Un
día feliz
“Entonces te
miro, y el mundo está bien conmigo. Solo
una mirada, y sé que va a ser, un día maravilloso”.
Bill Withers (Lovely
Day)
Un día feliz
Va camino del trabajo siguiendo distraídamente los pasos de una pareja de
octogenarios. Estos se acercan a una encrucijada de calles. Justo al llegar al
cruce, la pareja se intercambia varios gruñidos ininteligibles, dando a
entender que ninguno va a dar su brazo a torcer y acto seguido se dirige cada
uno por un camino diferente para confluir de seguro minutos después en el mismo
punto. Ella pasa casi a diario por aquí y sabe que ambas rutas van a parar al
mismo lugar, sin apenas diferencia en el tiempo que cuesta transitarlas. Una
tristeza difícil de localizar la invade al contemplar la escena: la necedad en
el humano la suele acompañar un rato en estos trances, riéndose para sus
adentros de su ya exigua esperanza.
Poco después entra en la oficina, donde
trabaja de secretaria comercial para una gran compañía eléctrica. La escena de
los ancianos va disipándose ya, entre las cuatro paredes de esta bajera
reconvertida. Dos mesas con sus monitores y material de oficina, unos cuantos
estantes detrás para amontonar papeleo y varias sillas enfrente que hacen las
veces de sala de espera. La estancia está excesivamente iluminada, al menos
para ella; una luz que parece rebotar en las paredes escasamente adornadas con
pósteres publicitarios, una luz que resalta todavía más su también excesiva
palidez.
Hola, saluda su única compañera levantando
brevemente los ojos por encima de la pantalla del ordenador. Llegó hace varios
meses, cuando ella ya rebasaba los dos años en esta oficina. Piensa que se
maquilla bien, que sabe sacarse partido, luce el pelo cuidado y brillante, y
resulta siempre muy agradable en el trato.
Hola, ¿qué tal?, contesta (¿Cómo logra
sonreír tanto?, su vida no parece mejor que la mía…). Tras muchos cafés a la
hora del descanso cree que es buena persona. Desde que su compañera le cogió
confianza, le dice alguna vez que es tan blanca que aunque se muriera en ese
momento duda seriamente que el color de su piel cambiase en algo. No le
molesta. Se ríe a gusto con ella, y no suele reírse con frecuencia. Además,
siempre le han comentado lo de su palidez. En el colegio, a pesar de no
sentirse muy guapa, interpretó a Blancanieves en dos ocasiones.
Ya entran los primeros clientes. A veces no
hay mucho que hacer, pero generalmente están bastante ocupadas. Es un trabajo
de cara al público, sobre todo de cara a sus quejas y problemas. Son una
especie de primera barrera de contención, un trabajo rutinario y prácticamente
a diario bastante crispante. Además, claro está, mal pagado.
Hola. ¿Qué desea? Es un jubilado. Lleva
calada una gorra de marinero y sus ojos son dos cortes finos en la piel. No
sonríe en ningún momento. Ella apenas le ha mirado pero sabe de antemano que va
a darle problemas. Que no entiende la factura, dice (Dios mío… Cinco años de
carrera, un máster y dos idiomas para esto). Se la lee despacio e intenta
aclarar sus dudas. Todo parece correcto, le dice. Contesta él que no está de
acuerdo, que antes entendía las facturas. ¡Ahora las enrevesan para
engañarnos!, sentencia. Todo se ha vuelto más complicado, concede ella; y añade que no puede hacer nada más, que si lo desea
presente una queja. ¿Para qué?,
espeta el abuelo (Tiene razón; ¿para qué?). Lo ve dirigirse a la salida
mascullando algo y apretando las mandíbulas. Ya en la calle mira a los lados y
por último hacia el cielo.
Con bastante frecuencia, sobre todo en el
trabajo, siente ganas de llorar, de gritar, de estallar desde dentro de alguna
forma. Entonces, esquiva más de lo habitual las miradas de los clientes o se
esconde tras el monitor. Se le pasa enseguida, aunque últimamente cree que va a
peor. Ahora le toca el turno a un hombre de mediana edad: parado de larga
duración con ayudas sociales y familia numerosa. Es muy grande, apenas cabe en
la silla, como un adulto sentado en un pupitre escolar, se remueve inquieto, y
bajo sus ojos dos bolsas grises parecen suplicar algo en silencio. No le puede
salvar. Él lo sabe; ella lo sabe. Pero aun así se harán daño. Sus ojos
comienzan a incendiarse cuando le dice que faltan algunos papeles entre la
documentación que aporta.
¿Qué es lo que falta? ¡He sido cliente
vuestro por más de treinta años!, exclama ya con un fuego en la mirada que
retiene apenas la rabia y la furia (Es verdad. Le comprendo. ¿Pero qué es lo
que esperan de mí?). Ella le dice que no es cosa suya, que le gustaría
ayudarle. El hombre le mira unos segundos fijamente. El fuego se ha extinguido
bajo un desaliento triste. Hace unos instantes ella cree que hubiera podido
matarla, explotar de alguna manera y arrasar con todo. Pero ahora no; levanta
su corpulento cuerpo y se dirige afuera sin decir adiós. Lo observa a través
del cristal, inerme, parado unos segundos entre los pasos de la gente.
Parece que es buen momento para un café,
sugiere su compañera.
El local está vacío, pero no durará así
mucho tiempo. No tienen un momento fijo; se adaptan al ritmo del trabajo.
Algunas mañanas no pueden descansar o con suerte lo hacen por turnos. Se alegra
de que hoy pueda hacerlo junto a su compañera. La considera una persona fácil;
se deja llevar por una alegría sencilla, aparentemente sin esfuerzo, y en
algunas ocasiones se divierte con sus ocurrencias e incluso logra alcanzarle
parte de su luz, aunque sea fugazmente. Ella vive sola y únicamente conserva
algunas amistades de la universidad, así que estos cafés con su colega de
trabajo ocupan buena parte de su vida social. No diría que son amigas, pero
opina que podrían serlo. Duda que su compañera opusiera resistencia a que se
vieran más a menudo.
Mira al exterior del bar, junto a la
puerta: se amontonan varios fumadores al lado de sus cafés. En el interior, a
pesar de ser media mañana, algunos hombres apuran vasos de vino que brilla
después en el fondo de sus ojos húmedos, ojos que miran brevemente hacia los
lados, bajo castigados cuerpos encorvados sobre la barra. Sentada sola en una
mesa para cuatro, una mujer obesa devora un pastel de nata que rebosa por los
lados (¡Qué asco de vidas! ¡Qué desprecio a la salud! Desagradecidos…). Su
compañera parece adivinar lo que está pensando. Sonríe levemente pero no dice
nada.
¡Cómo se suicidan algunos en vida! ¿eh?,
con lo frágil que es la salud, comenta ella con un aire de espontaneidad
fingida. Su colega sonríe y parece cavilar unos segundos.
Sí, pero hay otras formas menos visibles.
Quiero decir que también algunos pensamientos te van matando. Tal vez más
lentamente pero de igual manera. Qué quieres que te diga, yo procuro juzgar
poco, aunque la verdad es que muchas veces fracaso y mi cabeza comienza a
parlotear sola antes de que me dé cuenta. No sé; en el fondo sabemos tan poco de
la vida… (¿Pero qué dice? ¿Comparar los pensamientos con envenenarse a uno
mismo?). Ella siente la contundencia de la honestidad lúcida de su compañera, y
le duele, le escuece algo por dentro. De alguna manera, sabe que es muy
probable que tenga razón y siente rechazo hacia ella por primera vez.
Están de vuelta en la oficina. Solo cinco
minutos después entra una mujer joven con una carpeta bajo el brazo.
Afortunadamente se dirige hacia el puesto de su colega (No la he mirado a los
ojos siquiera. Mi piel de muerta ha hecho el resto). Todavía se agitan en ella
los posos de la conversación en el café. Casi seguidamente entra un chico de
unos treinta años (No puede ser… está casi igual que en el instituto). No
parece reconocerla, pero tras saludar, sentarse frente a ella y abrir una
pequeña mochila verde, la mira a los ojos, y entonces sí, sonríe tímidamente.
¡Cuánto tiempo! Te llamas… Andrea. Andrea,
sí. Coincidíamos en varias clases de ciencias, ¿te acuerdas? (Cómo no acordarme. Una de las
asignaturas la suspendí porque no dejaba de observarlo. Desde una fila atrás,
casi en diagonal, me atrapaba su perfil atento, la incógnita de alguien tan
pálido, tan tímido como yo).
Tú eres Germán, ¿verdad?, asiente ella
(Algo que no pesa en el pecho. Parece alegría).
Eso es; buena memoria. ¡Qué tiempos!,
suspira él. Solo quería entregar estos papeles. Creo que está todo en regla (Solo querías eso… ¿Para eso has
aparecido de repente?). Así que trabajas aquí, prosigue Germán.
Ya ves… ¿y tú? ¿Qué haces?, pregunta Andrea
mientras alarga la mano para recoger su documentación (Nuestra piel se roza un
instante; tibio, suave, vivo, una vibración que no conozco).
Todavía estudiando… acabando la tesis en
Sociología. Al final probé con otra cosa. La física y las matemáticas no eran
lo mío.
Ya…, dice ella (¿Qué más puedo decir?).
Él le sostiene la mirada unos segundos
(Ojos azul oscuro. Casi no los recordaba… Aquel azul tan profundo).
Bueno…, dice él mientras se levanta. He de
irme. Me ha hecho ilusión verte (¿Ya te vas?).
Justo en el quicio de la puerta se gira y
vuelve a aproximarse al puesto de Andrea (Un torrente de mariposas asciende por
mí desde algún rincón inconfesable).
¿Qui qui quieres que nos veamos algún día?,
pregunta Germán en voz muy baja, ligeramente reclinado hacia adelante (Algo
estalla. Se libera. Pero es agradable. Algún día… Vernos…).
Claro, responde Andrea (Me quema la cara)
detectando de soslayo la mirada traviesa de su compañera que vuelve a
agazaparse tras el monitor.
Se intercambian los teléfonos y quedan en
llamarse un día de estos.
Parece el comienzo de algo…, canturrea su
colega sin mirarla, nada más irse Germán (Un comienzo, un comienzo, de algo…).
La jornada laboral ha terminado. Camina
hacia casa. Comerá algo y tal vez pase la tarde en la biblioteca municipal de
su barrio. Adora las bibliotecas; todo reposa en esos lugares, el frío siempre
queda fuera y nada la agrede ni la juzga. En el trayecto la sostiene una rara
ingravidez (Tal vez esté enferma), pero no se encuentra mal (El cansancio… ha
desaparecido, cielo azul, muy azul, pájaros y voces, ruidos de ciudad, nada me
molesta, todo está bien, fluye, las cosas parecen ser como tienen que ser, de alguna
manera todo ocupa su lugar, llamaré a Germán en un par de días).
Esa tarde, se cruza con una pareja en la
biblioteca. Andrea va de regreso a sus lecturas y ellos parecen dirigirse a la
salida. Caminan muy lentamente agarrados de la mano. Supone que habrán rebasado
ampliamente los setenta años. Él cubre su cabeza con una boina, bajo la que
asoman mechones de cabello corto y cano. Su atuendo es en tonos oscuros de
grises y azulados. Mira tranquilamente a su alrededor, y a su lado una mujer,
más delgada, de cuya mano no parece tirar, tan solo acompañarla en un natural
balanceo. Ella por su lado viste en los mismos colores, media melena entrecana
y recogida atrás, sobre una cara surcada de arrugas que no han conseguido
apagar sus ojos claros y levemente melancólicos, pero no del todo tristes.
Se van alejando y entonces su mirada se
posa en los pies de la pareja. Caminan acompasados: izquierda, derecha, mismo
pie, idéntico gesto. Suben varias escaleras ya enfilando el tramo final hacia
la calle, siempre juntos de la mano, y su andar pierde por un momento la
sincronía. Una emoción difusa la invade entonces y contiene el aliento, pero
tras el último escalón y casi ya perdiéndolos de vista, sus pasos se igualan
otra vez, unidas sus manos todo el tiempo.
Andrea suspira de gozo…
David Sánchez-Valverde Montero (Casi extintos. Casi eternos)
Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz