La extraña reunión
“Date cuenta de
una vez de que en ti mismo tienes algo superior y más divino que lo que causa
las pasiones y de lo que, en una palabra, te zarandea como una marioneta”.
Marco Aurelio (Meditaciones)
El cielo se vaciaba en
la noche sobre aquel paraje de caminos de tierra, suaves colinas, matorrales y
diseminadas masas boscosas. Su caballo relinchaba, pateaba el suelo y se negaba
a continuar. De las alas del sombrero le caía el agua a chorros y su silueta
sobre el animal se recortaba apenas bajo el oscuro aguacero a punto de fundirse
a negro.
Bueno Murray, pues
parece que nos hemos perdido. No veo el camino con la que está cayendo. Además,
estamos cansados y tenemos hambre, ¿verdad? Acarició la crin del caballo. Oteó
en derredor buscando algún improbable lugar en el que guarecerse. Su corcel
entonces se salió del camino y comenzó a andar campo a través. Después de
retenerlo miró en la dirección que había tomado el animal: dos minúsculas
lucecitas amarillas titilaban en la lejanía. Suspiró con alivio, quizás calor y
algo de comer… Murray, sintiendo a su amo relajado, emprendió un trote ligero
hacia las luces.
Parece que sabes el
camino… ¿o es que estás tan harto como yo de la noche y la lluvia? El jinete
palmeaba el lomo húmedo del caballo, reconfortados los dos al ver recortarse ya
aquel faro en la oscuridad, una casa grande, tal vez una posada con sus cálidos
ventanales. Tras posar las botas en el suelo, miró en torno suyo y halló un
tejadillo que recorría uno de los muros, bajo el cual aguardaban silenciosos
como una decena de caballos apenas distinguibles en la noche.
Murray, amigo mío,
parece que no te vas a mojar…, preguntaré adentro por ver si
pueden ocuparse un poco de ti. Salvó entonces los escasos pasos que lo
separaban de la entrada, un lodo pedregoso se le pegaba a los pies, y al
empujar la pesada y vieja puerta de madera, esta se quejó en todo su recorrido
anunciando su llegada. Varias cabezas de los allí presentes se giraron. Habría
no más de diez personas, todos compartiendo mesas, bajo una atmósfera cálida
que al viajero le resultó algo densa. En un lado ardía un pequeño fuego, y al
fondo una mujer joven tocaba una alegre melodía a la guitarra. Hizo un ademán
de saludo con la cabeza sonriendo un poco y se acercó a la barra. Algunos le devolvieron
el saludo de igual manera y fueron regresando a sus copas, a sus charlas. Se
escuchaba así un rumor amortiguado por la música, y algún tintineo, el chocar
habitual de cristales y lozas en estos lugares.
Buenas noches. Le
estábamos esperando. Una mujercita de edad avanzada le sonreía del otro lado de
la barra. Su cabello, que al jinete le pareció de un blanco níveo, se recogía
atrás en una coleta corta. Dos ojos grandes y verdes brillaban como en alguien
más joven.
¿Me estaban
esperando?, preguntó él.
Claro, siguió ella. En
estos días, y sobre todo en noches como esta, siempre aparece algún viajero
extraviado.
Entiendo…, dijo el
viajero. ¿Pueden ocuparse de mi animal?
No le faltará de nada,
no se preocupe, contestó la mujer.
Bien; sé que es algo
tarde, pero tal vez podría servirme algo para comer... La mujercita dio un pequeño respingo y se encaminó hacia
un espacio interior mientras decía: Le serviré una sopa caliente con cerdo y
guisantes. Es lo único que me queda, pero se chupará los dedos. El jinete
suspiró con alivio. A los pocos minutos tenía delante el plato humeante, y tuvo
que contenerse para no devorarlo con las manos nada más inhalar el templado
olor del guiso, y aun así se lo comió en la misma barra sin esperar siquiera a
que la mujer le indicase sitio en alguna mesa.
¿Hacía cuánto que no
comía?, preguntó con sorpresa la anciana.
Así de bien hace
mucho, buena mujer, contestó el viajero limpiándose la boca con la mano y
acercándole el plato. He estado mucho tiempo por los caminos y ahora regreso a
mi aldea. No conozco esas canciones, pero me gustan, son muy alegres y necesito
un poco de eso. Miró a la mujer que tocaba.
Es la alegría, aclaró la mujer del pelo
blanco.
¿Cómo dice?, preguntó
él.
Sí, continuó ella. Es la alegría. Toca aquí casi todas las noches para quien quiera
escucharla. El jinete creyó no haber entendido pero no le pareció oportuno
volver a preguntar. Se acercó a la joven que tocaba, atraído por un invisible
magnetismo; ella le sonrió ampliamente al notar su cercanía, él parado ahí
delante a escasos dos metros. Lucía ella una melena lisa, melosa, que ocultaba
en parte su rostro. El viajero se sintió mecer como en el inicio de una
borrachera, se dejó así llevar, embriagado, en paz con la noche, convencido de
que todo estaba bien, de que cada instante era un fin en sí mismo sin necesidad
de esperar nada más, y preguntándose finalmente qué más habría, qué extraño
condimento nadaría en el plato que acababa de devorar.
Se dirigió entonces a
una de las mesas, ocupada por dos mujeres y un hombre. Al interrogarle a ese
hombre con un gesto de la mano por ver si podía ocupar el único asiento libre,
contestó aquel con una mirada fría que bien podía significar cualquier cosa. Se
sentó pues. La afable anciana de la barra, que él supuso la dueña, le sirvió
sin pedirlo una taza de café, gesto que el viajero agradeció con una leve
inclinación de cabeza. La sensación de ebriedad alegre había remitido en parte,
siendo desplazada poco a poco por un fino desasosiego que sentía ascender por
el pecho. Deseaba charlar con alguien tras el largo regreso en la única
compañía de Murray, su corcel negro, pero sus acompañantes permanecían sin
decir palabra. Llamó su atención que los tres vestían de oscuro, y de alguna
manera y aunque el jinete no supiera decir por qué, quizás por las miradas que ocasionalmente se cruzaban, parecían
conocerse. Una de las mujeres, que rondaría la cincuentena y guardaba su pelo
negro en un moño, miraba casi todo el tiempo hacia la mesa, quieta, hundida en
su silla. La otra mujer, algo más joven y que quedaba justo a su izquierda, no
dejaba de acomodarse en su asiento y carraspear con la garganta. Esta miró al
extraño que se acababa de sentar: Nunca lo he visto por aquí…, dijo sonriendo
en una mueca nerviosa que al segundo siguiente se desvanecía para volver a
dibujarse en su cara. El viajero se alegró de que alguien rompiera el silencio,
pero el malestar le ocupaba ya la garganta y le costaba un poco tomar aliento.
Sí, contestó.
Encantado, mi nombre es Dave. La verdad es que no conocía este lugar. La mujer,
que movía las manos sin decidir dónde dejarlas reposar, se echó su larga melena
oscura entreverada de canas hacia atrás, varias veces, pero el cabello
regresaba seguidamente a su rostro.
¿Se encuentra bien?,
preguntó él.
Sí; sí, contestó ella.
Es esta mesa. Pero son mis hermanos, no puedo abandonarlos así como así.
Dave se sentía
traspasado por una ansiedad difusa, a través de la cual se abría paso un temor
sin objeto, le faltaba el aire y no encontraba postura en la silla. El hombre
que se encontraba a su derecha lo miró de soslayo. Su negro sombrero de ala
ancha daba una sombra gris en la mitad de su cara, de piel pálida, casi
translúcida, y una vena gruesa y azul ascendía por su cuello. A diferencia de
sus compañeras, que vestían sencillos vestidos lisos, este portaba un capote
también negro que parecía mojado de lluvia.
Qué insoportable
fragilidad, arrojados a esta nada, qué poco tiempo nos ha sido dado, ¿verdad
amigo?, le dijo entonces a Dave, que sonrió fugazmente por cortesía. Notó una mano cálida que se posaba en su
hombro, y al girarse sintió que los dos ojos verdes de la dueña lo rescataban.
¿Sabe?, dijo ella señalando con la mirada hacia otro grupo de gente. Puede que
desde esa otra mesa escuche mejor la música.
Se levantó embotado,
con un ánimo oscuro y espeso. Nadie en la mesa dijo nada más. Los límites de lo
real, de lo que él veía, parecían fluctuar levemente en su camino tras la
mujer, y avanzaba un poco a tientas hasta el lugar que le indicó. Tomó asiento.
Los dos hombres y la mujer que ocupaban esta nueva mesa lo miraron. Uno de los
hombres, el que quedaba justo a su derecha, con los brazos cruzados sobre el
pecho y reclinado hacia atrás, dijo en un tono que a Dave le pareció asco: Mira
que sentarse junto a esos…, y giró la cabeza con
desdén triste hacia la mesa de la que el viajero venía. Él se sentía algo
mejor, al menos la opresión en el cuello había casi cesado…
¿Quiénes son?,
inquirió.
¿Esos tres hermanos?
La angustia, la tristeza y el miedo,
contestó el de antes con desgana, como si le costase mucho trabajo hablar. Dave
estaba confundido, y empezó a sospechar si el largo tiempo solo a la intemperie
por los senderos del mundo, con la única compañía de su fiel animal, no habría
dejado rastros de locura en su alma. Pero es que todo estaba ahí, tan vívido y
sólido como la lluvia que lo había guiado hasta ese lugar.
Justo enfrente, una
mujer grande, casi obesa, que no rebasaría los treinta años de edad, embutida
en un vestido de color amarillo intenso con volantes en la falda, se acunaba en
la silla adelante y atrás, adelante y atrás… Su cráneo era llamativamente simétrico y estaba completamente rapado. De
improviso, pareció ella caer en la cuenta de su cercanía y detuvo su vaivén:
¿Sabe? Yo he visto, he visto lo que hay detrás de las cosas… pero no comprendo, no logro entender todas las imágenes,
esas voces, toda esa luz, todas las sombras, y así no puedo continuar; ¿quién
podría? Regresó a su movimiento regular y pareció no ver nada de lo que sucedía
alrededor. Dave se dio vuelta hacia su izquierda. Un hombre de mediana edad le
observaba como a través de una tranquila benevolencia. Algo le invitó a hablar
con él, a sincerarse bajo su atenta mirada, tal vez el azul celeste de su
camisa de algodón, que con gracia se cerraba con tres botones color violeta en
el cuello.
No sé… este lugar… tal vez me haya vuelto loco. Quizás solo
necesite descansar, dijo Dave.
No se preocupe, acotó
el hombre de azul. Acaba de escuchar a la locura,
esa muchacha. La señaló con una mano. Nuestro otro compañero es el hastío. El de los brazos cruzados se
inclinó hacia adelante. Tendría también unos sesenta años y su atuendo
consistía en un raído jersey de lana marrón. Frunció la cara y sus arrugas así
marcadas acentuaron su desprecio, a la vez que miraba al hombre de azul.
No merece la pena; no
lo merece. Todo fue, es y será lo mismo. Una y otra vez, día tras día, el mismo
asco, el mismo absurdo, la misma náusea, dijo el hastío y seguidamente se volvió a recostar en el respaldo y cruzó
los brazos de nuevo, esta vez sin apartar la mirada de Dave. En ese momento, el
hombre que vestía de azul posó su mano sobre la del viajero. Era una piel
cálida, vibrante, que logró aquietar un poco su desasosiego.
Creo que el hastío se equivoca. Es un misterio, no
podemos saberlo todo, pero intuyo que todo fluye en esta vida y cambia con cada
golpe de la mirada, así que es mejor no arrastrar demasiado equipaje. ¿No
cree?, dijo mirándole a los ojos con dulzura.
¿Quién es usted?,
preguntó Dave.
Me llaman desapego…, contestó. Entonces, la dueña
se acercó de nuevo con otro café humeante. Mire, se lo voy a servir en esa otra
mesa, dijo mientras señalaba con la barbilla a la última mesa, ocupada por dos
personas, que restaba por visitar. Allí estará más cómodo, sentenció. A esas
alturas de la noche, Dave se dejó llevar sin objetar nada, encenagado hasta las
rodillas en esa taberna onírica, extraña, perdida en una noche de aguacero.
Nada más tomar asiento
vio cómo una mujer que rebasaría por poco los cuarenta años, cubierta por una
especie de levita color sangre, se apartaba un poco arrastrando su silla. ¿Te
crees mejor que yo?, le espetó al viajero alzando la voz.
No, señora, respondió
Dave con toda la calma que pudo reunir a pesar de que un fuego ascendía ya por
su cuello.
Porque no lo eres…,
siguió ella. ¡Ni ninguno de estos!, dijo ya en un grito a la vez que se ponía
en pie y miraba en torno suyo. ¡No valéis nada! ¡Sois basura! Los demás seguían
a lo suyo, la alegría continuaba
tocando; únicamente el hastío le
devolvió una malévola sonrisa, y cuando la mujer de rojo parecía disponerse a
lanzarse contra él, el brazo del hombre que permanecía sentado a su izquierda
la retuvo cogiéndola con firmeza de la muñeca. Era un hombre mayor, menudo, y
vestía una extraña levita color verde manzana. Sin pronunciar palabra la atrajo
de nuevo hacia la mesa y la mujer regresó a su asiento, mirando todavía
amenazadora hacia los lados. Dave se fijó en el hombre, el cual le devolvió una
mirada tranquila que descansaba sobre una sonrisa leve.
Usted es…, indagó el
viajero.
El sosiego, respondió él con una expresión
cálida que aplacó casi de inmediato el furor en su cuello.
Lo suponía… Disculpen, dijo Dave, y seguidamente se levantó.
Alcanzó la barra. Detrás trajinaba la mujercita. Si no le importa, me quedaré
aquí, y si ha dejado de llover emprenderé la marcha pronto, le dijo. La mujer
lo miró divertida, ladeó un poco la cabeza y se sacudió sus manos regordetas en
el delantal blanco.
¿Cómo soporta este
lugar?, preguntó Dave. La mayoría de ellos parecen unos dementes o se comportan
de manera impresentable, dijo casi en un susurro inclinándose sobre la barra.
¿Qué es?, ¿una especie de manicomio?
¿No le han caído bien
la ira y el sosiego?, preguntó ella abriendo mucho los ojos.
Bueno…, siguió él. Es
que esto le volvería loco a cualquiera, voy de una emoción a otra, arrastrando
sensaciones nuevas a cada momento, sintiéndome cada vez distinto y sin saber
bien ya quién soy. La mujer miró hacia las mesas: Debajo de todo eso, usted es
usted. Siempre será así. Aquí no le moja la lluvia ni le alcanza el frío, ha
cenado caliente y puede descansar, así que ni el más desagradable de ellos
puede hacerle daño. Yo estoy aquí, los veo entrar y salir, les dejo hacer, y la
alegría viene casi todos los días a
tocar.
Dave se acercó a una
de las ventanas. Gracias por todo, dijo. Estaba amaneciendo en un cielo limpio
en el que se acabaría imponiendo el azul. Ya junto a la puerta de madera se
giró: Por cierto, ¿quién es usted?
Soy la presencia. Otros me conocen por la lucidez, como usted prefiera. En fin,
hasta siempre…, contestó saliendo de detrás de la barra y acercándose un poco.
El viajero le dedicó una pequeña reverencia con la cabeza y salió afuera.
El frescor de esa
mañana de primavera le despertó los huesos y le acercó la intuición de que
aunque regresase algún día, aquella posada ya no estaría allí. Además, pensó
todavía con temor que tal vez habría comenzado a perder la cabeza, que
probablemente nadie creería su historia… Su corcel le miraba plácidamente bajo el tejadillo. ¡Murray, amigo mío!
Regresamos a casa. Ahora vuelve a verse el camino, le dijo rodeando su cuello
con los brazos.
Inspiró el aire frío
mientras se alejaba al galope. Le llegó un aroma de flores, de foresta, de
ríos, pero también le alcanzaron unas sutilísimas notas, lejanas, que se
mezclaban con los olores por su pura levedad: los acordes desconocidos para él
de la alegría…
Relato incluido en el libro de cuentos Casi extintos. Casi eternos.
Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz.
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