Dioses,
héroes y ambrosía
IV.
Dédalo e Ícaro
Dédalo de Atenas,
arquitecto, escultor, domador de la piedra; tu admirado talento se aureolaba de
vanidad, y así mataste a tu sobrino Talos, del que fuiste maestro y cuyo nombre
ya empezaba a eclipsar tu fama. Huiste después a la isla de Creta, donde el
soberano Minos te dio cobijo, y allí erigirías tu gran obra por encargo de este
rey; para encerrar al Minotauro, tu monstruoso Laberinto. Pero ¡ah, Dédalo!, se
te hacía insufrible el destierro, y el asilo de Minos, que no te dejaba
marchar, se tornó cárcel para tu alma. ¡Venceré a la Naturaleza!, te dijiste
con arrojo.
Dédalo tenía un hijo, de nombre Ícaro, al que no
abandonaría en Creta; así que junto al niño, modeló dos pares de alas: plumas
de ave engarzadas con hilos de lino y pegadas con cera. Las pequeñas manos de
Ícaro, dignas de su padre, se movían certeras, pero un temblor de angustia
lapidaba el corazón de Dédalo.
Llegó el día de la partida, y antes de ajustarle las
alas, Dédalo le recordó a su hijo: No vayas a volar tan bajo que se te mojen
las plumas en el mar, sigue la senda que yo dibuje, pero tampoco muy alto hijo
mío que el sol prenderá tus alas.
En el glorioso cielo ya flotaban, oteando la isla de
Samos, dejando atrás las de Delos y Paros, agitando los brazos con sus ingenios
plumíferos. Dédalo, guiando al pequeño, miraba a cada tanto por encima del
hombro, pero en uno de esos lapsos sin custodia, Ícaro, encantado por su propia
audacia, remontó el vuelo y el astro rey no tardó en abrasarle con su mirada:
reblandeció la cera que sostenía el invento de su padre, e imperceptiblemente
las plumas se soltaron y flotaron libres en la estela del niño, dejando su
espalda desnuda e inútil para el vuelo.
¡Ícaro!, que agitas tus brazos en el vacío aterrador, que
te precipitas ya sin remedio al abismo púrpura de las olas. Dédalo se gira:
¡Ícaro! ¡Ícaro!, grita sin consuelo. Escudriña entonces la espalda del mar y
encuentra con los ojos las plumas sobre el agua. Desciende ya el desdichado a
la orilla de una isla cercana. El mar parece apiadarse y entrega el cadáver del
hijo. Allí le dará sepultura un padre que no volverá a conocer la dicha en este
mundo.
Desde entonces y hasta nuestros días esta isla se conoce
como Icaria.
Fuentes bibliográficas
principales de esta y de las anteriores publicaciones de mitología: “Las más bellas
leyendas de la Antigüedad clásica” (Gustav Schwab), junto a diversas consultas
en la red.
David Sánchez-Valverde
Montero
Fotografía: Iñaki Mendivi
Armendáriz
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