jueves, 13 de enero de 2022

Vértigo

 




Vértigo


“Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo”.

J. L. Borges (Funes el memorioso)

Vértigo

 

Nada más despertar, detesté mi vida durante unos segundos como hacía casi todas las mañanas. Qué sé yo, los bajos niveles de cierta química cerebral a primera hora, la injusticia del mundo, el cuerpo que en la quinta década de vida se queja a menudo del peso del existir. Observé a mi lado la tibia belleza de mi mujer dormida, desnuda sobre el lecho, apacible, indefensa, poderosa. Acababa de tumbarse tras su turno de noche. Yo por mi parte, disfrutaba de una semana de asueto, combinada con el escenario de padre sin hijos, ya que los abuelos se habían animado a llevárselos cinco días a un apartamento en la montaña. Así que disponía de más tiempo del habitual para pensar, lo cual no era necesariamente positivo.

En cualquier caso, me dirigí tras desayunar, igual que hacía todos los jueves, al seminario de Historia Clásica que se impartía en un centro cultural cercano. Debía de estar fuertemente subvencionado ya que el precio por asistir era irrisorio, y a mí me compensaba con creces, es más, por aquella época yo diría que daba sentido a mis días, una especie de emoción difusa, sin objeto, una espera de incertidumbre dulce. El cielo estaba velado por una nubosidad fina que traslucía el azul por pequeñas grietas. No había muchos transeúntes, y los pocos que vi caminaban distraídos, oyendo música con los oídos obturados o con la mirada fija en pantallas digitales. Solo alguna pareja de edad avanzada caminaba sin más aditivo que sus cuerpos. Pensé como otras veces, que ya únicamente los viejos sabían estar en el mundo, solo estar.

Por fin, entré en el local, una gigantesca mole gris que parecía querer saciar las necesidades culturales de medio planeta. Accedí al primer piso donde había una pequeña sala de reuniones y me senté en las últimas filas, todo lo a resguardo posible de las miradas de los presentes y de interpelaciones directas por parte de la ponente. Las hileras de sillas de plástico naranja que me rodeaban, me trajeron la imagen del interior de un avión esperando el despegue. No había más de cincuenta plazas, así que prácticamente siempre se llenaba. Yo acudía temprano, e iba observando a los asistentes entrar y tomar asiento, y sobre todo, acompañaba con la mirada los pasos de la experta hasta que se posaba delicadamente sobre la silla y cruzaba seguidamente las piernas. Ese día, estoy seguro, las vestía con unas medias deliciosas, oscuras y adornadas con grabados florales. Esta mujer, a la que yo le calculaba unos treinta y cinco años de edad, gustaba de sentarse delante de la mesa escritorio para según ella romper la distancia y mostrarse más accesible. Como todos los jueves, la diáfana exposición iba desenredándose durante las aproximadamente dos horas que duraba. A veces persas, otras griegos, fenicios, romanos, cartagineses, tribus bárbaras… y quién sabe qué otras sombras de la historia iban a lomos de aquella voz, datos que no duraban apenas unos instantes en mi consciencia, pero que veía manar generosamente de sus labios y estallar en mi deseo. Así era, tenía la mejor boca en reposo que he visto jamás. Cuando la movía seguía siendo bella, pero cuando callaba, escuchando atenta alguna pregunta o dando tiempo a los allí presentes a asimilar lo expuesto, dejaba los labios entreabiertos, posados sobre una espera mágica, entre lasciva y serena. Era siempre su boca.

Al finalizar la charla, fantaseé como hacía siempre con la posibilidad de abordarla y decirle algo, intentar conocerla, yo qué sé. Nunca lo hacía. La culpa y sobre todo el miedo siempre me lastran en estos avatares; el miedo a salir de mi área de confort, a perderlo todo, a sufrir un cambio violento que fracture mi cordura. Ella se despedía con suavidad de todos, emplazándonos al jueves siguiente, y al pasar delante de mí exhibía una leve sonrisa tras la cual asomaban unos dientes pequeños, sanos y bien dibujados. Entonces, me apropiaba con un egoísmo infantil de aquel gesto, como si solo fuera dirigido a mi persona. Y con eso había de bastarme hasta la semana siguiente, cuando volviera a verla.

Enfilé el camino a un Café cercano, no sin antes hacer la parada habitual frente al escaparate de una tienda de motos que había en el trayecto. Acerqué mis ojos al amplio cristal, una fina pero insalvable lámina que me separaba de ella: una moto negra y naranja reluciente, que no era de primera mano ni de alta gama, una bella máquina que no podría alejarme demasiado de mi mundo, pero quizá sí lo suficiente, lo suficiente para transfigurarse en un joven caballo, un animal indómito que insuflase en mí un halo fugaz de libertad, que aplastase siquiera por un momento, la rutina. Dejé al corcel negro y naranja atrás con un forzado gesto de desapego, e intenté anclarme al presente. Así que dejé caer un pie tras otro, procurando sentir la pisada, el contacto con el suelo. Me crucé entonces con una pareja joven que empujaba un carrito de bebé. Ella hablaba alegremente. Él asentía a intervalos regulares, y me dirigió una sonrisa de autocomplacencia que no lograba reprimir del todo la tristeza difusa de la decepción. Pensé que nadie sabe realmente nada de los demás y que tal vez fuera mi forma de mirar; los dejé atrás e intenté perderme entre la gente abrazando todo el olvido del que fui capaz.

Ya en el Café, mientras observaba algo embotado la delicada ascensión del aire caliente que emanaba de la taza, escuché una canción. No una cualquiera, sino esa canción. Una secuencia de notas musicales que a otro no lo moverían a emoción alguna, pero que trastornaban mi alma, la hacían vibrar en toda su longitud como una cuerda de arpa. Una página en una novela, unas líneas de poesía, una canción inesperada, y pasamos del hastío al latido, de la tristeza a una lágrima de alegría, del abismo al cielo abierto. Comprobé una vez más cuántas veces me rescataban las artes, y cuántas veces sin saberlo yo siquiera. En esa tesitura metafísica estaba yo cuando mis ojos se posaron en la camarera, solo un instante antes de que los suyos se fijaran en mí. Un vértigo descomunal me empujó de la silla, sentí el peso de mi cuerpo sobre la muñeca derecha al caer. Entonces, una náusea que arrancaba desde la nuca me postró contra un suelo que se transfiguraba por momentos en una visión alucinada: la camarera reía junto a mí en la barra de otro local; solapándose a esta imagen, desplazándola por completo, mi mano acariciaba la suya en la oscuridad de una sala de cine, después su cuerpo cálido se frotaba sobre el mío encima de un colchón que rechinaba; luego me gritaba algo inaudible y se alejaba de mí con lágrimas en los ojos.

¿Se encuentra bien? Levanté la mirada y ahí estaba ella, agachada sobre mí con semblante pálido y asustado.

Se cayó de la silla hace un momento. ¿Quiere que llame a Urgencias o a su casa?, dijo la camarera (Todo se recompuso, el suelo parecía sólido, la náusea se había disipado).

No. No; gracias. Parece que me he mareado. Me ayudó a incorporarme y todavía me seguía con la mirada cuando salí bruscamente de la cafetería y me alejaba confuso hacia mi casa. 

Mi fragilidad, la locura y su acecho sin descanso. ¿Era una alucinación?, ¿el comienzo de algún desorden mental? Decidí esperar por el momento pues conseguí aquietar algo mi mente en el trayecto a casa. Tras una comida frugal y comprobar que mi mujer seguía durmiendo, encendí el televisor para intentar distraerme un poco: una especie de magazine emitía pequeños reportajes, que bajo un prisma claramente amarillista repasaba diversas realidades de actualidad en el país. En aquel momento, una madre con semblante macilento y triste describía su cruda realidad: tres hijos, separada, sin ingresos, un exmarido que al parecer tampoco podía auxiliarla económicamente…, un drama terrible, poliédrico, pero que con una sola de sus imágenes consiguió traspasar mi apatía. Cuando la mujer, entre todas las cotidianas desgracias que esbozó, relató cómo sus hijos tenían que ir a la escuela con un calzado penoso e indigno, mi emoción se fracturó. Después, la pobre desgraciada al borde del llanto, apostilló que en los días de lluvia los pies de sus hijos se mojaban sin remedio, y este detalle, acompañando a la inmediata empatía que sentí al imaginar a mis propios hijos en igual situación, sacudió mi corazón. Las lágrimas no tardaron en aparecer. Así que sollocé en silencio unos segundos. Apagué el aparato. Me quedé ensimismado pensando en cómo era posible que siempre consiguiera seguir eficazmente con mi vida, poco tiempo después de contemplar desgracias ajenas de dimensiones ciclópeas. Me consolé como siempre de la única manera que sé, la única que aplaca un poco mi impotencia: con la insolencia y el orgullo de seguir aquí sin haber perdido la cabeza. Coraje para vivir. Me repetía este mantra; toda la gente necesita alguno para continuar. Hacía tiempo que estaba convencido de que los humanos no teníamos remedio, pero vivir como si lo tuviéramos era la única forma que se me antojaba para poder continuar el viaje sin claudicar.

Mi mujer me encontró somnoliento ante la televisión encendida a la que ya no prestaba atención. Su figura menuda pasó por delante y se acurrucó a mi lado sin decir nada. Traía consigo el olor del sueño y un calor en la piel que se desvanecía con rapidez. A su contacto, apareció abruptamente el vértigo y la misma náusea. Esta vez me asusté más, pues ocurría entre las paredes en que vivía, las mismas que me protegían del mundo. La familiar estancia parecía diluirse, y de nuevo una atropellada secuencia de imágenes que ocupaban casi todo el espacio visual, dejando solo en los márgenes resquicios evanescentes de nuestro cuarto de estar: nuestros hijos, ya adultos, celebraban algo con nosotros, y nosotros no éramos tan jóvenes, la mano de mi esposa sobre la mía y su sonrisa de siempre pero algo más gastada; después en otra ciudad ella y yo, relajados, caminábamos por callejones luminosos, atravesando plazas con palomas al vuelo; en la última visión estaba ella mirando a través de la ventana de la cocina. Lloraba sin consuelo.

¿Estás bien? ¿Qué te pasa? Estaba realmente asustada. Sus brazos me sacudían repetidamente desde los hombros, y me miraba tan de cerca que descubrí un matiz diferente en el verde de sus ojos, una veta brillante en la que nunca me había fijado.

Sí; sí. Creo que ha sido solo un mareo, tal vez una bajada de tensión. Saldré a dar un paseo y tomar un poco el aire, acerté a decir. Me miró todavía con un temor impotente.

No creo que debas salir así, tienes que descansar un poco. Pero yo ya iba en dirección a la puerta y sus palabras se desvanecían en el pasillo tras mis pasos.

Salí a la calle. Serían alrededor de las ocho de la tarde y ya había anochecido. El otoño era vencido otra vez por los primeros rigores del invierno, y sentí bajo la camisa un leve escalofrío. La ciudad languidecía al final de otra jornada, las gentes llevaban sus cuerpos de vuelta a los hogares, algunos sonreían recordando una alegría furtiva, tal vez inconfesable, otros miraban al suelo domesticando un nuevo desaliento, haciéndolo manejable, soportable. Comenzó a dolerme atrozmente tras uno de los ojos, tanto que tuve que apoyarme en una pared y después echar una rodilla al suelo mientras me presionaba la cara inútilmente. Noté una mano sobre el hombro. Al girarme descubrí a un mozo de almacén que trabajaba en un supermercado cercano y con el que apenas había intercambiado algunas palabras de cortesía.

¿Va todo bien?, preguntó. Todavía llevaba la ropa de trabajo y olía a sudor y tabaco.

Me dispuse a contestar pero no podía articular palabra. Su ancha mano pesaba enormemente sobre mí y de repente asomó la náusea. Todo comenzó a dar vueltas y nos vi a ambos riendo con ganas junto a la barra de un bar; luego lo veía de espaldas trajinando en una barbacoa sobre un césped y acercándose sonriente después hacia mí para echar su brazo sobre mis hombros. La última imagen que lo ocupó todo salvo unos finos márgenes que parecían derretirse, nos situaba a ambos en el salón de mi casa, relajados, junto a dos mujeres que no conocía, mientras dos niños que nunca había visto jugaban en el suelo. Finalmente apartó la mano de mí y con un enorme esfuerzo pude contestar: Sí; gracias. Me he mareado.

¿Estás seguro? Escuché ya a mis espaldas, pues intentaba salir de allí para ordenar mis ideas en algún lugar tranquilo. Solo conseguí doblar la esquina más cercana, pues la presión tras el ojo izquierdo regresó con más intensidad tras la tregua alucinatoria y me postró nuevamente de rodillas. Otra vez una mano, pero esta más ligera y pequeña, me cogió del brazo. Me dispuse a encajar el vértigo que vendría pero nada sucedió, y el dolor ocular comenzó a ceder hasta disiparse por completo. Mi mujer me miraba desencajada, todo lo asustada que podía estar, tan pálida que brillaba en la noche. Nadie más transitaba entonces a nuestro alrededor, y nos vi como a dos actores en la escena cumbre de una tragedia.

¡Háblame!, gritó. Voy a pedir ayuda…

No hace falta. Estoy bien, susurré. ¿Sabes? Todo acabará en lágrimas.

¿Qué dices amor?, preguntó ya algo recompuesta.

Creo que no estoy loco: hay otras vidas, las he visto. En esta, junto a mí, tú acabarás llorando.

Puede ser. Pero no hoy, dijo a través de un amor que me pareció inundaba la calle, todas las calles, la ciudad entera, todos los posibles recovecos, las casi infinitas posibilidades. Miró al suelo para enjugarse las incipientes lágrimas. Después, sus ojos me sostuvieron y me llevaron de vuelta a casa.


David Sánchez-Valverde Montero

Cuento perteneciente al libro de relatos "Casi extintos. Casi eternos".

 

 

 

 

 

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