Dioses, héroes y ambrosía
VI. Inframundo (Redención
eterna)
Estuve allí. Lo vi. Mas no era mi momento y el perro
Cerbero me dejó salir. Sus tres tremebundas cabezas olisquearon mis pasos
precipitados que corrían en pos de la luz del sol.
En el Reino de los muertos, el Hades, reina el dios del
mismo nombre. En sus entrañas, los primeros pasos del alma cruzan el prado de
los asfódelos, la flor de los muertos; luego se penetra el Érebo, el infierno
así llamado, región surcada por ríos del mundo subterráneo: nombres como
Aqueronte, Leteo, Estigia… acuden a mi memoria. Muy por debajo del infierno,
cuentan que a tanta distancia como el cielo de la Tierra, el Tártaro, donde
moran encarcelados los Titanes.
En aquel Reino pude llegar a comprender el peso de algunas
comunes expresiones: asistí así a los “suplicios de Tántalo”, aquel indigno rey
cuya insolencia hacia los olímpicos no conoció límite. Ahora se halla hundido
hasta la barbilla en un lago. Sobre su cabeza penden las viandas más sublimes,
que al punto se apartan cuando su hambre pugna por alcanzarlas. Tampoco la sed
puede apagar, pues cuando intenta beber, el agua lo rehúye y se aleja de su
boca. Y para rematar, cuelga sobre su cabeza una colosal roca; amenaza perpetua
y angustiosa.
Con profunda lástima caminé frente a Ixíon, soberano de
los lapitas, que amarrado a una rueda gira con ella por la eternidad. Persiguió
por amor a la diosa Hera, y tal vez su corazón siga enamorado, pero sus ojos se
hunden ahora en un vórtice de desesperación.
Antes de que me permitiesen ir, aún pude ser testigo del
“trabajo de Sísifo”, esa expresión que usamos para referirnos a un esfuerzo
inútil. ¡Ah, Sísifo!, desdichado rey de Corinto; por tu engaño a los dioses y a
la muerte, empujas pendiente arriba una piedra enorme, que al alcanzar la cima
está destinada a rodar cuesta abajo obligándote a empezar de nuevo. Me miras de
soslayo, pero yo nada puedo hacer para librarte de tu vano trabajo.
En fin, otros tormentos para otros tantos sé que la sutil
y maligna imaginación de los dioses ha urdido, pero no pude en mi periplo ver
más de lo que cuento. Ya veo de nuevo el cielo azul. Queden allí abajo los
castigos, la culpa, purgas y lamentos.
David Sánchez-Valverde Montero
Imagen: Iñaki Mendivi Armendáriz
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