lunes, 30 de diciembre de 2019

Dédalo e Ícaro



Dioses, héroes y ambrosía

IV. Dédalo e Ícaro

            Dédalo de Atenas, arquitecto, escultor, domador de la piedra; tu admirado talento se aureolaba de vanidad, y así mataste a tu sobrino Talos, del que fuiste maestro y cuyo nombre ya empezaba a eclipsar tu fama. Huiste después a la isla de Creta, donde el soberano Minos te dio cobijo, y allí erigirías tu gran obra por encargo de este rey; para encerrar al Minotauro, tu monstruoso Laberinto. Pero ¡ah, Dédalo!, se te hacía insufrible el destierro, y el asilo de Minos, que no te dejaba marchar, se tornó cárcel para tu alma. ¡Venceré a la Naturaleza!, te dijiste con arrojo.

            Dédalo tenía un hijo, de nombre Ícaro, al que no abandonaría en Creta; así que junto al niño, modeló dos pares de alas: plumas de ave engarzadas con hilos de lino y pegadas con cera. Las pequeñas manos de Ícaro, dignas de su padre, se movían certeras, pero un temblor de angustia lapidaba el corazón de Dédalo.

            Llegó el día de la partida, y antes de ajustarle las alas, Dédalo le recordó a su hijo: No vayas a volar tan bajo que se te mojen las plumas en el mar, sigue la senda que yo dibuje, pero tampoco muy alto hijo mío que el sol prenderá tus alas.

            En el glorioso cielo ya flotaban, oteando la isla de Samos, dejando atrás las de Delos y Paros, agitando los brazos con sus ingenios plumíferos. Dédalo, guiando al pequeño, miraba a cada tanto por encima del hombro, pero en uno de esos lapsos sin custodia, Ícaro, encantado por su propia audacia, remontó el vuelo y el astro rey no tardó en abrasarle con su mirada: reblandeció la cera que sostenía el invento de su padre, e imperceptiblemente las plumas se soltaron y flotaron libres en la estela del niño, dejando su espalda desnuda e inútil para el vuelo.

            ¡Ícaro!, que agitas tus brazos en el vacío aterrador, que te precipitas ya sin remedio al abismo púrpura de las olas. Dédalo se gira: ¡Ícaro! ¡Ícaro!, grita sin consuelo. Escudriña entonces la espalda del mar y encuentra con los ojos las plumas sobre el agua. Desciende ya el desdichado a la orilla de una isla cercana. El mar parece apiadarse y entrega el cadáver del hijo. Allí le dará sepultura un padre que no volverá a conocer la dicha en este mundo.

            Desde entonces y hasta nuestros días esta isla se conoce como Icaria.


Fuentes bibliográficas principales de esta y de las anteriores publicaciones de mitología: “Las más bellas leyendas de la Antigüedad clásica” (Gustav Schwab), junto a diversas consultas en la red.
David Sánchez-Valverde Montero
Fotografía: Iñaki Mendivi Armendáriz



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