Dioses, héroes y ambrosía
V. Orfeo y Eurídice (No
mires atrás)
El Destino alcanzó a la náyade
Eurídice en forma de víbora oculta en la maleza. Nada pudieron hacer las ninfas
que la acompañaban contra el ponzoñoso mordisco; tan solo acogerla en sus brazos
mientras se le escapaba la vida.
El cantor Orfeo, hijo del rey de Tracia y de la musa
Calíope, al que el mismísimo Apolo regaló una lira formidable, cayó presa de
tal desamparo ante la muerte de su esposa, que los tañidos de su instrumento,
antaño néctar para la naturaleza toda, se tornó arrasado llanto, puro dolor de
música herida.
Una decisión has tomado Orfeo, desesperada y valiente
pues no te resta nada que perder: descenderás al Inframundo para implorar ante
el trono de sus soberanos, Hades y Perséfone. Y así es como tras atravesar las
puertas del Infierno que hay en el Ténaro, te hayas ahora muy cerca ya de tu
meta, entre vapores de muerte y olvido, sombras que un día caminaron sobre la
tierra, miradas ocultas, una senda sinuosa hecha de lastimosos ecos.
Los soberanos del Infierno te observan ya. Pálidos y
pétreos, estatuas fuera del tiempo. Comienzas a cantar al son de las cuerdas:
¡Oh reyes del Hades!, recomponed, os lo suplico, el hilo que a Eurídice
sostenía en vida. ¡No sé vivir sin ella! Y si hacer esto no os complace, acoged
entonces mi alma ahora. ¡No regresaré sin Eurídice!
Algo se ha parado en el aire, si es que es aire lo que
aquí se respira. Las llamadas de dolor han sido silenciadas. Hades nada dice
pero asiente levemente, y Perséfone, con un gesto de la mano, llama a su
presencia a la sombra de la náyade muerta. Entonces, con paso invisible, en una
levitación hecha de niebla, Eurídice aparece. Orfeo se siente revivir, espera
en una dicha incierta, se estremece. Puede acompañarte, dice adusta la Reina de
los muertos. Pero recuerda: si le diriges la mirada antes de cruzar las puertas
del Inframundo, el favor te será retirado y no habrá piedad, tenlo por seguro.
Por el tenebroso sendero ascendéis ya, pero una angustia
insoportable te va dominando, Orfeo, pues la mano de Eurídice entre tus dedos
aún no la sientes, ni tampoco escuchas su aliento o el rumor de sus pasos; todo
tras de ti, desdichado, es vacío silente. ¿Y cómo poder domeñar tanta ansia,
tanto amor, Orfeo? En ese instante te giras, y tus ojos encuentran los de tu
amada, que ya se hunde en las sombras de nuevo, dejando una estela de tristeza
infinita en su mirada que huye, las palabras ¡Adiós!, ¡adiós! en un eco que
cae, se precipita, se diluye.
Caronte ni siquiera se dignará mirarte, Orfeo, aunque llores
por días, aunque supliques y ayunes; no volverá a pasarte el barquero a la otra
orilla del Estigia. Sabes que no hallarás alegría en lo que te queda de vida, y
andarás solo por las montañas hasta que a ti también te alcance la muerte.
Pero
entonces sí, fatigado cantor, encontrarás por fin y para siempre el amor de
Eurídice.
David Sánchez-Valverde Montero
Imagen: Iñaki Mendivi Armendáriz
Bibliografía principal: "Las más bellas leyendas de la Antigüedad clásica" (G. Schwab), "El libro de la mitología clásica" (A. Erro)
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