Cuatro
miradas
E
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l chaleco reflectante del
guardia de tráfico se adivinaba a lo lejos, entre las columnas de vehículos casi
parados, como un faro devorado por un océano de metal aquel martes por la
mañana. Cada cual clausurado en su pequeño mundo, dormidos en esos ataúdes de
colores apagados, arremolinándose en un trombo de prisa y angustia soportable
que casi obturaba aquella arteria urbana. Miré hacia ambos lados: a mi
izquierda una mujer joven se reía en la soledad de su coche, probablemente
hablando por el manos libres; al otro lado un hombre entrado en años encontró
mi mirada, y seguidamente sus ojos me esquivaron.
Por
fin, la caravana comenzó a moverse, para terminar superando aquella nefasta
rotonda y ganar algo de fluidez. Los cuatro carriles fueron tres varios
kilómetros adelante, y constaté que el coche que me precedía era ahora el del
hombre mayor. El tráfico había perdido densidad, pero él conducía con una
parsimonia por el carril central que a pesar de mis esfuerzos terminó por
resultarme insufrible. Y es que eso no era todo; lo que más me crispaba era su
absoluto desprecio por el uso de los intermitentes, cambios de carril y demás… Circulaba
como si no hubiera mundo más allá de lo que la luna delantera traslucía. Para
el viejo no parecía acontecer nada de interés a los lados y por supuesto, lo
que ocurriera tras su vehículo, sencillamente no existía. Tuve que exprimir a
fondo mi intuición para prever los movimientos que vendrían, hasta que
finalmente logré situarme a la par del pobre diablo: miraba hacia delante con
la tensión de estar surcando un agujero de gusano, un fabuloso túnel estelar.
Estrujaba el volante casi echado sobre él, el timón de su salvación, como un
Noé desesperado en medio del Diluvio Universal.
Logré
adelantarlo, suspiré con sonoridad y le clavé los ojos brevemente mientras
pasaba a su lado. No me devolvió la mirada.
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Regresaba
de un encuentro con sus hijos. El tráfico estaba casi parado y su cabeza
dialogaba consigo misma. Había intentado mostrarles alguna señal de su
agotamiento, tanto anímico como económico. “Tenían su vida y sus propios
problemas”, “podían ayudarle pues también se trataba de su madre”. Usaron
palabras como esas, pero no aclaraban cómo lo harían; tal vez ni ellos lo
sabían. Diez años ya, una década en la que el Alzheimer había avanzado como una
marea indeleble por la mente de Ana, su esposa. Pobre Ana… La enfermedad lo
había anegado casi todo; menos un puñado de recuerdos irreductibles y el
regusto amargo de lo que habían proyectado juntos: cuando pasaran los años,
cuando la tormenta amainara, con vientos propicios, cuando los hijos hubiesen
levado anclas y por un regalo del cielo no se adivinaran más nubes amenazantes,
no más rutinas ni urgencias, ni trabajos, algo de tiempo vacío al fin, algo de
tiempo y de aire. Siempre a la espera, siempre postergando; y ahora, ahora que
ese tiempo debía haber llegado, solo había cansancio, hastío y tristeza, unos
límites ya fluidos tras los que se confundían la enfermedad de Ana y su propia
desesperación.
Salió
de su ensimismamiento para ver que el coche de adelante se había distanciado
mucho, las filas se espaciaban; y entonces, percibió de soslayo la mirada de un
hombre joven que lo traspasaba, con lo que creyó una mezcla de ira y desprecio
que no comprendía.
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Llegué
por fin a mi destino. El regusto amargo por la ansiedad del atasco y el
episodio con aquel hombre, entristeció un poco mi ánimo; y tuve que encajar una
turbia mezcla de culpabilidad, vergüenza y lástima, que sospeché no fuera solo
por el viejo. Accedí a la oficina de Correos. Debía recoger un paquete, un
libro temático pedido online, pero
habría que esperar, pues al menos cuatro personas iban delante de mí. Un joven que
no rebasaría los treinta aguardaba sentado, perdido en su teléfono móvil,
tecleando nervioso y sonriendo a intervalos. A su lado, una señora madura
observaba sin disimulo a las otras dos mujeres que esperaban de pie. Me dejé
caer junto a ella en el último asiento libre. Ella miraba severa a las dos
mujeres, que conversaban en voz alta acompañadas por una niña que revoloteaba a
su alrededor. La cría, iba poniendo todo patas arriba, arrastrándose por el
suelo, volcando la papelera, cogiendo folletos a discreción… sin que las dos
mujeres hicieran nada efectivo por impedirlo, salvo algún reproche a viva voz
que partía ya estéril de sus bocas. La mujer sentada a mi lado escudriñaba sin
tacto sus cuerpos, sus gestos, el lenguaje, los ademanes al hablar; y de alguna
manera, no podía reprimir el asco que la dominaba. En ese momento, me descubrí
a mí mismo compartiendo su mirada, pero no era tampoco el mío un asco simple y
jocoso; era un asco global, que acaparaba la totalidad de la escena,
irreprimible, una íntima repulsión que abrazaba a ambas mujeres por completo
hasta el último resquicio visible, dominándolo todo. Me giré y vi cómo la mujer
que las observaba apretaba los párpados con fuerza, en ese impulso de odio
incontenible. Yo mismo sentí entonces la tensión en mis labios. Cuando media
hora después salía de allí con el paquete bajo el brazo, la losa del odio me
apretaba las sienes, pero al menos su peso había desplazado a la tristeza.
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Esperaban
para mandar algo de dinero a casa. Allá, mamá y los hermanos pequeños apenas sí
lograban vivir con lo que ella y su hermana les enviaban desde el Viejo Mundo.
Si el dinero no llegaba los pequeños no podrían seguir en la escuela, y la
calle y las bandas serían su nuevo hogar; y para su madre las aceras
significarían otra cosa, igual de mala. Ya no tenía edad para eso, su pobre
mamita, allá tan sola. Del padre nada sabían, hacía tanto… hasta su cara se
había borrado. Ya casi les tocaba turno. Esta vez habían juntado bastante. Su
hermana, interna en una casa, cuidando a la señora y haciendo casi todo lo
demás; limpieza, cocina, compras. Apenas el domingo se veían. Y ella, camarera
a turno partido y cuidando a la hija de su hermana. Pobre de su sobrinita
Celia, siempre tan sola, tan sola en la casa, a ratos con una compadrita del
barrio, un poquito también con la vecina, buena mujer por suerte. Cuando la
cría estaba con su madre no podía parar de moverse, tan loca como se ponía,
alegre y triste a la vez, lo mismo lloraba que reía. Ya les tocaba. Se dio
media vuelta y sintió el peso de las miradas, toda su densidad, siempre esa
distancia en los otros. Un hombre y una mujer las observaban sin disimulo, de
arriba abajo, pero evitando los ojos.
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Recordé
entonces que la nevera estaba vacía. Más bien las dos baldas que me correspondían
en el frigorífico del apartamento compartido. Decidí comprar algo en esa zona
de la ciudad antes de regresar; y poco tiempo después iba ya caminando por el
interior de una amplia superficie comercial, con esa creciente mezcla de
desorientación y desánimo que me impregna en estos lugares.
De improviso vi a un individuo que se movía entre los
pasos sonámbulos de la gente. Se me ocurrió que tal vez hubiera aparecido allí
accidentalmente, como una discordancia tras el roce de dos dimensiones. Le
observé con curiosidad: emprendía cortas carreras en una y otra dirección,
ensimismado con una rama repleta de hojas verdes que sujetaba en una mano. La
escrutaba maravillado, como si portara el Santo Grial en medio del marasmo.
Corría, miraba la ramita, se deleitaba así. Cuando en su trasiego se acercó un
poco, su expresión me pareció que revelaba alguna tara mental, algún trastorno.
Luego se perdió en sus carreras cortas por los pasillos, y entonces sentí la
incómoda sospecha de que quizá se tratase del único ser realmente humano que
andaba por allí.
En fin, algo más tarde, al salir del establecimiento, un
indigente de unos sesenta años mascullaba algo a un lado de la puerta. No
recordaba haber reparado en él cuando entré. Estaba sentado en el suelo, con
las rodillas casi pegadas al pecho y un vaso de plástico verde entre las manos
enguantadas. Sus dedos temblaban todo el tiempo delante de unos ojos
enrojecidos de vidrio mojado. Un gorro de lana que una vez quizás fue rojo
rozaba sus cejas, y apenas se adivinaba la piel sucia y algún breve hematoma
por encima del limes de una barba
canosa, desigual y poco crecida. Dejé caer un par de monedas en el vaso y el
hombre masculló otra vez. Como otras veces, me traspasó el doble filo de un
alivio fugaz en la conciencia; y la esperanza (probablemente también inútil) de
que mi gesto hubiese paliado en algo el rencor del vagabundo hacia la
humanidad.
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Hacía
tiempo que las grandes borracheras tras las que quedaba inconsciente habían
quedado atrás; esas en las que despertaba horas después al abrigo de un portal
desconocido, bajo un sol insolente que le arañaba los ojos, o tras un
escalofrío húmedo que le recorría la espalda mientras las gotas de lluvia
resbalaban por su cara. Ahora el alcohol lo envolvía en un sopor espeso que le
aislaba del mundo, de su trasiego y sus ritmos, de los pasos de la gente, de la
alegría pero por suerte también, de la tristeza. En invierno dormía en el
albergue; no quería morir congelado como un animal a pesar de todo. El resto
del año pernoctaba cerca del lugar en que lo sorprendiese la noche. A veces
comía en un comedor social sostenido por voluntarios. Otras, cualquier cosa con
lo que sacaba pidiendo por ahí. Había otros como él, con los que se reunía en
ocasiones de forma espontánea en plazas y calles, mientras la normalidad
arrastraba sus asuntos con pies rápidos alrededor de ellos, los niños y sus
carreras, las furgonetas de los repartidores, las palomas de ciudad, grises,
como ratas con alas que casi habían olvidado volar, picoteando cualquier
inmundicia que encontrasen. Él y otros desheredados al fondo del marco, como un
borrón de fealdad, un aviso incómodo, expulsados del área de confort, huérfanos
del mundo.
Comenzó
el temblor en las manos. Sabía que luego vendrían más temblores, frío, náuseas.
Recordó que necesitaba beber algo. Se caló un poco el gorro, hizo lo que pudo
para que el vaso no se cayera y rodase por ahí; le costaría mucho levantarse,
le dolía la cara al abrir la boca y sentía presión en el costado derecho, entre
las costillas. Justo le llegaba el aire para seguir respirando, y recordar
vagamente que pudo ser una caída en días pasados, aunque también le rondaba el
raído recuerdo de un tumulto de piernas pateándole la noche del sábado
anterior. Golpes, más golpes. En ese momento, un hombre lo miró con lástima en
la puerta del supermercado y le dio unas monedas. Le recordó a él mismo; hace
ya muchos años. Intentó decir gracias.
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Del
episodio solo recuerdo vivamente que todo saltó por los aires, todo pareció
volar pero a la vez yendo más lento, enmarcado en un borde difuso como de
sueño, casi paralizado por momentos; y luego la nada. Las bolsas de plástico se
escaparon de mis dedos y una fuerza, un impacto sordo me izó del suelo, rodé
sobre un parabrisas y después me dijeron que caí a un lado. Desperté
desorientado sobre la carretera. No hubo dolor hasta que intenté mover las
piernas, y entonces sí, un latigazo me desgarró por dentro. No te muevas, va
todo bien, ahora vendrá la ambulancia, dijo una de las mujeres que había visto
antes en Correos. Me sujetaba una mano y acariciaba mi cara. Me incorporé un
poco y vi a un guardia municipal; a su lado un chaval muy joven y pálido,
frente a un coche rojo y con una mano en la frente. Al otro lado, de rodillas y
apretando algo contra mi cabeza, estaba el vagabundo del gorro rojo. No parece
grave, tranquilo, dijo lentamente con una voz cavernosa. Esta vez sí le
entendí. Volví a mirar a mi alrededor y descubrí al hombre mayor del atasco,
que caminaba manoteando en el aire y hablando por el móvil. Ya vienen para
aquí, dijo mirando al policía.
No
sabría decir, pero creo que poco después, sanitarios con chalecos reflectantes
me subían en camilla a la ambulancia. Llevaba una pierna inmovilizada y me
escocía la piel en la cabeza, en los brazos, en las manos. Pude ver todavía a
todos aquellos extraños antes de que cerraran las puertas del vehículo. Algunos
curiosos en los bordes de la imagen, el indigente caminando pesadamente, el
hombre mayor acercándose a la mujer.
Y en el último momento, junto a la otra mujer
en la acera, la cría que revoloteaba en la oficina de Correos; levantando la
manita y lanzándome un beso que sentí cómo se colaba por poco en la ambulancia.
Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz
Relato rico y bien escrito, con precioso y profundo final. Me ha encantado.
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