El bus urbano que me devuelve a casa tras el trabajo se detiene, y seguidamente
bufa como un animal de carga. Fuera hace tanto calor que el aire parece haberse
coagulado: a través del cristal las gentes en la parada apenas se mueven,
alguno de ellos se levanta pesadamente para entrar en el vehículo, otros salen
del autobús, también con lentitud, casi incandescentes nada más posarse sobre
el asfalto. Todo vuelve a su quietud; la pausa se prolongará un poco más pues
el conductor parece esperar al relevo.
La descubro entonces, en el margen derecho de mi mirada somnolienta: casi
de perfil, sentada en un banco cercano a la marquesina. Parece esperar, o tal
vez deja pasar el tiempo; ignorando el calor, los pasos de los viandantes que
ocultan su silueta por un momento, indiferente también a mis rutinas, a mis
ojos que intentan sostener el instante que ella habita. No se muestra, movimientos
exiguos, no alcanzo a ver el resto de su anatomía pues mi asiento está alejado
del cristal y no me parece oportuno asomarme como una bestia sedienta. Así que
habrá de bastar. Si tan solo se ladease un poco: apenas el resto de sus labios,
tal vez una mirada esquiva, algo, algo más que ese perfil ideal y las míseras
transparencias que serpentean en su pamela.
¿En qué estará pensando su alma de mujer? ¿Qué habrán visto esos ojos?
¿Cómo será un periplo por su piel? Una extraña zozobra me invade a medias entre
el placer y el dolor: la posibilidad de un horizonte y por el contrario mis
pies encadenados, mis alas rotas. Aquí dentro de este autobús, sin coraje para
equivocarme, correr el riesgo de un salto impreciso y una nueva derrota.
Un hombre aparece y se sienta junto a ella: algo sin nombre colapsa, se
extingue dentro de mí. Tampoco ahora me ofrece su rostro, pues se funden ambos
en un beso largo y profundo. La cara del amante sí me alcanza; y aunque por un
instante lo creo posible, no soy yo. Recuerdo haber besado así. Hace mucho
tiempo…
El vehículo despierta y me arroja de nuevo a mi vida. Sé que lo que acaba de morir una vez más en mi interior sí tiene nombre: es la alegría de vivir. Pero al menos esta vez la soledad no será la única compañera que regrese a casa junto a mí; pues unas ondas suaves, sutilísimas, recorren ya mis sienes y revelan la belleza, la zozobra de sentirse vivo.
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