A Hesíodo y sus Titanes, a Homero, a
Helena, Aquiles y Héctor; donde todo empezó…
Nada escapa a las Furias
Me hallaba sentado al borde del lecho. Mi amada
Andrómaca estaría amamantando al niño abajo en las cocinas. Decía que el ruido
de las cráteras, los cucharones, las copas, los calderos… y la mezcla de olores
de especias traídas desde más allá de Babilonia, tranquilizaban a nuestro hijo
Astianacte. La vi reclinada sobre el niño, los escasos rayos de luz que se
filtraban desde los patios inferiores haciendo de oro sus cabellos, la piel
algo gris, el gesto cansado pero colmado de amor… Me miré entonces las manos.
Las manos de un príncipe troyano: Héctor, el domador de caballos. Endurecidas
tras diez años de lucha al otro lado de las murallas, desvaídas hebras de
suciedad en la piel, tal vez sangre, propia o ajena. La noche anterior había
caído rendido en el lecho, me sentí incapaz de sacarme la armadura, siquiera de
lavarme, entre la fatiga y las tribulaciones. Apenas dormí: veía entre la bruma
a una de las tres Moiras, Átropo, cortando el hilo de mi vida con su ponzoñosa
tijera; Láquesis y Cloto la observaban severas. ¿Quién guio mi espada contra el
pecho de Patroclo, el amado de Aquiles? ¿Hera, Atenea, el mismísimo Zeus
portador de la égida? ¿Quién sostuvo mi mano en esa fatídica hora? No pude
esquivar al Destino. Nadie puede.
Menelao es el Rey de Esparta, y jamás perdonará
la afrenta de mi hermano Paris. Y aunque Afrodita nublara su juicio y al final
lo hiciese, su hermano Agamenón ya nunca soltará su presa, la ocasión de
someter a Troya y controlar los codiciados pasos a Oriente. Ya poco importaba;
Aquiles, el de los pies ligeros, estaría entonces armándose y libando su furia,
destilándola, concentrándola en el punto en que la mano cierra contra la
espada. Me incorporé; no había tiempo para un baño, pero sí para derramar sobre
mi cabeza un poco de agua tibia que en su huida acariciase mi pelo, los
párpados, mis labios secos, para quedar luego en la batea devolviéndome el
reflejo, un rostro movido, evanescente.
Me dirigí seguidamente al salón para comer algo
junto a mis padres. Comprobé que Paris y Helena no habían bajado todavía de sus
aposentos. Mi madre Hécuba, delgada, consumida por el dolor bajo unas finas
telas celestes, se esforzaba en sonreír, en dar entrega de los últimos restos
de esperanza que atesoraba; su cara, apenas iluminada por la luz dorada del
collar que vistió en su boda. A su lado, presidiendo la mesa rectangular,
Príamo, su esposo y mi padre, más viejo que ella, los ojos hundidos sobre la barba
cana y espesa. Portaba su corona, en un fútil intento de sostener su majestad
herida. Pensé que no nos moriríamos de sed; el río Escamandro se encargaría de
ello y los pozos de la ciudad lo aseguraban. Pero ver a su gente pasando hambre
mataba poco a poco a mi padre: familias enteras de un pueblo antaño orgulloso,
arremolinándose en torno a los carromatos de racionamiento, los niños sucios,
descalzos, ancianos abandonados y harapientos. Su mirada casi no podía
soportarlo; a pesar de los sacrificios hechos por Apolo y de los incansables
rezos a la Diosa del amor.
Apenas hablamos en la mesa ese día. El último
día. Mi memoria me acercó entonces aquellos momentos, hace ya una década, en
que Paris y la Reina de Esparta cruzaron la muralla por las Puertas Esceas.
Marchaban resplandecientes sobre el caballo albo de mi hermano; Helena delante
de él con las piernas a un lado, y la multitud se acercaba, fascinada por su
belleza casi divina, ella, que sonreía tímida tras los sutiles tirabuzones de
fuego que velaban un poco su rostro, dejándose mecer junto a su amor mientras
ascendían a Palacio escoltados por la Guardia, siempre bajo una lluvia de
pétalos que flotaba en el aire por momentos. Lo recuerdo bien, y no solo por el
bello desfile, sino por la punzada de odio que sentí hacia Paris por haber
arrastrado la guerra hasta nuestras puertas. Y Casandra, tampoco puedo olvidar
a mi desdichada hermana, estremeciéndose, cayendo luego de rodillas a mi lado
en el balcón, estirándose del cabello y huyendo hacia el jardín como si el
mismo Cerbero la persiguiera.
Pero el odio hacia mi hermano no duró mucho en
mi pecho. ¿Quién puede hurtar el designio y capricho de los dioses? ¿Quién
puede escapar al Destino? Andrómaca me susurraba algunas mañanas, casi entre
sueños, cansada y desesperada: Héctor, abandonemos la ciudad junto a nuestro
pequeño. Sabía al igual que yo que no era posible; las Furias nos hubieran
perseguido hasta el mismo Hades. Y nos habrían dado caza.
¡Héctor! ¡Héctor! El eco de la voz de Aquiles
recorrió los callejones de la ciudad. Llegó hasta mí y me alcanzó. Sabía que el
mirmidón apenas podía contener la furia en el pecho. En ese mismo instante
estaría mirando hacia las almenas, con sus ojos claros bajo el yelmo crestado
de azul, los mechones rubios asomando por detrás; tal vez en su soberbia
sedienta y desesperada ni siquiera se habría calado la armadura, su espada
oscilando al calor del mediodía. Entonces, mis padres me miraron aterrados pero
no dijeron nada, no podían: sabían al igual que yo cuál era mi deber. Toda una
vida preparándome para ese momento. Me levanté pues, y a medio camino de
nuestra habitación me topé con mi esposa Andrómaca en la escalera; Astianacte,
nuestro hijo, yacía dormido, ahíto en sus brazos. Pasé a su lado y me siguió
con el niño. Estuvo junto a mí en el instante en que oré a Apolo, a mi lado
mientras me ceñía bien la coraza de bronce, vestía las relucientes grebas y me
calaba el yelmo con el penacho rojo de crin de caballo. No dijo nada; tampoco
podía. Nos abrazamos, el vástago dormido entre nosotros, con pequeños besos
descendió ella por mi cuello. No era capaz de mirarme a la cara siquiera. Nos
separamos y quedó allí, inmóvil, con sus ojos derramados por el suelo entre una
pena infinita.
En Palacio reinaba un silencio extraño, suspendido
sobre una espera dolorosa e incómoda. Nadie me salió al paso ni intentó
detenerme. La Guardia abría sus lanzas entrecruzadas cuando me veía llegar.
Alcancé el exterior. Descendí rápido el tramo que me separaba de las murallas.
Algún carro se apartaba y levantaba un polvo seco y amarillento, las voces de
niños que correteaban en torno al pozo; y las gentes, mi pueblo acercándose
tímidamente, saliendo de sus casas, de los estrechos callejones, para hacer un
pasillo a mi alrededor de miradas temerosas, apenadas, pero también sostenidas
por un orgullo de piedra. De repente encontré los ojos de mi hermana Casandra
entre la multitud. Ella lo sabía; sabía tantas cosas, desde hacía tanto tiempo…
Nos despedimos con la mirada.
¡Las puertas!, ordené a la Guardia. Salí por
fin a la explanada de arena frente a las murallas de Troya. Ahí estaba el hijo
de Tetis, Aquiles, respirando agitado, la boca entreabierta dejando desnudos
unos dientes que solo anhelaban venganza, su cuerpo perfecto y armónico, en un
equilibrio destinado solo a los semidioses. Su carro yacía caído de lado a su
espalda; él mismo lo había guiado, tal había sido su ímpetu. Como yo adiviné,
no portaba armadura, tan solo dos cintas de cuero cruzaban su pecho: mi lanza
de fresno buscaría en ese lugar su piel. No necesité situar el sol a mi
espalda, pues a mediodía caía derecho sobre nuestras cabezas y ni siquiera las
sombras nos asistían. Me giré hacia las murallas: los Reyes de Troya, mis
padres, me observaban solemnemente. A un lado Paris y Helena miraban hacia
abajo; sus hombros parecían pesarles. Justo antes de encarar al griego mi
mirada se entrelazó con la de Afrodita, a la que creí ver llorar al lado de mi
padre. Ni siquiera los divinos pueden soslayar al Destino… Sentí entonces un
miedo intenso, que hormigueó entre mis dedos empujándome casi a dejar caer el
escudo. Pero en ese mismo instante escuché la voz de la Diosa del amor en un
susurro: Héctor, mi más valiente
príncipe, nunca claudica, contra los vientos arremete.
Sin más demora arrojé mi lanza contra Aquiles.
Se inclinó hacia adelante y pareció buscarla con el rostro. El proyectil
resbaló por su carrillera, marcando el yelmo y erizando unas chispas de fuego
que murieron en el aire. Se escuchó un rumor entre las bien dispuestas filas de
aqueos que asistían al combate. El griego tiró su yelmo al suelo con ira y en
alas de un rugido insoportable se abalanzó sobre mí. Desenvainé y dispuse el
escudo. Asestó varios golpes sin descanso sobre él; tan rápidos y terribles que
no encontré fuerzas para soltar estocada alguna, pues todo mi ser se agolpaba
en el brazo que soportaba el escudo, reteniendo penosamente la furia del héroe,
como si intentase casi en vano aguantar cerradas las puertas del Érebo.
Eché la rodilla al suelo y creo que entonces
Apolo vino en mi ayuda, pues tras una brisa fresca sentí el empuje renovado en
la mano que sostenía la espada. Aprovechando el eco de su último golpe me
escurrí hacia su costado y le alcancé de tajo bajo las costillas. El semidios
también sangraba; y tal vez pudiese morir… Se miró Aquiles con un gesto de
desprecio el corte sangrante que ya teñía su cadera, pero antes de lanzarse
otra vez contra mí, suspiró pesadamente y sonrió satisfecho.
¡Al fin un oponente de valía!, vociferó mirando
hacia los cielos.
Aún
soportaron mis brazos incontables encuentros con su metal, y sudó y sangró
también el héroe griego; pero las Moiras ya se encontraban inquietas y su
mirada hacía tiempo que estaba en mí fijada. En mi hora postrera, cuando toda
la muralla se estremeció y Aquiles venció el bronce bajo mi corazón, los dioses
quisieron que pudiera ver en el fondo de los ojos del Pelida, el hilo de su
sino, confundido con el mío desde siempre, atrapados ambos al final en un nudo
inquebrantable. Aquiles me miró entonces, y su voz era calmada: Gracias
troyano. Nos vemos en el Hades…
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Astianacte arroja cantos rodados al Aqueronte.
Aquí el tiempo no significa nada, y el río no fluye, es el lomo de plata de un
león dormido. Oigo un chasquido a mi espalda (¿Será al fin mi Andrómaca
amada?): una figura alta y encapuchada, cubierta por un manto gris que solo
deja ver las sandalias, se acerca con prisa sin dejar de mirar hacia los lados.
No siento miedo; ¿qué puede ya pasarme? Se descubre entonces frente a mí: sé
que es Apolo. Aquí abajo no parece un dios; no reluce, no emana poder y sus
gestos son los de un hombre asustado.
Saludos, Héctor. Si Hades me descubre en sus
dominios montará en cólera y deberé responder ante Zeus, dice rápidamente sin
dejar de vigilar su espalda. El niño se ha girado un momento pero sigue feliz a
lo suyo.
¿Qué deseáis, mi dios?, pregunto haciendo una
reverencia. ¿He dejado algo desatendido en la tierra de los vivos?
No, querido Príncipe de Troya. Solo he venido
hasta aquí para decirte que a lo largo de milenios un poeta cantará tus pasos,
y tu nombre atravesará el tiempo con no menos ímpetu que el de Aquiles.
¿Es eso cierto?
Tan cierto como que el griego también morará
aquí más bien pronto que tarde, contesta el dios.
No deseo gloria. Ya no. Tuve todo lo que
anhelé.
Lo sé, Héctor, lo sé.
No puedo reprimir una sonrisa, mientras Apolo
mira a su alrededor y se funde con las sombras.
Cuento incluido en Casi extintos. Casi eternos.
Fotografía de Iñaki Mendivi Armendáriz