Dioses,
héroes y ambrosía
III.
Aracne
Vivía en una humilde
cabaña de una pequeña ciudad de Lidia, y aunque esto pareciera el prólogo de
una historia para olvidar, no lo sería así, pues el arte de esta muchacha era
admirada en toda la región; nadie entre todos los mortales tan hábil como
Aracne tejiendo. Sus dedos eran viento entre la hierba, y cuando alguien
insinuaba que pudo haber tenido a la misma Atenea por maestra, ofendida
exclamaba: ¡Yo no aprendí de la diosa! ¡Que venga y mida su arte conmigo!
Un día, una anciana de
cabello albo, basto sayal y báculo en mano, se presentó ante la cabaña de la
doncella. Aunque no lo creas Aracne, con el tiempo crece la experiencia; hazle
pues en tu corazón algo de hueco a la modestia, le dijo sosegada. Inútil anciana…
lárgate con tu prédica a dar consejo a los necios, masculló Aracne entre los
dientes. En ese instante, una esfera luminosa eclosionó en el corazón de la
vieja, dispersando su figura por el aire y recortando otra silueta en su fondo,
que al hacerse reconocible puso de rodillas a todas las ninfas y mujeres lidias
presentes. La hija de Zeus, Atenea, dio un paso adelante y aceptó el envite.
Ambos telares
enfrentados. Los hábiles dedos comienzan la danza. Los husos dan vueltas y mil
colores se entretejen, de púrpura, de oro, de plata. Las hebras se abrazan e
irradian un brillo celestial en el techo de la estancia. Atenea borda la gloria
de los dioses y Aracne una mofa impía sobre ellos. Acaban. Ya no queda más lana
con la que soñar.
La diosa escruta la obra
de la doncella: no encuentra reproche alguno en su arte, pero el insulto a los
Inmortales que se relata en su tapiz la desborda de cólera. Los ojos de Atenea
son llamas en ciernes; desgarra la tela de Aracne, con un gesto de la mano
destroza su telar, y golpea después a la muchacha con la lanzadera. Esta huye
aterrorizada, y sin encontrar salida a su desesperación, se ata un dogal al
cuello. Las convulsiones de la muerte ya agitan su cuerpo en el vacío, pero la
ira de Atenea languidece al verla y afloja pronta el nudo que se la lleva.
¡Vive ahora pero
colgando!, ¡hasta la última generación nacida de tu sangre!, ordena la diosa.
El rostro de Aracne se contrae en una mueca horrenda, su cuerpo cruje y se
retuerce en un gesto imposible: un pequeño animal de largas patas queda
colgando de lo que fue la soga y ahora es un hilo fino. Se deja caer al suelo y
corretea al abrigo de las sombras.
Todas las arañas que
tejerán sus fastuosas telas en los días venideros, serán hijas de Aracne.
David Sánchez-Valverde Montero
Imagen: Iñaki Mendivi Armendáriz
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