De naufragios y
sirenas…
“¿Tienes paciencia de aguardar a que tu fango se decante y el agua sea
clara?
¿Puedes permanecer inmóvil hasta que la acción justa aflore por sí
misma?”.
Lao Tse (Tao Te Ching)
De naufragios y
sirenas…
Una bocanada de aire
más salada de lo habitual me arrancó del sueño. Una fina capa gris tiznaba mi
piel, que solo mostraba su color humano siguiendo los surcos del sudor. Me
incorporé en el catre como un resorte, observando en derredor y abriendo el
resto de los sentidos al lúgubre escenario: la bodega del barco se mecía,
parecía respirar a través de sus casi negras paredes. Mis enrojecidos ojos,
acostumbrados a un sueño oscuro y espeso, reconocieron la húmeda estancia, una
pequeña mesa de madera a mi lado, una silla metálica oxidada en los bordes del
respaldo, la cortina raída que bailaba con el creciente viento de ahí afuera.
Aguzando un poco más el oído, dejando que sobre el lienzo del aire el sonido
marcara su relieve, comencé a distinguir primero un leve siseo, que a los pocos
segundos mutó a un fragor líquido, habitual, reconocible para mí. Entonces, me
lancé como un grito hacia el lugar aproximado en el que mi oído lo ubicaba,
hacia algún punto en la proa. A los pocos pasos, el contacto de mis pies con
unos dos centímetros de agua me recorrió con una fría, casi eléctrica sacudida,
hasta la nuca. Ahí estaba, justo a mi derecha, apenas iluminada por una
oscilante vela, la sangrante herida que laceraba el casco.
Lo había conseguido
otra vez. Apenas había dormido, pero amaneció ese día y me sentía bien. Un
inusitado bienestar me traspasaba. Era consciente de que había logrado sellar
la última vía de agua en mi maltrecho barco. Ahora, el navío dejaba, casi
silente, a no ser por los continuos y suaves crujidos de la madera al
acomodarse, que el océano lo acunara. Sabía que solo era cuestión de tiempo que
el mar asestara otro golpe, que abriese una nueva herida en la vieja
embarcación. Habría que apresurarse nuevamente entonces, correr frenéticamente
como siempre de un lado a otro, rastreando el origen del agua, proa, popa,
babor, estribor, intentar incansablemente bloquear de nuevo el torrente que
amenazara con mandar el pequeño barco a pique.
Subí entonces la
escalinata que conducía a cubierta, que al igual que un espinazo doliente
crujió bajo cada uno de mis pasos. Era el mío un pequeño velero; vela mayor y
foque. Apenas podría albergar a dos o tres almas. Nada más apartar la mohosa
cortina que a modo de escotilla separaba la bodega del exterior, el sol hirió
mis ojos sin piedad, impidiéndome ver al principio al formidable ser, que
caprichosamente se dejaba balancear sentado en un costado a popa. Me aproximé
despacio, entre maravillado y curioso, aunque con un poso también de miedo y
repulsión, al observar aquella brillante cola de pez, de un turquesa metálico
que reverberaba de todos los colores al incidirle la luz del astro rey.
Súbitamente, la criatura se giró e hizo ademán de huir hacia el agua, pero una
súplica a lomos de la palabra ¡espera! en
mi boca, la hizo desistir.
No lo podía creer. No
lograba recordar cuánto tiempo llevaba en el mar, pero en toda mi larga
travesía estaba seguro de que jamás había visto ser semejante: bóvedas celestes
de ensueño, infinitas, seres marinos de toda condición, aguas iridiscentes,
mágicas, la espalda del océano dormido y en contra, sus furibundas tormentas, los
zarpazos de la bestia azul; pero nunca una sirena. La observé, parecía sonreír
sin hacerlo, con una mezcla de calma y traviesa lascivia. Sus ojos, que me
escudriñaban un instante para apartarse al siguiente y volver a mirarme: de un
azul tan azul que no era de este mundo. Sentí entonces que perdía el aliento,
que el tiempo se había desintegrado, que toda una vida valía ese instante.
Hubiera quedado así, trastornado por el hechizo durante días, pero la mujer-pez
dijo:
Pareces cansado…
Todavía embelesado por
la belleza de la criatura, dejándome caer por su media melena dorada al sol
saturada por preciosos tirabuzones, cavilé unos segundos qué contestar, pues el
cansancio que lastraba mis pensamientos era para mí parte de mi esencia, el
peso de mi cotidiana sombra, el producto del trabajo diario, de mi titánica
lucha contra y por la vida.
Supongo que lo estoy,
acerté a decir. No creía que existierais…
Ladeó levemente la
cabeza: Siempre hemos estado aquí… ¿Cuánto tiempo llevas en el mar?
Partí hace ya mucho tiempo…
he perdido la cuenta de los días, contesté. Buscando nuevas oportunidades, tal vez
algunas respuestas. Al poco, me extravié en una tormenta y desde entonces no he
avistado tierra ni embarcación de ninguna clase.
¿Contra qué luchas?,
preguntó la sirena.
Contra el océano y
sus arrebatos de cólera, para sobrevivir y para…
¿Contra el océano?,
me interrumpió ella. Surgió entonces en la criatura una carcajada irresistible,
contagiosa, tan bella como su alegre boca, que no cesó en un rato, mientras yo
la observaba con una media sonrisa, incapaz de sentirme ofendido, atrapado en
la fresca alegría de la sirena. Era una risa honesta, espontánea, sin dobleces,
surgida de un sincero asombro ante lo que había oído. Tras recomponerse un poco
pero aún no pudiendo reprimir el gesto risueño, preguntó:
¿Qué crees que
pasaría si no lucharas?
Si no luchara…,
comencé para ganar unos segundos y ordenar mi mente… Apoyé mi mano izquierda en
el mástil. No recordaba la última vez que había hablado con alguien que no
fuera yo mismo, y me costaba esfuerzo mantener la lógica dialéctica, el mágico
instante en que dos mentes, dos mundos, intercambian ideas. Si no luchara,
continué, moriría sin duda. El barco acabaría sus días en el fondo y yo no
duraría demasiado en este desierto de agua.
Ella pareció
ensimismada unos minutos. Las gotas de mar comenzaban a secarse sobre su piel
de mujer. Reparé entonces en sus pequeños senos, en los que asombrosamente no
me había fijado hasta el momento. Y es que toda ella no portaba atuendo alguno,
y pudo ser que por mostrarse así desde su aparición, no me hubiera atrapado
ningún área velada, escondida, presa de una expectativa, de un deseo.
Quizás morirías, dijo
la sirena. Todos lo haremos. Pero eso no parece lo más importante. Permaneces
aquí, en la superficie del mundo sin comprender nada, malviviendo en un navío
herido, luchando contra las mismas fuerzas que te han creado, esperando que algo cambie. Para vivir se necesita
valor… Pobre humano, solo ansías sobrevivir.
Sobrevivir…,
articulé.
Ahora, debo irme.
Pero, ¿volveré a
verte?
Eso depende de ti,
dijo la mujer-pez. Y seguidamente se zambulló sin hacer ruido. Me asomé a las
aguas con la vana esperanza de que la sirena volviese a aparecer, pero no lo
hizo, y quedé así, contemplando la lámina inclemente del ponto que ahora nos
separaba.
Tras la marcha de la
sirena, tras el breve encuentro con sus palabras, me sentí huérfano, más
perdido, más náufrago de mí mismo de lo habitual, con el eco de lo dicho por la
mujer-pez rebotando en mi interior, abotargado, vencido, casi enfermo,
vapuleado por aquellas nuevas ideas que sacudían mi mundo, mis escasas
seguridades y asideros a la cordura. Y fue al aproximarme a esa frontera, a ese
abismo del propio yo donde todo comienza a desdibujarse, derritiéndose, mutando
de perspectiva, que se hizo visible el absurdo de todo afán, el negativo de
nuestro paso por la existencia, el aparente sinsentido de los días, el perenne
desgarro que alumbra en el ser humano consciente la búsqueda de sentido,
seguridad y trascendencia en un vórtice en perpetua fluctuación, en un universo
brutal y despiadado. Supe algo
entonces, casi indefinible, hecho a la vez de miedo y calma, de vértigo y
silencio; miré mis manos, sucias, gastadas, el poderoso instrumento de la
voluntad. Cubrí mi rostro con ellas y lloré, durante largo tiempo, por mi
condena y mi triunfo.
Aquella noche, tras
una cena frugal de pescado crudo y agua de lluvia, dejé caer mi triste y
famélico cuerpo en el catre, consciente de una decisión irrevocable a la que
habían conducido la secuencia de acontecimientos, inexorable, aterradora. El
camastro chirriaba al vaivén de las olas, con cada uno de mis movimientos, la
bodega parecía alejarse para luego regresar muy cerca de los ojos; una
sensación próxima a la náusea ocupó mi garganta. Sabía de
antemano que no dormiría. Únicamente debía aguardar la embestida del animal que
ya comenzaba a agitarse fuera, el leviatán furioso que despertaba bajo un cielo
gris, casi añil, preñado, a punto de abrirse sobre el piélago, y encima del
cual parecía imposible que aguardara la luz, la esperanza, un mañana…
El barco comenzó a
balancearse, a crujir de dolor como siempre hacía cuando el océano braceaba en
su sueño de eones. Esta vez no me movería del catre: solo esperar. La pregunta
de la sirena reverberaba en mi mente: ¿Qué crees que pasaría si no lucharas? La
interrogación se distorsionaba, se retorcía, recorría el navío como un viento
demenciado. Ahora la cuestión no la formulaba una bella criatura marina;
emanaba del mar, del profundo abismo, del cielo cerrado, de las fauces de un
gigantesco Kraken que se disponía a
asestar el golpe de gracia al enloquecido bajel.
El navío dejó
repentinamente de moverse: una quietud, un silencio nunca antes sentido, ni
siquiera en los días de calma total. Percibía yo ahora en toda su amplitud el
discurso interno de mis pensamientos, la pugna entre mis deseos, mis emociones
y pulsiones, el desgarro. Pero no hube de esperar gran cosa; pues tras un
ligero escore en el barco un enorme impacto destrozó el casco a estribor,
abriendo una brecha formidable por la que rugía un río de pesadilla, anegándolo
todo en segundos, bajo una atmósfera irreal en la que todo se agolpaba, mis
pensamientos, mi terror, el regusto de agua salada, los sonidos atronadores de
una naturaleza salvaje que no conocía el miedo ni el perdón. Aún tuve tiempo de
consolarme, pensando que no hubiera podido hacer nada por el navío aunque me
hubiese dejado la piel.
Tras un tiempo
imposible de precisar, supongo que mi cuerpo quedaría suspendido bajo el agua,
inane, mientras los restos del naufragio dormirían ya en el fondo,
desperdigados sobre el suelo de un océano hostil…
… El tapiz
de lo audible acogió otra vez el sonido, y entonces volví a oír, a escuchar de
nuevo. Un susurro a lo lejos, en el cuerpo de la sirena desnuda; pez y mujer
que me llamaba, casi tocándome. Perdido como estaba la esperé; ella entonces se
hizo visible y su mano entrelazó mis dedos, tirando de mí hacia la superficie
de un océano en calma. No quise soltarla, pero no tenía fuerzas para retenerla;
y ella ya se alejaba sobre el agua, fundiendo y abrazando su cuerpo en el
horizonte de un amanecer en llamas.
Con el
arrullo de las olas, con apenas esfuerzo, alcancé una orilla: era una playa
extraña, un rincón del universo que parecía ajeno al mundo, pero el contacto
con la fina arena hacía vibrar íntimos, remotos recuerdos. Volví mis ojos hacia
el insondable piélago que jugaba con el infinito, indiferente a mi mirada.
Mutaba de color el cielo, vistiendo y desnudando a su antojo los canales del
cosmos, y la densa vegetación que abrazaba la arena parecía reflejar una
promesa, dormidos secretos, esperanzas, sueños, desvaríos, miedo; mientras el Ser que allí anidaba exhalaba su aliento
eterno, de agitar de ramas y hojas, crujir de madera, animales ocultos, grutas
y torrentes que horadan caminos subterráneos y todo lo conectan, regresando al
agua, al mismo azul que casi me mata y que ahora abría su mano para posarme en
tierra. Miré hacia mis pies: un desvencijado cayado, que parecía haber sido
también entregado por el mar, reposaba a mi lado. Lo cogí, se adaptó bien en mi
mano. Observé el muro verde, vivo y vibrante frente a mí; inspiré, conseguí
sonreír, y me aventuré en la selva.
David Sánchez-Valverde Montero (Casi extintos. Casi eternos)