El
mal
“El
único símbolo de superioridad que conozco es la bondad”.
Beethoven
El mal
Moviendo sus manitas cuando ni siquiera
sabía que era él quien las movía, devorando el mundo, dejándose vivir, rodeado
de almohadones tumbado en nuestra cama de matrimonio. Sus pasos mínimos sobre
el parquet del pasillo: se asoma por
el hueco de la puerta de la cocina para descubrir qué estamos cenando, por puro
impulso de curiosidad insaciable, la línea de sus ojos diáfanos apenas supera
la altura de la mesa, sus pequeños dedos a los lados de la cabecita. Una
carcajada infinita, la alegría sin aristas de un alma infantil, mucho más
disponible para la vida que mi alma adulta.
Ahora es un niño mayor, su rostro de bebé
se ha difuminado. Lo veo jugando en el parque, libre, confiado, su cuerpo no
pesa en medio del verano eterno que todos llevamos dentro. Después casi un
adolescente, y en su cara, en sus gestos, comienza a atisbarse el adulto que
será. Ya no se ríe tan a menudo. Se coloca orgulloso a mi lado, casi me ha
alcanzado, sonríe delante del espejo. Después lo veo desparramado en el sofá,
tan grande, tan largo e inabarcable que cuesta creerlo, ya no me cabe en un
abrazo: ¿dónde duermen aquellos minúsculos pies de terciopelo?
Veintisiete años; su último cumpleaños. Un
hombre desde hace tiempo. Qué pocas veces le dije que lo quería, qué pocas
veces lo abracé. Cuánto daría por escuchar su voz al otro lado del teléfono,
aunque fuera como casi siempre para no decir nada, porque no era necesario,
porque él ya lo sabía. Pero hoy si pudiera, una última vez, sí se lo diría,
aunque no hiciera falta, aunque él ya lo supiese.
************************************
Dos figuras frente a frente en una oscura habitación, solo iluminada por el
círculo de luz cenital de un foco que pende del techo, un amarillo que apenas delimita
a los dos hombres. Uno de pie parece esperar, su camisa clara con los puños
remangados, oscurecida por un sudor seco y manchas marrones como cicatrices.
Observa con la cabeza baja hacia el otro, que está sentado, más bien
desparramado en la silla, inerte, con los brazos cruzados tras el respaldo.
Bueno, por fin has despertado malnacido.
Pensé que me había pasado con los últimos golpes; pero un poco de agua fría
espabila a cualquiera ¿eh?
El que está sentado levanta la cabeza
lentamente, escupe una saliva sanguinolenta hacia el otro pero no lo alcanza,
queda a medio camino, disuelta ya entre el agua que moja el suelo. Cerca, un
sucio cubo de plástico rueda un poco hacia la oscuridad.
¿Qué vas a hacer conmigo?, masculla el de
la silla.
Los dientes que has perdido ya no te harán
falta. Ese ojo tiene mala pinta; se hinchan como globos a la mínima, y las
cejas sangran muchísimo. Ahora sí que pareces el cerdo que eres, dice el hombre
que está de pie. Camina un poco sin apenas intención, se masajea los puños, en
sus nudillos se adivina una sangre seca, después lo hace también con el cuello
y los hombros. Ahora sale del foco de luz y solo se ve al hombre de la silla,
que apenas se mueve.
¡Maldito loco! ¿¡Qué quieres de mí!?,
chilla el que está sentado con una desesperación que también parece miedo.
No grites, dice tranquilamente una voz
desde la oscuridad. He tomado precauciones: el garaje está bien aislado. Es
difícil que alguien te oiga antes de que todo acabe para ti.
El otro comienza a llorar con un gimoteo
creciente. El eco de sus estertores rebota en las paredes, por momentos parece
reír, mueve la cabeza hacia los lados; por fin, suspira amargamente y se
detiene.
Podemos arreglarlo… ¿Quién eres tú?,
pregunta con suavidad.
Sabes bien quién soy yo. Y no, no podemos
arreglarlo, dice la voz del otro con aplomo y su figura aparece de nuevo bajo
el foco. Entonces, se coloca a su espalda y le estira de la cabeza hacia atrás
agarrándolo del pelo.
¡Aggghhh!, grita de dolor el de la silla.
¿De qué maldito agujero sale la escoria
como tú?, le pregunta como paladeando cada letra el que está de pie, mirándole
a unos ojos cegados por la luz que cae de arriba.
No quería darle tan fuerte. Había tenido
mal día sabes, y estaba algo bebido. De verdad, yo no quería…, arguye el hombre
de la silla con dificultad.
El que está de pie camina de nuevo fuera de
la luz, pero antes suelta la cabeza del otro. Esta cae con brusquedad, debajo
su camiseta oscura está saturada por una capa grasa que será agua, sudor y
sangre.
¿No querías darle el primero o el último
golpe? ¿Porque fue más de uno, verdad? Mi hijo solo te pidió que no insultases
a aquel anciano en el autobús. Ahora está muerto, dice con serenidad la voz
desde las sombras.
Vale. Fue como dices, concede el otro. Pero
si me matas… ¿qué es lo que te diferencia de mí?
El hombre se hace visible por detrás de la
silla y se aproxima a la oreja del que está sentado: No quiero ser mejor que
tú, susurra. Solo aspiro a restablecer un poco el equilibrio, a repartir el
dolor, la mierda en este mundo, hacer mi justicia, vengarme de ti y de la vida.
¿Lo comprendes?
El que está sentado comienza a agitarse,
como si quisiera escapar de su desolación, intenta patalear pero sus pies
también están atados, grita con todas sus fuerzas, gime con impotencia, cae al
suelo de espaldas sobre la silla entre alaridos y arrebatos estériles, su cara
es la de un loco furioso, enrojecida, sangrante y húmeda, los ojos ya no ven,
casi fuera de las órbitas: ¡Suéltame! ¡Te mataré! ¡Eres igual de cobarde que tu
hijo! ¡Tenías que haber visto su cara mientras le daba!, ¡una y otra vez, una y
otra vez! Quería ser un héroe el muy imbécil. ¡Pues ahora ya lo es, y está…!
No puede seguir hablando. Las manos del
otro emergen de la oscuridad y levantan la silla del suelo desde atrás, para
después rodear su cuello con una cuerda fina. La silla se inclina otra vez a
punto de caer, hacia atrás, a los lados, pero no, el que está de pie la
contiene mientras estrangula al otro. Así, en medio de la lucha van
desplazándose juntos, casi imperceptiblemente, fuera del halo amarillo. Las
respiraciones forzadas de ambos se confunden por momentos, la de uno por el
esfuerzo de matar, la del otro por seguir vivo entre la asfixia que ya le nubla
los ojos. En ese instante algo cae al suelo, rebota y queda quieto en medio del
círculo de luz. La lucha ha parado. El de la silla inspira ruidosamente y tose
un poco, mientras el otro lo deja caer hacia un lado y recoge su teléfono móvil
del suelo.
Por suerte para ti no se ha roto, dice con
expresión severa mirando la pantalla encendida. Si hubiera perdido la mejor
foto que tengo de él, tu final hubiera sido más… más doloroso.
El otro hombre no contesta. Agotado, en una
especie de postración, yace de lado amarrado a la silla. La pantalla con la
imagen del hijo permanece iluminada unos segundos más y finalmente se apaga. El
hombre sigue con la mirada fija, perdida en ese fondo negro. Cae de rodillas,
apoya una mano por delante, con la otra aún sostiene el móvil; comienza a
llorar, primero es un sonido agudo casi inaudible que parece llegar desde muy
lejos, al poco un gigantesco lamento entre el tormento líquido. El eco entrega un llanto que desgarra el aire, tan amargo como si estuviera
llorando el mundo.
Unos minutos después suspira pesadamente un
par de veces y se hace el silencio. Levanta el teléfono hasta sus ojos, lo
enciende y la foto reaparece de nuevo; se levanta, se aleja del foco de luz
pero su rostro se ve todavía levemente iluminado por el reflejo de la pantalla.
Sonríe un poco a través de las lágrimas y marca unos números. Su voz parece la
de otro hombre: ¿Policía? Necesito que vengan a mi casa.
David Sánchez-Valverde Montero. Relato perteneciente a la antología "Casi extintos. Casi eternos".
Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario