jueves, 9 de enero de 2020

Orfeo y Eurídice




Dioses, héroes y ambrosía

V. Orfeo y Eurídice (No mires atrás)

            El Destino alcanzó a la náyade Eurídice en forma de víbora oculta en la maleza. Nada pudieron hacer las ninfas que la acompañaban contra el ponzoñoso mordisco; tan solo acogerla en sus brazos mientras se le escapaba la vida.

            El cantor Orfeo, hijo del rey de Tracia y de la musa Calíope, al que el mismísimo Apolo regaló una lira formidable, cayó presa de tal desamparo ante la muerte de su esposa, que los tañidos de su instrumento, antaño néctar para la naturaleza toda, se tornó arrasado llanto, puro dolor de música herida.

            Una decisión has tomado Orfeo, desesperada y valiente pues no te resta nada que perder: descenderás al Inframundo para implorar ante el trono de sus soberanos, Hades y Perséfone. Y así es como tras atravesar las puertas del Infierno que hay en el Ténaro, te hayas ahora muy cerca ya de tu meta, entre vapores de muerte y olvido, sombras que un día caminaron sobre la tierra, miradas ocultas, una senda sinuosa hecha de lastimosos ecos.

            Los soberanos del Infierno te observan ya. Pálidos y pétreos, estatuas fuera del tiempo. Comienzas a cantar al son de las cuerdas: ¡Oh reyes del Hades!, recomponed, os lo suplico, el hilo que a Eurídice sostenía en vida. ¡No sé vivir sin ella! Y si hacer esto no os complace, acoged entonces mi alma ahora. ¡No regresaré sin Eurídice!

            Algo se ha parado en el aire, si es que es aire lo que aquí se respira. Las llamadas de dolor han sido silenciadas. Hades nada dice pero asiente levemente, y Perséfone, con un gesto de la mano, llama a su presencia a la sombra de la náyade muerta. Entonces, con paso invisible, en una levitación hecha de niebla, Eurídice aparece. Orfeo se siente revivir, espera en una dicha incierta, se estremece. Puede acompañarte, dice adusta la Reina de los muertos. Pero recuerda: si le diriges la mirada antes de cruzar las puertas del Inframundo, el favor te será retirado y no habrá piedad, tenlo por seguro.

            Por el tenebroso sendero ascendéis ya, pero una angustia insoportable te va dominando, Orfeo, pues la mano de Eurídice entre tus dedos aún no la sientes, ni tampoco escuchas su aliento o el rumor de sus pasos; todo tras de ti, desdichado, es vacío silente. ¿Y cómo poder domeñar tanta ansia, tanto amor, Orfeo? En ese instante te giras, y tus ojos encuentran los de tu amada, que ya se hunde en las sombras de nuevo, dejando una estela de tristeza infinita en su mirada que huye, las palabras ¡Adiós!, ¡adiós! en un eco que cae, se precipita, se diluye.

            Caronte ni siquiera se dignará mirarte, Orfeo, aunque llores por días, aunque supliques y ayunes; no volverá a pasarte el barquero a la otra orilla del Estigia. Sabes que no hallarás alegría en lo que te queda de vida, y andarás solo por las montañas hasta que a ti también te alcance la muerte.

Pero entonces sí, fatigado cantor, encontrarás por fin y para siempre el amor de Eurídice.


David Sánchez-Valverde Montero
Imagen: Iñaki Mendivi Armendáriz

Bibliografía principal: "Las más bellas leyendas de la Antigüedad clásica" (G. Schwab), "El libro de la mitología clásica" (A. Erro)

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