Vértigo
“Lo
cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos
profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará
todas las cosas y sabrá todo”.
J.
L. Borges (Funes el memorioso)
Vértigo
Nada más despertar, detesté mi vida durante unos segundos como hacía casi
todas las mañanas. Qué sé yo, los bajos niveles de cierta química cerebral a
primera hora, la injusticia del mundo, el cuerpo que en la quinta década de
vida se queja a menudo del peso del existir. Observé a mi lado la tibia belleza
de mi mujer dormida, desnuda sobre el lecho, apacible, indefensa, poderosa.
Acababa de tumbarse tras su turno de noche. Yo por mi parte, disfrutaba de una
semana de asueto, combinada con el escenario de padre sin hijos, ya que los
abuelos se habían animado a llevárselos cinco días a un apartamento en la
montaña. Así que disponía de más tiempo del habitual para pensar, lo cual no
era necesariamente positivo.
En cualquier caso, me dirigí tras desayunar, igual que hacía todos los
jueves, al seminario de Historia Clásica que se impartía en un centro cultural
cercano. Debía de estar fuertemente subvencionado ya que el precio por asistir
era irrisorio, y a mí me compensaba con creces, es más, por aquella época yo
diría que daba sentido a mis días, una especie de emoción difusa, sin objeto,
una espera de incertidumbre dulce. El cielo estaba velado por una nubosidad
fina que traslucía el azul por pequeñas grietas. No había muchos transeúntes, y
los pocos que vi caminaban distraídos, oyendo música con los oídos obturados o
con la mirada fija en pantallas digitales. Solo alguna pareja de edad avanzada
caminaba sin más aditivo que sus cuerpos. Pensé como otras veces, que ya
únicamente los viejos sabían estar en el mundo, solo estar.
Por fin, entré en el local, una gigantesca
mole gris que parecía querer saciar las necesidades culturales de medio
planeta. Accedí al primer piso donde había una pequeña sala de reuniones y me
senté en las últimas filas, todo lo a resguardo posible de las miradas de los
presentes y de interpelaciones directas por parte de la ponente. Las hileras de
sillas de plástico naranja que me rodeaban, me trajeron la imagen del interior
de un avión esperando el despegue. No había más de cincuenta plazas, así que
prácticamente siempre se llenaba. Yo acudía temprano, e iba observando a los
asistentes entrar y tomar asiento, y sobre todo, acompañaba con la mirada los
pasos de la experta hasta que se posaba delicadamente sobre la silla y cruzaba
seguidamente las piernas. Ese día, estoy seguro, las vestía con unas medias
deliciosas, oscuras y adornadas con grabados florales. Esta mujer, a la que yo
le calculaba unos treinta y cinco años de edad, gustaba de sentarse delante de
la mesa escritorio para según ella romper la distancia y mostrarse más
accesible. Como todos los jueves, la diáfana exposición iba desenredándose
durante las aproximadamente dos horas que duraba. A veces persas, otras
griegos, fenicios, romanos, cartagineses, tribus bárbaras… y quién sabe qué
otras sombras de la historia iban a lomos de aquella voz, datos que no duraban
apenas unos instantes en mi consciencia, pero que veía manar generosamente de
sus labios y estallar en mi deseo. Así era, tenía la mejor boca en reposo que
he visto jamás. Cuando la movía seguía siendo bella, pero cuando callaba,
escuchando atenta alguna pregunta o dando tiempo a los allí presentes a
asimilar lo expuesto, dejaba los labios entreabiertos, posados sobre una espera
mágica, entre lasciva y serena. Era siempre su boca.
Al finalizar la charla, fantaseé como hacía
siempre con la posibilidad de abordarla y decirle algo, intentar conocerla, yo
qué sé. Nunca lo hacía. La culpa y sobre todo el miedo siempre me lastran en
estos avatares; el miedo a salir de mi área de confort, a perderlo todo, a
sufrir un cambio violento que fracture mi cordura. Ella se despedía con
suavidad de todos, emplazándonos al jueves siguiente, y al pasar delante de mí
exhibía una leve sonrisa tras la cual asomaban unos dientes pequeños, sanos y
bien dibujados. Entonces, me apropiaba con un egoísmo infantil de aquel gesto,
como si solo fuera dirigido a mi persona. Y con eso había de bastarme hasta la
semana siguiente, cuando volviera a verla.
Enfilé el camino a un Café cercano, no sin
antes hacer la parada habitual frente al escaparate de una tienda de motos que
había en el trayecto. Acerqué mis ojos al amplio cristal, una fina pero
insalvable lámina que me separaba de ella: una moto negra y naranja reluciente,
que no era de primera mano ni de alta gama, una bella máquina que no podría
alejarme demasiado de mi mundo, pero quizá sí lo suficiente, lo suficiente para
transfigurarse en un joven caballo, un animal indómito que insuflase en mí un
halo fugaz de libertad, que aplastase siquiera por un momento, la rutina. Dejé
al corcel negro y naranja atrás con un forzado gesto de desapego, e intenté
anclarme al presente. Así que dejé caer un pie tras otro, procurando sentir la
pisada, el contacto con el suelo. Me crucé entonces con una pareja joven que
empujaba un carrito de bebé. Ella hablaba alegremente. Él asentía a intervalos
regulares, y me dirigió una sonrisa de autocomplacencia que no lograba reprimir
del todo la tristeza difusa de la decepción. Pensé que nadie sabe realmente
nada de los demás y que tal vez fuera mi forma de mirar; los dejé atrás e
intenté perderme entre la gente abrazando todo el olvido del que fui capaz.
Ya en el Café, mientras observaba algo
embotado la delicada ascensión del aire caliente que emanaba de la taza,
escuché una canción. No una cualquiera, sino esa canción. Una secuencia de notas musicales que a otro no lo
moverían a emoción alguna, pero que trastornaban mi alma, la hacían vibrar en
toda su longitud como una cuerda de arpa. Una página en una novela, unas líneas
de poesía, una canción inesperada, y pasamos del hastío al latido, de la
tristeza a una lágrima de alegría, del abismo al cielo abierto. Comprobé una
vez más cuántas veces me rescataban las artes, y cuántas veces sin saberlo yo
siquiera. En esa tesitura metafísica estaba yo cuando mis ojos se posaron en la
camarera, solo un instante antes de que los suyos se fijaran en mí. Un vértigo
descomunal me empujó de la silla, sentí el peso de mi cuerpo sobre la muñeca
derecha al caer. Entonces, una náusea que arrancaba desde la nuca me postró
contra un suelo que se transfiguraba por momentos en una visión alucinada: la
camarera reía junto a mí en la barra de otro local; solapándose a esta imagen,
desplazándola por completo, mi mano acariciaba la suya en la oscuridad de una
sala de cine, después su cuerpo cálido se frotaba sobre el mío encima de un
colchón que rechinaba; luego me gritaba algo inaudible y se alejaba de mí con
lágrimas en los ojos.
¿Se encuentra bien? Levanté la mirada y ahí
estaba ella, agachada sobre mí con semblante pálido y asustado.
Se cayó de la silla hace un momento.
¿Quiere que llame a Urgencias o a su casa?, dijo la camarera (Todo se
recompuso, el suelo parecía sólido, la náusea se había disipado).
No. No; gracias. Parece que me he mareado.
Me ayudó a incorporarme y todavía me seguía con la mirada cuando salí
bruscamente de la cafetería y me alejaba confuso hacia mi casa.
Mi fragilidad, la locura y su acecho sin
descanso. ¿Era una alucinación?, ¿el comienzo de algún desorden mental? Decidí
esperar por el momento pues conseguí aquietar algo mi mente en el trayecto a
casa. Tras una comida frugal y comprobar que mi mujer seguía durmiendo, encendí
el televisor para intentar distraerme un poco: una especie de magazine emitía
pequeños reportajes, que bajo un prisma claramente amarillista repasaba
diversas realidades de actualidad en el país. En aquel momento, una madre con
semblante macilento y triste describía su cruda realidad: tres hijos, separada,
sin ingresos, un exmarido que al parecer tampoco podía auxiliarla económicamente…,
un drama terrible, poliédrico, pero que con una sola de sus imágenes consiguió
traspasar mi apatía. Cuando la mujer, entre todas las cotidianas desgracias que
esbozó, relató cómo sus hijos tenían que ir a la escuela con un calzado penoso
e indigno, mi emoción se fracturó. Después, la pobre desgraciada al borde del
llanto, apostilló que en los días de lluvia los pies de sus hijos se mojaban
sin remedio, y este detalle, acompañando a la inmediata empatía que sentí al
imaginar a mis propios hijos en igual situación, sacudió mi corazón. Las
lágrimas no tardaron en aparecer. Así que sollocé en silencio unos segundos.
Apagué el aparato. Me quedé ensimismado pensando en cómo era posible que
siempre consiguiera seguir eficazmente con mi vida, poco tiempo después de
contemplar desgracias ajenas de dimensiones ciclópeas. Me consolé como siempre
de la única manera que sé, la única que aplaca un poco mi impotencia: con la
insolencia y el orgullo de seguir aquí sin haber perdido la cabeza. Coraje para
vivir. Me repetía este mantra; toda la gente necesita alguno para continuar.
Hacía tiempo que estaba convencido de que los humanos no teníamos remedio, pero
vivir como si lo tuviéramos era la única forma que se me antojaba para poder
continuar el viaje sin claudicar.
Mi mujer me encontró somnoliento ante la
televisión encendida a la que ya no prestaba atención. Su figura menuda pasó
por delante y se acurrucó a mi lado sin decir nada. Traía consigo el olor del
sueño y un calor en la piel que se desvanecía con rapidez. A su contacto,
apareció abruptamente el vértigo y la misma náusea. Esta vez me asusté más,
pues ocurría entre las paredes en que vivía, las mismas que me protegían del
mundo. La familiar estancia parecía diluirse, y de nuevo una atropellada
secuencia de imágenes que ocupaban casi todo el espacio visual, dejando solo en
los márgenes resquicios evanescentes de nuestro cuarto de estar: nuestros
hijos, ya adultos, celebraban algo con nosotros, y nosotros no éramos tan
jóvenes, la mano de mi esposa sobre la mía y su sonrisa de siempre pero algo
más gastada; después en otra ciudad ella y yo, relajados, caminábamos por
callejones luminosos, atravesando plazas con palomas al vuelo; en la última
visión estaba ella mirando a través de la ventana de la cocina. Lloraba sin
consuelo.
¿Estás bien? ¿Qué te pasa? Estaba realmente
asustada. Sus brazos me sacudían repetidamente desde los hombros, y me miraba
tan de cerca que descubrí un matiz diferente en el verde de sus ojos, una veta
brillante en la que nunca me había fijado.
Sí; sí. Creo que ha sido solo un mareo, tal
vez una bajada de tensión. Saldré a dar un paseo y tomar un poco el aire,
acerté a decir. Me miró todavía con un temor impotente.
No creo que debas salir así, tienes que
descansar un poco. Pero yo ya iba en dirección a la puerta y sus palabras se
desvanecían en el pasillo tras mis pasos.
Salí a la calle. Serían alrededor de las
ocho de la tarde y ya había anochecido. El otoño era vencido otra vez por los
primeros rigores del invierno, y sentí bajo la camisa un leve escalofrío. La
ciudad languidecía al final de otra jornada, las gentes llevaban sus cuerpos de
vuelta a los hogares, algunos sonreían recordando una alegría furtiva, tal vez
inconfesable, otros miraban al suelo domesticando un nuevo desaliento, haciéndolo
manejable, soportable. Comenzó a dolerme atrozmente tras uno de los ojos, tanto
que tuve que apoyarme en una pared y después echar una rodilla al suelo
mientras me presionaba la cara inútilmente. Noté una mano sobre el hombro. Al
girarme descubrí a un mozo de almacén que trabajaba en un supermercado cercano
y con el que apenas había intercambiado algunas palabras de cortesía.
¿Va todo bien?, preguntó. Todavía llevaba la ropa de trabajo y olía a sudor y
tabaco.
Me dispuse a contestar pero no podía articular
palabra. Su ancha mano pesaba enormemente sobre mí y de repente asomó la
náusea. Todo comenzó a dar vueltas y nos vi a ambos riendo con ganas junto a la
barra de un bar; luego lo veía de espaldas trajinando en una barbacoa sobre un
césped y acercándose sonriente después hacia mí para echar su brazo sobre mis
hombros. La última imagen que lo ocupó todo salvo unos finos márgenes que
parecían derretirse, nos situaba a ambos en el salón de mi casa, relajados,
junto a dos mujeres que no conocía, mientras dos niños que nunca había visto
jugaban en el suelo. Finalmente apartó la mano de mí y con un enorme esfuerzo
pude contestar: Sí; gracias. Me he mareado.
¿Estás seguro? Escuché ya a mis espaldas,
pues intentaba salir de allí para ordenar mis ideas en algún lugar tranquilo.
Solo conseguí doblar la esquina más cercana, pues la presión tras el ojo
izquierdo regresó con más intensidad tras la tregua alucinatoria y me postró
nuevamente de rodillas. Otra vez una mano, pero esta más ligera y pequeña, me
cogió del brazo. Me dispuse a encajar el vértigo que vendría pero nada sucedió,
y el dolor ocular comenzó a ceder hasta disiparse por completo. Mi mujer me
miraba desencajada, todo lo asustada que podía estar, tan pálida que brillaba
en la noche. Nadie más transitaba entonces a nuestro alrededor, y nos vi como a
dos actores en la escena cumbre de una tragedia.
¡Háblame!, gritó. Voy a pedir ayuda…
No hace falta. Estoy bien, susurré. ¿Sabes? Todo acabará en
lágrimas.
¿Qué dices amor?, preguntó ya algo
recompuesta.
Creo que no estoy loco: hay otras vidas,
las he visto. En esta, junto a mí, tú acabarás llorando.
Puede ser. Pero no hoy, dijo a través de un
amor que me pareció inundaba la calle, todas las calles, la ciudad entera,
todos los posibles recovecos, las casi infinitas posibilidades. Miró al suelo
para enjugarse las incipientes lágrimas. Después, sus ojos me sostuvieron y me
llevaron de vuelta a casa.
David Sánchez-Valverde Montero
Cuento perteneciente al libro de relatos "Casi extintos. Casi eternos".
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