. Tu partida, me refiero.
Simplemente mentí: debía
encargarme de un tío enfermo que vive en un pueblo en el que no hay cobertura. Suspiró largamente en este punto.
¿Sabes? Mi vida anterior; no pude salvar lo que tenía. No pude. Y tenía mucho.
Mucho más que suficiente. Comprendí que no se trataba solo de mi voluntad. Fue
un leve hastío al principio, después una tristeza creciente, y al final un
desaliento que lo arrasó todo: mi matrimonio, mi trabajo, mi cordura… todo.
Tomó aire. Creí ver
una lágrima resbalar por su cara, pero se la enjugó rápidamente. Sus ojos se
tornaron acuosos, supuse que desbordados por el dolor en la memoria.
Hay fuerzas más
poderosas que nosotros. Al menos eso creo yo, prosiguió. Fue hace
aproximadamente dos semanas. Había llegado a un pequeño bosque. El cielo
amenazaba lluvia y al anochecer se descargó a placer sobre aquel rincón del
mundo. Intenté cobijarme bajo un inmenso roble, pero apenas se veía a un palmo
y resbalé por un barranco que se abría casi a los pies de aquel árbol. Pude
agarrarme de milagro a una de sus gruesas raíces que sobresalían de la pared
del despeñadero, y busqué instintivamente con los pies algún saliente que me
permitiese aguantar sin caer, mientras el agua y el barro se escurrían hacia
abajo. Apenas podía ver, pues pequeños torrentes de agua sucia y fría
resbalaban por mí sin tregua. De improviso, percibí una luminosidad creciente
en el fondo de aquella sima. Entonces, pude abrir los ojos pues la lluvia
parecía haber menguado un poco. Supuse estar alucinando por el hambre, el frío,
el miedo, la fatiga; pero lo que allí abajo se veía era tan claro como esta
tarde soleada. Sí; era eso, claridad y luz. Allí estaba yo, pero bastante más
viejo. Aparecían también mi exmujer y mis hijos, al igual que yo mucho más
cargados de años. Sobre un fondo emborronado en el que por momentos se
adivinaba el mobiliario de mi antigua casa familiar, se nos veía surgir y
desaparecer continuamente, transitar unos pasos, hablar entre nosotros,
convivir en definitiva. De repente, tan abruptamente como había surgido aquella
luz, todo se desvaneció; de nuevo el abismo y la lluvia que había ganado fuerza
otra vez. Miré a la oscuridad de aquel agujero y supe que tampoco era feliz allí; como tampoco soy feliz ahora. No
sé de dónde saqué las fuerzas para salir del barranco pero lo hice, y tumbado
sobre el lodazal, bajo un cielo furioso y cruelmente bello, comprendí que aquel
viaje había llegado a su fin. No sé, ¿quién puede saberlo?, tal vez no se trate
más que de ir de una crisálida a otra. De lo que sí estoy más seguro es que se
trató del límite de mi relato, y casi caigo por el borde de esa frontera de
papel, hacia otra historia, otra vida, otro cuento, que no me pertenecían.
Pasamos unos minutos
en un silencio cálido y cómodo.
Gracias, dijo sin
mirarme mientras se incorporaba.
Adiós, contesté intuyendo que era el final de
algo.
Se encaminó hacia el
portal. No miró atrás. Yo me quedé rumiando su historia durante un rato hasta
que la tarde comenzó a languidecer. No he vuelto a verlo. Otra gente habita ya
frente a mi puerta. Supongo que ahora, como él predijo, malvivirá alquilado en
alguna pequeña habitación. En fin, todo ha vuelto a la normalidad. A esta tibia
normalidad…
David Sánchez-Valverde Montero (Relato incluido en el libro Casi extintos. Casi eternos)
Fotografía de Iñaki Mendivi Armendáriz
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