Cosas sueltas
Un viejete que supongo casi octogenario,
en la penumbra de una pequeña bajera, se afana en su diario trabajo. Siempre
deja la puerta entreabierta, así que cuando uno pasa por delante se le adivina
unos instantes enfrascado en sus quehaceres. No sé, siempre dudo entre una
lástima dulce o una vaga admiración. Aparenta no necesitar nada más. Una
felicidad rudimentaria, simple, básica: trajina, golpea, pinta, desenrosca,
aprieta, hurga entre las tripas de objetos, bucea por la chatarra, cosas
sueltas, partes que algún día fueron. Recupera, recicla, resucita artilugios, materiales diversos, incatalogables, desperdigados por el caos reinante, sucio
y oscuro del local.
Hoy me he detenido un poco más al pasar
frente al umbral. Mi mirada ha parado en sus manos: atesoran mil saberes, gestos
sabios, naturales, que parecen pura inercia. A su alrededor, un mundo que se
desvanece. De oficios perdidos, ciencias que no interesan ya a casi nadie, intuiciones ganadas a fuerza de
tiempo y tropiezos con la materia. Quizás huya del hastío, de la tristeza, del peso de las horas que tendría que
pasar consigo y con su mujer en un monótono hogar. Tal vez huya de sí mismo, de
la aparente futilidad de la vida, de esos familiares que ya le resultan
extraños, de su soledad, del recuerdo de los amigos muertos. O es posible que
no, tal vez no le preocupe nada de esto. Quizás no espere nada.
Más tarde, a última hora del día, lo he visto pasar en su herrumbrosa bicicleta, un gastadísimo vehículo que inconcebiblemente se mantiene en pie, chirría sin piedad y pide a gritos que lo dejen dormitar. Me saludó como siempre, sonrió con los ojos, y siguió su camino.
David Sánchez-Valverde Montero
Imagen: Iñaki Mendivi Armendáriz
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