viernes, 13 de diciembre de 2019

Aracne




Dioses, héroes y ambrosía

III. Aracne

Vivía en una humilde cabaña de una pequeña ciudad de Lidia, y aunque esto pareciera el prólogo de una historia para olvidar, no lo sería así, pues el arte de esta muchacha era admirada en toda la región; nadie entre todos los mortales tan hábil como Aracne tejiendo. Sus dedos eran viento entre la hierba, y cuando alguien insinuaba que pudo haber tenido a la misma Atenea por maestra, ofendida exclamaba: ¡Yo no aprendí de la diosa! ¡Que venga y mida su arte conmigo!

Un día, una anciana de cabello albo, basto sayal y báculo en mano, se presentó ante la cabaña de la doncella. Aunque no lo creas Aracne, con el tiempo crece la experiencia; hazle pues en tu corazón algo de hueco a la modestia, le dijo sosegada. Inútil anciana… lárgate con tu prédica a dar consejo a los necios, masculló Aracne entre los dientes. En ese instante, una esfera luminosa eclosionó en el corazón de la vieja, dispersando su figura por el aire y recortando otra silueta en su fondo, que al hacerse reconocible puso de rodillas a todas las ninfas y mujeres lidias presentes. La hija de Zeus, Atenea, dio un paso adelante y aceptó el envite.

Ambos telares enfrentados. Los hábiles dedos comienzan la danza. Los husos dan vueltas y mil colores se entretejen, de púrpura, de oro, de plata. Las hebras se abrazan e irradian un brillo celestial en el techo de la estancia. Atenea borda la gloria de los dioses y Aracne una mofa impía sobre ellos. Acaban. Ya no queda más lana con la que soñar.

La diosa escruta la obra de la doncella: no encuentra reproche alguno en su arte, pero el insulto a los Inmortales que se relata en su tapiz la desborda de cólera. Los ojos de Atenea son llamas en ciernes; desgarra la tela de Aracne, con un gesto de la mano destroza su telar, y golpea después a la muchacha con la lanzadera. Esta huye aterrorizada, y sin encontrar salida a su desesperación, se ata un dogal al cuello. Las convulsiones de la muerte ya agitan su cuerpo en el vacío, pero la ira de Atenea languidece al verla y afloja pronta el nudo que se la lleva.

¡Vive ahora pero colgando!, ¡hasta la última generación nacida de tu sangre!, ordena la diosa. El rostro de Aracne se contrae en una mueca horrenda, su cuerpo cruje y se retuerce en un gesto imposible: un pequeño animal de largas patas queda colgando de lo que fue la soga y ahora es un hilo fino. Se deja caer al suelo y corretea al abrigo de las sombras.

Todas las arañas que tejerán sus fastuosas telas en los días venideros, serán hijas de Aracne.


David Sánchez-Valverde Montero
Imagen: Iñaki Mendivi Armendáriz

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