Marcel
Duchamp, el artista francés que abandonó su obra para acechar por los infinitos
escaques de un tablero de ajedrez, denominó infraleve a un compendio abierto de
fenómenos que por fugaces y sutiles suelen pasar inadvertidos. Acontecimientos
que siempre nos acompañan, que vertebran el mundo con su humilde pulsación, que
tal vez lo salven cada día; pero no se depositan, simplemente suceden y pasan.
Para el paseante avezado
que transita las calles en pos de un instante intercalado en el tiempo, puede
ser el momento previo a que una paloma eche a volar, el filo de la luz hendiendo la niebla, las huellas de un desconocido
sobre el barro, el vapor que una boca libera en medio del frío. Y también para
el que vive, para cualquiera que se detenga y sienta: los copos de nieve, su
descenso musical, la señal tibia de un cuerpo que el amor ha dejado en tu cama,
el instante que antecede al final de un beso, justo cuando los labios se
separan, el efímero remolino de hojas y de inmundicias con los que el viento
juguetea, tu ansiedad al colarte en el último momento por la puerta que ya se
cierra en el bus, el eco de una caricia entre el cabello que no puedes retener,
su descarga de placer que se atenúa, la intermitencia del semáforo a través de
un cristal mojado, el calor que te acoge al cruzar el umbral del hogar, los
pasos atenuados de tu hijo en el pasillo, la templada cercanía de un perro que
duerme…
Todas esas cosas, que nos
siguen, nos rodean, nos sostienen.
David Sánchez-Valverde Montero
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